La historia formal de la división de poderes en México se remonta a la Constitución de Apatzingán, en 1814. Desde entonces, no hay texto constitucional que no haya definido esta división como el principio rector de funcionamiento del Estado. Sin embargo, su historia real es muy distinta. Durante el porfiriato, la presidencia convirtió a los poderes Legislativo y Judicial en agencias de trámites de sus propias necesidades y necedades. Si la historia de la política designa a Porfirio Díaz como un dictador se debe, entre otras razones, a la sujeción personal a la que sometió a los distintos poderes de la Unión.
En los años 20, la Revolución pareció abrir un breve paréntesis en esta sinuosa relación. Hasta 1927 los distintos poderes previstos por la Constitución de 1917 guardaban, no obstante el violento carácter que adoptaban frecuentemente los conflictos políticos, cierto grado de autonomía. Todo cambió en 1929 con la formación del Partido Nacional Revolucionario. El dilatado proceso que condujo desde el asesinato de Álvaro Obregón a la formación del partido único de Estado, en 1946, canceló por completo esta perspectiva. El largo reinado del PRI volvió, en cierta manera, a la misma condición del porfirato: transformó a los poderes Legislativo y Judicial en oficinas anexas: una continuación del Poder Ejecutivo.
Todo empezó a cambiar a partir de 1988. El fraude cometido por Carlos Salinas de Gortari en la elección presidencial contra el Frente Democrático Nacional (la coalición de una multitud de grupos de izquierda con una franja recién salida del partido oficial) no impidió que el PRI perdiera, por primera vez en su larga existencia, la mayoría constitucional en la Cámara de Diputados. Un golpe que, al parecer, resultó irreversible (léase: el auténtico origen de la democracia parlamentaria en México se encuentra en la infrahistoria de la izquierda). Desde entonces, ningún presidente ha logrado gobernar sin los cuestionamientos, impugnaciones y disensos del Poder Legislativo. Un hecho que hoy nos parece casi natural. En esos mismos años, la trayectoria del Poder Judicial fue más sinuosa. Sólo en ciertos momentos logró sortear la sujeción impuesta por los presidentes de la tecnocracia hasta 2018.
Sin embargo, no hay duda de que tocó al gobierno de Morena instaurar, por primera vez en la historia que separa al siglo XIX del XXI, una auténtica división de los poderes de la Unión. Finalmente, su historia formal y su devenir real parecen coincidir, condición sine qua non para avisorar la posibilidad de una democracia que se libere de sus traspiés e interrupciones. Que esta historia haya emergido bajo la forma de una confrontación abierta entre el Poder Ejecutivo y el Judicial reitera, una vez más, que la consecución de la división de poderes nunca (y en ningún país) ha sido tarea fácil. Una confrontación definida, sin duda, por el sesgo conservador actual de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN). Cabe decir que si la retórica presidencial no se ha cansado de lapidar este sesgo, la Presidencia ha acatado todas y cada una de las decisiones adoptadas por los prelados. La historia decidirá qué papel jugó cada poder en esta auténtica reforma del Estado.
No obstante, se trata de algo más que un sesgo conservador. Si se sigue la actuación de la SCJN frente al crimen organizado, ya sea por decisión directa o avalando a juzgados locales, la tendencia es unánime: una y otra vez la Corte protege a los delincuentes. Lo hace de múltiples maneras. The Guardian y Jenaro Villamil han compilado una lista de 20 casos con flagrantes violaciones al orden constitucional por parte del Poder Judicial: los criminales ingresan por una puerta a las cárceles y a las dos o tres semanas salen exonerados por la puerta siguiente; les incautan avionetas cargadas de estupefacientes y, al poco tiempo, se las devuelven; se decomisan casas de secuestradores y un mes después retornan a sus manos originales; se detienen camiones enteros con niñas secuestradas para la trata de blancas, y las mismas niñas aparecen en Estados Unidos, y así sucesivamente.
Cada uno de los jueces que conforman la SCJN tiene una historia plagada de fechorías (recientemente, se descubrió que uno de ellos ¡había escondido!, durante meses, una carpeta en la que se obligaba a una corporación a pagar 25 mil millones de pesos por evasión de impuestos). El dilema reside en que, por su naturaleza, en tanto que corte constitucional, no existe ningún poder que vigile, controle y sancione las decisiones de SCJN. Es decir, esos cada día más dudosos prelados son juez y parte de sus propias acciones.
Si realmente existe un afán de combatir al crimen organizado, la próxima administración (gane quien gane las elecciones presidenciales) tendrá que internarse en una reforma al Poder Judicial, cuyo centro sea despojar a la SCJN de su carácter de tribunal constitucional y crear, por separado, una nueva corte constitucional. En una república solvente, alguien tiene que tener el poder de juzgar a los jueces. De otra manera, el siglo XXI mexicano continuará sometido a jueces que protegen a criminales y criminales que corrompen a jueces. Un círculo auténticamente infernal.
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