(Parte I)
Sin embargo, decidí compartir algunas reflexiones a partir de mi experiencia como pacifista que vivía en Estados Unidos durante la guerra del Golfo y después del atentado terrorista del 9/11 y durante la guerra de ese país contra Afganistán e Irak, dos momentos en que el gobierno de EU optó por la opción bélica, no obstante la oposición interna que, desde luego, no se comparó con la que hubo cuando la guerra de Vietnam. Como entonces, considero que ante la violencia atroz no hay una sola respuesta y que la violencia desmesurada de una y otra parte lleva a más violencia, dolor y desesperación.
Los actos terroristas, de Hamas en Israel, de AlQuaeda o cualquier extremismo, son estallidos de barbarie, atrocidades que no pueden defender ninguna causa. La crueldad merece una condena tajante en nombre de la comunidad humana. La respuesta a la barbarie, sin embargo, no es unívoca: puede abrir caminos o estrechar el cerco de la violencia.
Si ya el siglo XX estuvo atravesado por guerras atroces, el siglo XXI no parece haberse iniciado (en el contexto occidental) con la caída del muro de Berlín sino con el atentado del 9/11 en Nueva York y la respuesta oficial estadounidense.
Encuadrar el atentado contra el World Trade Center como un acto de guerra, como lo hizo el gobierno de EU, y repetir miles de veces en la televisión el impacto de los aviones en las torres y la caída de éstas, aumentó – si posible– el trauma de la población, profundamente herida y aterrada. Facilitó también la justificación de la acción bélica contra Afganistán primero, contra Irak.
Después según Bush y sus halcones, era urgente atacar Afganistán para demostrar la fuerza de EU y acabar con los terroristas que ahí se ocultaban. Quien viera en esa época imágenes de Kabul podía preguntarse qué quedaba por bombardear si la ciudad parecía ya en ruinas, por la invasión rusa y conflictos subsecuentes. Justificar la invasión de Irak en 2003 exigió el recurso a la mentira de Estado, revivió el miedo al terror, con la amenaza de “armas químicas” en manos de un gobierno criminal.
Al mismo tiempo, si ya el devastador atentado buscaba sembrar profundo terror, gobiernos y grupos de interés alimentaron los miedos e impulsaron la “securitización” de la vida cotidiana.
Las “medidas temporales”, como la revisión de cuerpo entero con sofisticados aparatos en los aeropuertos, la prohibición de llevar en los aviones objetos “sospechosos” (incluso cubiertos de metal), la revisión con rayos X de equipaje, se han convertido en prácticas comunes en el mundo y parecen “normales” a quienes nacieron después del 2001. La proliferación de cámaras y medios de espionaje y la “necesidad” de la vigilancia generalizada ya no forman parte de la ficción, dominan los espacios públicos, se infiltran insidiosos en la vida privada.
Por otra parte, la combinación de un discurso bélico y antiterrorista y la identificación de los terroristas como “musulmanes” a partir de su asociación con Bin Laden, fundador y líder de Al-Quaeda, encendió o avivó prejuicios antimusulmanes, alimentados por algunas reacciones antiestadounidenses en el mundo cuando el 9/11 y después.
Medios amarillistas, que infundían miedo y odio al “otro” peligroso, atizaron un discurso de odio más y más violento. Proliferaron en las calles palabras denigrantes y ofensivas, actos violentos contra cualquiera que “pareciera musulmán”, a los ojos de la ignorancia y del temor.
De este acto terrorista y de estas guerras surgió el Patriot Act, para controlar a la población estadounidense; surgió también Guantánamo, prisión ignominiosa donde se practicaron actos de tortura, mininizados como “excesos”necesarios contra “enemigos bárbaros”. Un pozo de inhumanidad.
Si los actos terroristas deshumanizan y desgarran, las guerras actuales matan y dañan a la población civil. Las bombas y proyectiles destruyen comunidades, aniquilan familias, desangran a mujeres y niños. Si el terrorismo solo sirve a los violentos, ¿a quiénes sirve la respuesta bélica?
El auge de antisemitismo y anti-islamismo en distintos países es un signo más de los tiempos peligrosos y violentos en que vivimos. No podemos tolerar ni la deshumanización de unos ni la de otros.
El proceso de construcción de poblaciones enteras como “enemigo” no sirve a la humanidad. Si acaso, beneficia a gobiernos autoritarios, de cualquier ideología o religión, o a grupos terroristas, que también fomentan discursos peligrosos en tanto alientan la violencia. En este ambiente tóxico es necesario recordar y afirmar que ninguna vida humana vale más que otra.
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