Discurso presentado el 29 de noviembre en la FIL:
Admitamos que, a cinco años de iniciado el gobierno del presidente López Obrador, no estamos en el lugar que muchos hubiéramos querido estar. Reconozcamos que se atravesó una pandemia global, que la inercia del elefante reumático fue impredecible y que la falta de pericia técnica de algunos servidores públicos exageró el tamaño de la curva natural de aprendizaje en el ejercicio de gobierno.
Admitámoslo: en más de un sentido, el primer gobierno de izquierda del México contemporáneo no sólo no logró reivindicar las luchas históricas que lo llevaron a ganar la elección presidencial de 2018; en muchas áreas tampoco mejoró sustantivamente lo hecho en administraciones neoliberales. Es preciso admitirlo.
Reconozcamos también que no estamos ni vamos al precipicio profetizado por los pesimistas. No somos Venezuela del Norte. No se cumplió ni uno solo de los pronósticos con el que la comentocracia de derecha engañó al electorado en las elecciones de 2006 y 2012, y pretendió engañarla en 2018. La economía y el empleo están sólidos, las cuentas nacionales en orden y la democracia funcionando. Hoy, cuando escribo estas letras, a propuesta de una terna del ejecutivo, un cuerpo legislativo elegirá a una ministra de la Corte. Desprolijo, insípido, algo desaseado, el equilibrio de poderes sigue funcionando. Lo seguirá haciendo. Reconozcámoslo.
¿Fue el gobierno del presidente López Obrador un accidente histórico, como se lamenta la oposición? ¿Es, por el contrario, la consagración absoluta de las luchas de la izquierda, como gritan los más adictos? Admitámoslo: ni una cosa ni la otra. A cinco años de iniciado, en el gobierno pasaron pocas cosas —voy a ocupar el término— extraordinarias. Admitámoslo: estamos frente a un gobierno con más grises y matices de los que nos gusta admitir en los foros de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en las páginas de Reforma o en la señal del Chamuco TV.
En un ejercicio de balances, empecemos por reconocer los logros. ¿El principal? La mirada al sureste de México. Nos gustarán menos o nos gustarán más, pero el Tren Maya, Dos Bocas, Sembrando Vida, el Corredor interoceánico, la construcción del aeropuerto de Tulum y la reactivación del de Palenque y Chetumal han permitido reducir la brecha regional. México es un país menos desigual no solo entre personas y clases, también entre regiones. Es justo en el sur del país, donde por décadas nadie miró, en donde más y mejor se ve la transformación. La mejora en el sureste —reconozcámoslo— no fue resultado de un cambio en el sector privado, sino de la inyección de recursos públicos. Admitámoslo.
Hay otros logros que debemos reconocer. A cinco años del inicio del gobierno, triunfó la narrativa de que un país que no combate la desigualdad es un país imposible. El obradorismo mostró —con resultados— que es igualmente absurdo pensar en políticas agresivas de reducción de pobreza sin crecimiento económico que en crecimiento económico sostenible sin políticas agresivas de reducción de pobreza. Son ecuaciones inviables.
¿Quién en el futuro, se apellide García o Gálvez, podrá argumentar contra los incrementos salariales sostenidos o contra el reparto de utilidades entre trabajadores? Con cinco millones de pobres menos que en 2016, con un aumento al salario mínimo de 135% en cuatro años, con un crecimiento del 20% en el ingreso de los más pobres desde 2016, ¿quién se atreverá a romper una lanza en favor del outsourcing como modelo de contratación? Lo harán las élites en lo oscurito, como lo han hecho siempre, pero no reivindicarán más, entre batucada y cantos de sirena, el efecto goteo o teoría del derrame (trickle-down economics) como un modelo potable de país.
Les costará mucho admitirlo, pero la política social y laboral del obradorismo continuará más allá de 2024 y más allá de 2030. Pase lo que pase. Ahí sí, para que vean, juntos hicimos historia. No hay vuelta atrás. Eso hay que reconocerlo. Y también festejarlo.
Admitamos quienes estamos en esta mesa que no todo fue jauja. En muchos temas, más de los que nos gustaría admitir, hubo regresión y estancamiento. Refiero algunos que duelen: la incapacidad del gobierno para resolver el problema de la seguridad pública, el incumplimiento de la promesa de cambiar la política de drogas, el abuso y promoción de la prisión preventiva, la actitud soberbia y altanera frente al poder judicial federal, pero displicente y poco combativa con los grandes capitales.
Refiero y reconozco otra que duele más y que, admitámoslo, será el legado más doloroso del gobierno de la cuarta transformación: la alianza con el sector militar. El presidente López Obrador no solo desperdició la oportunidad de reformar profundamente a ese enclave autoritario que es el Ejército; también lo empoderó.
Reconozco y comprendo la decisión de mantener a miles de soldados patrullando calles y tendiendo líneas de ferrocarril, pero me es incomprensible la lógica de entregarles hoteles, líneas áreas e impunidad. Admitámoslo: el empoderamiento militar es una herencia colosal que dejará el presidente a Claudia Sheinbaum. Un dardo envenenado.
Estuve en este foro el año pasado. Las aguas se veían algo más turbias de lo que se ven hoy. Había vacilación e incertidumbre. Al final, fue el año más ordinario de un gobierno que, como dije, no fue extraordinario en casi ningún sentido, o en muy pocos. Eso sí, reconozcámoslo, el presidente logró sobrellevar el mayor reto de cualquier régimen popular: la delegación del poder.
Todos los que estaban en el barco de la Cuarta Transformación hace un año siguen ahí. Los monreales y marcelos que coquetearon con bajarse, terminaron reconociendo que afuera hay olas gigantes, fríos polares y mareas impredecibles.
Al timón quedó Claudia Sheinbaum Pardo, la mejor de todas las figuras posibles para conducir ese barco. La más natural de todas. Frente al horizonte despejado que prevén las encuestas, quien hoy detenta el bastón de mando tendrá la tarea de ponerle rueditas al elefante reumático, hacer de las curvas de aprendizaje breves y amigables chicanas y resolver los problemas de eficiencia técnica que caracterizaron este gobierno. Para hacerlo, tendrá, primero que todo, empezar por reconocer y admitir los errores, desaciertos y contradicciones de su predecesor. Así, quizás, podremos, al final de su mandato, hablar del primer gobierno extraordinario de la Cuarta Transformación.
Carlos A. Pérez Ricart
Carlos A. Pérez Ricart es Profesor Investigador del CIDE. Es uno de los integrantes de la Comisión para el Acceso a la Verdad y el Esclarecimiento Histórico (COVeH), 1965-1990. Tiene un doctorado en Ciencias Políticas por la Universidad Libre de Berlín y una licenciatura en Relaciones Internacionales por El Colegio de México. Entre 2017 y 2020 fue docente e investigador posdoctoral en la Universidad de Oxford, Reino Unido.
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