Arranco esta columna con una confesión: pensé que las campañas para
decidir quién representará a la 4T en la encuesta que se realizará en
septiembre tendrían un consenso ideológico. Pero, ya desde el inicio,
resulta que no. Las propuestas que ha hecho el excanciller Marcelo
Ebrard son todo menos obradoristas. Su lema “Sonríe, todo va a estar
bien”, es todo menos propositivo o, incluso, un llamado a actuar. La
frase que llama a sonreír sin ocuparse de problema alguno, es neoliberal
en el sentido en que deja a los expertos y los políticos profesionales
la responsabilidad de que sigas sonriendo. No hay un llamado a la acción
que es justo de lo que se trata el obradorismo: de la intervención
directa de los que respaldan el cambio.
Tenemos decenas de ejemplos en
lo que va del sexenio de López Obrador: la lucha contra el huachicol,
que requirió del sacrificio de millones de automovilistas que tomaron la
espera en la fila como parte del apoyo al Presidente; las
concentraciones a favor de la ley eléctrica con la lista de los
diputados traidores que impidieron que México decidiera sobre su
soberanía energética; o en contra de la corrupción de los jueces,
apostados en un plantón espontáneo afuera de la Suprema Corte de
Justicia de la Nación. Pero la consigna que eligió el ex canciller es
una que solicita del ciudadano la inactividad y propone, si algo, el
estancamiento político del obradorismo. Se trata de una consigna, la de
Ebrard, que rehuye la confrontación y, por lo tanto, la definición
política precisa. Se trata, también, de dejar en manos de los que saben
—los políticos— las condiciones para que uno siga haciendo lo que se le
ordena: sonreír. Alguien que sólo es convocado a no preocuparse, está
catatónico o está en un estupor maniaco, sorprendido por la velocidad
del cambio.
Lo que propone en su lema Ebrard es una parálisis de la base
obradorista que tendría que esperar a que el político profesional
valore, sopese, y actúe, mientras los demás nos quedamos, ahí, con una
sonrisa aletargada. Sonreír, ex canciller, no es participar. Esta
eslogan va en contra de la esencia del obradorismo: la irrupción de los
excluídos en la política como una nueva identidad, como un inédito
arraigo republicano, como una forma moderna de pertenencia a la nación.
Convocar a sólo “sonreír” porque “todo va a estar bien” nos plantea la
pregunta: ¿Quién espera y para recibir qué? O, en otro sentido, más
político, ¿quiénes son los que no creen que “todo va a estar bien” y,
entonces, se les pide una calma alegre, confiada, candorosa?
Pero veamos ahora cómo esta idea se asocia a la primera propuesta de
Marcelo Ebrad en campaña. El 17 de junio, Martha Delgado, la que fuera
subsecretaria de Asuntos Multilaterales y Derechos Humanos de la
Secretaría de Relaciones Exteriores hasta el 2 de mayo en que renunció
para coordinar la campaña de Ebrard, publicó un video en twitter con el
siguiente texto: “El programa NIÑOS TALENTO que Marcelo Ebrard ejecutó
en la Ciudad de México cuando fue Jefe de Gobierno impulsó la cultura
del esfuerzo y dejar atrás la mediocridad en la educación”. Luego,
aparecen dos jóvenes rindiendo testimonio de que, gracias a esas becas,
son ahora profesionistas o algo así, porque el que dice que quiere hacer
cine, no se sabe si lo estudió o por qué aparece practicando la
patineta.
Que Marcelo Ebrard y su jefa de campaña, Delgado, reivindique la
“meritocracia” es otro signo del anti-obradorismo de su campaña. Para
acabar pronto: Claudia Sheinbaum dio una batalla mediática para sostener
que las becas de educación básica en la ciudad de México no fueran sólo
para los niños que sacan “diez” de calificación, sino un derecho social
universal, para todos. Que ahora, Ebrard tomara como primera propuesta
el presumir su programa que premia la injusticia social, es señal de
alerta para quienes, ingenuamente, pensábamos que la meritocracia era ya
sólo una consigna de Lilly Téllez y Ricardo Salinas Pliego.
La meritocracia es la creencia de que quienes están arriba, se
merecen estar ahí y los que fracasan, se ganaron estar abajo. Es una
creencia que llama a sonreír a los que están arriba y a echarle ganitas a
los que están abajo. El problema es que no hay manera de diferenciar el
“mérito” de la ventaja social. Es un debate, no sobre talento, sino
sobre justicia; sobre equidad, no sobre aptitudes. Quien reivindique
como suyo el discurso de la meritocracia está perpetuando la estima y el
reconocimento social sobre la injusticia económica de los muchos, y
premiándola con una beca.
Y si es además el Estado el que premia esa
desigualdad, entonces, estamos en presencia de la sociedad que Reagan,
Thatcher y Pinochet pensaron: una donde no hay clases sociales, sino
sólo “ganadores” y “perdedores”. Los valores del mercado aplicado a los
niños de primaria es casi una caricatura del neoliberalismo, pero Ebrard
lo reivindica con orgullo como un diferenciador de la universalidad de
las becas que crearon tanto López Obrador como Claudia Sheimbaum.
Moralmente, la idea de que uno no puede ser reconocido por el Estado por
factores que uno no tiene bajo su control, como son la buena
alimentación, la salud, los libros disponibles en casa, el transporte
eficiente, la formación familiar, los espacios y tiempos adecuados para
el estudio, es muy dificil de sostener. Así, lo que crea la meritocracia
en los niños es que, los que ganan, se sienten merecedores de su lugar
en el reconocimiento del Estado, y los que pierden, insuficientes. Es
una monstruosidad moral. Es un complemento perfecto para la ideología de
la tecnocracia experta que se siente merecedora de ganar más que el
Presidente por tener más grados académicos.
La creencia en la “meritocracia” es que vivimos en un sistema
económico que premia el esfuerzo, la iniciativa y el talento. Es más
productivo que uno que pague a todos por igual, independientemente de la
contribución, o que reparta posiciones sociales deseables basándose en
el favoritismo. Recompensar a las personas estrictamente por sus méritos
también tiene la virtud de la justicia; no discrimina sobre ninguna
base que no sea el logro. Esta es la idea de que nuestro destino está en
nuestras manos, que nuestro éxito no depende de fuerzas fuera de
nuestro control, que depende de nosotros.
No somos víctimas de las
circunstancias, sino dueños de nuestro destino, libres para ascender
hasta donde nos lleven nuestros esfuerzos, talentos y sueños. Obtenemos
lo que merecemos. Pero la gran pregunta es si lo que tenemos, ¿lo
obtuvimos o nos fue dado de antemano por familia, etnia, género, clase
social, geografía y un largo etcétera que no es más que las condiciones
en las que nacemos? La pregunta para Ebrard es justo esa: ¿él cree que
vivimos en ese sistema económico que sólo premia el talento?
Pero, déjenme ir un poco más lejos. La meritocracia no es una
política de injusticia solamente, sino de humillación. Lleva a los
“perdedores” a dudar de sí mismos: a lo mejor sí los ricos son más
talentosos, se esfuerzan más o son más visionarios. Se asocia, entonces,
a un juicio moral sobre la pobreza: los pobres de seguro les falta
empeño o carácter. Al contrario, el juicio moral sobre los “ganadores”
es que merecen gobernar porque son “expertos”. Si uno atiende a cuando
gobernaron el país, los “expertos” son inútiles: llevaron a México a la
crisis que devino en el Fobaproa, no pudieron crecer más del 2 por
ciento anual, desalojaron el campo, no pudieron crear empleos para
detener la emigración y la violencia y, además, se robaron parte del
presupuesto. Lo que sí hicieron los “expertos” de la meritocracia fue
adelgazar el discurso cívico hasta reducirlo al prestigio de los grados
académicos o el salario de los “talentosos”.
La creencia de la meritocracia proviene de la religión católica que
ve en la ganancia una señal de estar bien con Dios. Así, un granjero
creía que si llovía en su plantación, era que estaba bendecido por el
Creador porque había sido bueno. Es lo mismo con los ricos que creen que
se merecen ser ricos y que los pobres lo son porque son indolentes. La
salvación y la auto-ayuda siempre estuvieron emparentadas bajo la idea
de que uno merece el destino que tiene. Los que actúan mal, merecen un
castigo, se aplicó entonces a ricos y pobres o ganadores y perdedores en
el mercado académico, laboral, o del reconocimiento social. Pobres
porque quieren; ricos porque lo merecen. Como en la religión, hay
entonces elegidos y condenados.
Educar a los niños en la meritocracia es actuar en contra de la
posibilidad de la empatía social, aquella que reconoce que la suerte no
está distribuida con justicia y que no es culpa de nadie, pero que, como
sociedad le debemos algo a los menos favorecidos por su origen social,
étnico, de género, geográfico, familiar. La ética de la gratitud y de la
humildad serían dificiles de enseñar a quien cree que es merecedor de
lo que detenta. Necesitamos ciudadanos que se sientan agradecidos por su
éxito, agradecidos con la sociedad, con la nación, que lo hizo posible
y, entonces, estar dispuestos a desprenderse de una parte de su buena
suerte para que la tengan algunos que no la tuvieron. Como pagar
impuestos.
La meritocracia lleva a no pagar impuestos porque, si todo lo que
lograste, es con tu proipio esfuerzo y nada más, pues sí dar una parte
es un robo. Confundir la recompensa con el mérito, la habilidad con el
regalo, es lo que provoca que la gente proteste contra los programas
sociales diciendo que son dádivas a cambio de votos o que es “su” dinero
empleado en hacer más inútiles a los indolentes que viven en la
pobreza. Si sufrir es una señal de pecado, entonces, los que “sonríen”
son merecedores de su propia pasividad pasmada.
La meritocracia, por último, ampara la creencia de que los ricos y
privilegiados deben estudiar más grados escolares, tener mejor salud, y
más tiempo libre. Deben vivir más, porque están bendecidos por su
situación. Así, todo debe ser una responsabilidad individual: la salud,
la educación, la justicia. No es del estado, sino que éste sólo lo
reconoce. Esa idea neoliberal conlleva otra: lo aspiracional, que no es
querer tener o ser, como dice Lilliy Téllez, sino precisamente que los
que juegan limpio y trabajan duro pueden alcanzar sus anhelos, sus
sueños sociales, sean de dinero o reconocimiento. Así, habría pobres que
mercen la ayuda del estado y pobres que no lo merecen. Unos, según la
toría de Reagan, son los que no consiguen trabajo, o se enferman porque
no cuidan su alimentación, o no se educan porque no le dan la
importancia suficiente.
El profesor de Harvard, Micheal Sandel ha
descrito lo que la meritocracia le hace a las sociedades. Escribe
Sandel: “En primer lugar, en condiciones de desigualdad desenfrenada y
movilidad estancada, reiterar el mensaje de que somos responsables de
nuestro destino y merecemos lo que recibimos erosiona la solidaridad y
desmoraliza a los que se han quedado atrás por la globalización. En
segundo lugar, insistir en que un título universitario es el camino
principal hacia un trabajo respetable y una vida decente crea un
prejuicio credencialista que socava la dignidad del trabajo y degrada a
quienes no han ido a la universidad; y tercero, insistir en que los
problemas sociales y políticos son mejor resueltos por expertos
altamente educados y neutrales en cuanto a valores es una presunción
tecnocrática que corrompe la democracia y quita poder a los ciudadanos
comunes”.
Cuando menos del uno por ciento se queda con lo que produce el 90 por
ciento de los trabajadores. Cuando, no importa lo que te esfuerces y
juegues limpio, no te alcanza para subir en la llamada escala social ni
siquiera en seis generaciones, insistir en la meritocracia es legitimar
un sistema inequitativo que ha concentrado la riqueza, el poder, y el
reconocimiento en muy pocos. Es humillar a los de abajo y enorgullecer a
los de arriba. Ese no es el papel del Estado. ese no puede ser el
mensaje a los niños de las primarias. Ese no puede ser el propósito de
la 4T bajo ninguna circunstancia.
Bueno, hasta ahí dejaré la primera propuesta de Ebrard. Me queda poco
tiempo para cubrir la segunda, que es todavía más ilógica. El 19 de
junio el candidato a la encuesta propuso hacer una secretaría de la 4T
que proteja las obras de infraestructura y los prog5ramas sociales.
Además de ir en contra de un principio del obradorismo que es la
austeridad republicana y, por tanto, el recorte en la burocracia nueva,
la idea es atroz: que la 4T no es todo un régimen, con sus poderes,
secretarías, y movimiento, sino una secretaría única, con su ventanilla y
sus cuidadores de 9 a 7 en días hábiles.
La idea me pareció monstruosa
porque es justo como Miguel Alemán atajó a nombre de la burguesía
mexicana el cardenismo: lo redujo todo al departamento de la Reforma
Agraria, como si el cardenismo fuera sólo unos títulos de propiedad
ejidal. Eso es justo lo que Ebrard intenta hacer con la 4T, reducirla a
una mínima expresión: las obras de infraestructura y algunos programas
de combate a la corrupción. Lo demás, suponemos, es parte de lo que
debemos esperar sonriendo como aletargados, esperando que los
“expertos”, los “meritorios” decidan qué hacer. Para taparle el ojo al
macho, Ebrard, además, propuso a uno de los hijos de López Obrador al
frente de esta nueva Estela de Luz burocrática. Andrés López Beltrán
rechazó con comedimiento la oferta de nepotismo transexenal.
Por lo demás —el bocho eléctrico, las entrevistas a modo con
periodistas de alquiler, el madruguete para renunciar y ser el primero
en registrarse—, quise dejar por escrito mi indignación por el
neoliberalismo dentro de los posibles candidatos de Morena. Al menos,
compartiéndolo con ustedes, no me quedé sonriendo solo, sino poniendo en
área común mi propia preocupación.
Fabrizio Mejía Madrid
Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui
Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las
novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de
confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que
recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.