Las
prioridades de México son muchas y sin embargo hay una que se erige por
encima de las demás: combatir la desigualdad. El tema es tan antiguo
que podría desestimarse por el desgaste que produce el falso discurso
de siempre. Con todo, es el tema más urgente de la política
democrática. México no es un país pobre, pero es una nación
profundamente desigual. Ahí radica nuestra principal deuda
civilizatoria y también una de las razones para que la economía
mexicana no se desarrolle en toda su estatura.
Para
enfrentar la desigualdad los gobiernos mexicanos han optado por
transferir recursos hacia quienes se consideran como las y los menos
aventajados. Desde los años 70 del siglo pasado se han apilado
programas destinados para asistir a las poblaciones más vulnerables;
sobre todo aquellas que viven en las zonas rurales.
En
el extranjero se presume ahora el programa Oportunidades, emblema de
una política eficiente para entregar dineros gubernamentales a los más
pobres. Lo hemos exportado a África y hacia algunos países
centroamericanos. Junto a este programa estrella también destacan otros
como el apoyo económico para adultos mayores, para madres solteras o
para niños en edad escolar.
La
característica de todos estos esfuerzos es que están dedicados a
combatir la desigualdad económica asistiendo, con un cheque mensual, a
quienes sobreviven en la parte baja de la escala social.
Contrastan
en este contexto los análisis de Coneval dedicados a medir la
desigualdad; ahí se muestra que, en México, las distancias en el
ingreso continúan siendo abismales. Mientras el 20% más rico del país
se queda con más del 50% de la riqueza nacional, el 20% menos
favorecido apenas logra tocar el 3.5%. Para colmo, después de las
crisis de 2008 y 2009, un número importante de familias mexicanas
fueron arrojadas a padecer pobreza alimentaria. Acaso llegó el momento
de revisar la concepción de desigualdad que gobierna a la política
social. Mientras la desigualdad económica ha ocupado el centro del
debate, la desigualdad de trato apenas se combate. Cierto es que se
parecen, y muchas de las veces conspiran juntas, pero no son la misma
cosa.
Cuando
la ley, el Estado o las personas tratan de manera diferenciada por
razones injustas, la desigualdad no es económica. Cuando la educación
impartida por el Estado no multiplica las oportunidades, cuando la
salud es un derecho ejercido por unos cuantos, cuando los tribunales
juzgan en función de la apariencia física, la clase social o la edad,
cuando el mercado del trabajo deja fuera de la formalidad en el empleo
a ocho de cada 10 jóvenes, cuando las y los indígenas del país son
siempre los grandes perdedores, cuando ocho de cada 10 adultos no
tienen acceso al sistema financiero tradicional, en fin, cuando la
sociedad mexicana sostiene un cierre social sistemático para excluir a
la mayoría, el problema de la desigualdad deja de ser sólo económico
para convertirse en algo tanto más grave.
La
desigualdad de trato está prohibida en México por la Constitución; es
así porque ésta es sinónimo de discriminación. A veces los términos del
debate se confunden y hay quien cree que no discriminar significa dejar
de maltratar al semejante con las palabras o los actos. Siendo cierto
lo anterior, la discriminación es mucho más que eso. La discriminación
es antítesis de la democracia porque proviene de una situación en la
que el Estado, la ley y las personas hacen distinciones injustas y
arbitrarias.
Si
nuestra democracia proyecta tanta insatisfacción es porque este régimen
no ha servido para igualar trato y oportunidades. Cruzaron las
fronteras del siglo XXI mexicano las mismas barreras de entrada, los
mismos privilegios, las mismas influencias, los mismos ganadores de
siempre. Acaso porque la desigualdad de trato sobrevivió es que también
lo ha hecho la desigualdad económica y no a la inversa.
Desafortunadamente
la democracia no ha servido para conjurar la discriminación y por ello
la mayoría de mexicanos asume que el actual régimen no puede ser
considerado como tal. Así lo confirma el 52% de los entrevistados por
el Latinobarómetro 2010.
Y
esa mayoría tiene razón; mientras el régimen político mexicano no sea
capaz de tratar con igualdad, la desconfianza política permanecerá. Es
por ello que la lucha contra la discriminación debería estar colocada
como la primera de las prioridades del México por venir. Lo demás es lo
demás.
Analista político
No hay comentarios.:
Publicar un comentario