10/30/2024

El ministro que se perdió a sí mismo

 Fabrizio Mejía Madrid

“Alcántara Carrancá hizo un libro de 366 páginas para decirnos que el triunfo aplastante de Claudia Sheinbaum es equivalente a una rebelión o a una usurpación del poder”.

Los vimos venir desde lejos: otorgaron amparos contra la reforma judicial, mientras estaban en su paro todo pagado, liberaron a cuanto criminal se los solicitó, fueron a pedir ayuda a los del Departamento de Estado, al Junior Tóxico, a la Interamericana de Derechos Humanos, a Harvard, le exigieron al Congreso que no discutiera, amenazaron con destituir y encarcelar a la Presidenta, se dijeron víctimas de una represión policiaca que no existió. Y, al final, el ministro Alcántara Carrancá lo dijo: “La Constitución soy Yo”. No lo dijo con esas palabras pero usó 123 mil para decirnos justo eso. Pero vayamos por partes.

Lo primero que hay que notar es que Alcántara Carrancá ha sido varias personas distintas. Ha traicionado muchas veces lo que ha prometido. Por ejemplo, el 17 de diciembre de 2018, Alcántar Carrancá, nervioso, con la boca seca, tirándose el agua encima para darle un sorbo, compareció ante el Senado para que se le considerara como ministro en sustitución de José Ramón Cossío, que se fue a hacerle de litigante a Claudio X. González.

Ahí fingió amar a México, ser feminista —dijo: “No hay otra posición ética en México que la de ser feminista”—, se ostentó como ambientalista, luego se declaró obradorista cuando sentenció que el drama del mundo era: “Un Estado social que retrocede, en el que el desempleo crece, en el que los ancianos son abandonados, los jóvenes no encuentras su lugar, en el que la pobreza se extiende, y la vida pública se degrada, nos obliga a pensar en las promesas constitucionales que se necesitan materizalizar. Comparto la preocupación por los alarmantes niveles de pobreza, por la brecha de la desigualdad”. En ese momento, cuando buscó que el Senado lo aprobara, se deslindó de la guerra de Felipe Calderón y Genaro García Luna cuando dijo: “El Estado ya no habla con sus ciudadanos sino que amenaza a sus enemigos. Las sociedades abdican de la libertad cuando se les ofrece mayor seguridad. Son momentos de que los jueces vivan una efeverscencia creativa, intensa, pasional, de energía en pro de otro mundo posible. Reconozco a un país que en este momento vive el dolor por la violencia que se manifiesta en todas formas: en la pobreza, el desplazamiento, en la exclusión, la violencia de género, el feminicidio se normaliza, la desaparición, la criminialización convierten a las víctimas en centrales, en una búsqueda de justicia, misma que me convoca, misma que me compromete ante ustedes. La corrupción, la impunidad y la pobreza son corrosivas. E impiden la realización de una auténtica justicia y de una paz duradera”.

Luego, se hizo pasar por alguien ético. “Cuando decimos que los jueces debemos nuestra lealtad al orden constitucional y no a una u otra persona o a un grupo de intereses, lo que estamos diciendo en realidad es que nuestro compromiso es con los principios, valores, anhelos, aspiraciones del pueblo, cuya voluntad está plasmada en nuestras normas. Un juez que no pueda ver, al decidir un caso, más que un texto en la norma nunca podrá estar a la altura de las expectativas. Es necesario que vea más allá de la norma o del expediente, que vea la realidad social en la que está operando, que pueda empatizar con el sufrimiento de quienes han sido víctimas de la injusticia, de quienes no tienen los medios para defenderse por sí mismos, para que reciban una justicia que sea algo más que palabras complicadas y fórmulas inatendibles. Un buen juez se encuentras más que en su dominio técnico, en su calidad humana. Es justo esa dimensión, en el caso de ser honrado por ustedes, señoras y señores senadores, estoy dispuesto a adoptar y aportar a nuestra Suprema Corte. Mi idea es de una Suprema Corte, no sólo talentosa, sino ante todo humana, capaz de empatizar con quienes acuden a ella, como diría Gandhi la grandeza de una nación se mide en la forma en que trata a sus miembros más débiles”.

Hasta ahí ese Alcántara Carrancá de hace apenas seis años. Antes, frente a la Comisión de Justicia del Senado, el abogado hasta dijo: “La función de ministro de la Suprema Corte es tan honrosa que no me importaría ganar menos que el Presidente”. Cuando la Suprema Corte se amparó para que sus integrantes siguieran ganando sus 5 millones al año y sus seguros médicos de 12 millones, ya no dijo nada del honor de ser ministro de la Suprema Corte. No se acordó de los más débiles cuando amparó a Cabeza de Vaca, el gober narco de Tamaulipas. Lo de la lealtad que no es con grupos de intereses, se le pasó al ministro Alc´ntara cuando prestó su propia mansión para que ahí se reunieran, el 12 de diciembre de 2023, ya echado a andar el proceso electoral, los jueces electorales federales con el dirigente nacional del PRI, Alito Moreno, y con un falto coordinador de la campaña de Xñochitl, Santiago Creel.

Todo esto se le fue extraviando al ministro. Esta vez se le perdió el pueblo, con el que tanto compromiso dijo tener cuando buscaba ser ministro. Alcántara Carrancá hizo un libro de 366 páginas para decirnos que el triunfo aplastante de Claudia Sheinbaum es equivalente a una rebelión o a una usurpación del poder. Lo sustenta, según él, en el artículo 135 que básicamente dice que la Constitución no pierde su vigor, incluso si su observancia se interrumpe por una rebelión. En caso de que se establezca un gobierno que vaya en contra de los principios de la Constitución, se restablecerá su observancia cuando el pueblo recupere su libertad. Este abogado al que le temblaban las manos cuando se refería al pueblo, piensa que la elección de 36 millones de votos en 277 distritos de los 300 que hay, es una rebelión que le quita su libertad al pueblo. Piensa que está viviendo en una dictadura y que él, el ministro, se pone por encima de los otros dos poderes, Ejecutivo y legislativo, para salvar la democracia, la república, y la Constitución. 

 Es una especie de Lorenzo Córdoba, de José Woldenberg, de Beatriz Pagés, pero con verborrea. Leamos estas páginas selectas de su incontinencia verbal: “Si se instaurara una monarquía, un gobierno confesional o un Estado centralista– no hablaríamos de una reforma a la Constitución, sino de una nueva Constitución. Y una nueva Constitución solamente podría ser aprobada por el Poder Constituyente”. ¡Ajá! Además de creer que el 2 de junio es una imposición que le ha quitado libertad a los mexicanos, también cree que el nuevo derecho aprobado por dos terceras partes del Congreso y la más de la mitad de los estados de la República, es equivalente a que se hubiera declarado un Estado monárquico, centralista y confesional. Hay una Reina Claudia I, como decía Enrique Krauze. Hay una teocracia quizás inspirada en el culto al Cabecita de Algodón. Hay un centralismo que impide que la violencia se despliegue con libertad en todo Guanajuato.

Pero mi nervioso Alcántara Carrancá tenía que abordar el problema central: ¿Cómo se declara inconstitucional a la Constitución? Aquí fue, como él mismo dijo en 2018, “creativo, intenso y pasional”. Escribió que hay partes de la Constitución que no son realmente la Constitución sino partes de leyes electorales o leyes federales y que, por lo tanto, sí podrían ser revisadas por él y la Suprema Corte. O sea que, dentro de la Constitución existen, según Alcántara Carrancá, artículos de primera y de segunda; hay unos artículos privilegiados y otros que son más bien “bellacos”, plebeyos, débiles. A los privilegiados se referíría el artículo 61 de la Ley de Amparo y la Supremacía de la Constitución, es decir, los que no pueden ser revisados. Los segundos, los pobretones, son como el que nos da el derecho de votar a los juzgadores. Así lo explica: “Sin embargo, en una nueva reflexión, se considera que conforme al desarrollo jurisprudencial de los criterios de este Alto Tribunal es posible considerar que ciertas normas de la Constitución Federal pueden ser calificadas como “leyes electorales federales”, para efectos de la procedencia de las acciones de inconstitucionalidad en su contra”. Luego pasa a hacer un muégano con las palabras: sostiene sin miedo a la pérdida del título profesional, que “ley”, “Constitución” y “Leyes electorales” son la misma cosa. 

Esto es interesante porque es la Constitución la que no puede ser revisada por la Suprema Corte. Pero qué tal, dice Alcántara, que todo es lo mismo y, entonces, como si se pueden revisar leyes, pos decimos que la Constitución es como una lista de leyes y que, además, cuando dice la palabra “elecciones, pos qué tal que sí le compete a los partidos políticos ampararse, por que son elecciones y pos, ¿no hay elecciones sin partidos políticos o sí? Pues justo es lo que está en la Constitución, Alcántara: que la Constitución no puede ser inconstitucional y que la elección del Poder Judicial es sin partidos, expresamente prohibido que hagan campañas o financien a juzgadores. Pero Alcántara insiste en ese punto durante hojas y hojas y hojas.

Aquí vale la pena hacer un alto. Cuando el PRIAN y PRD con Peña Nieto aprobaron la privatización del petróleo y el PT quiso ampararse, la Suprema Corte dijo que el artículo 61 de la Ley de Amparo lo prohibía. La Constitución no es impugnable. Perfecto. Pero, ahora que es para que se nos de el derecho a elegir jueces, resulta que, en realidad, la Constitución ya no es la Constitución, sino unas leyes ahí todas guangas que habría que revisar y declarar inconstitucionales. Ese es el razonamiento del proyecto de sentencia de Alcántara Carrancá.

Pero no nos dejemos llevar por la risa fácil. Ya ocho ministros, entre ellos, Norma Piña han planteado que ellos no van a postularse para competir en elecciones, que ni hablar, que se van y cobrarán su pensión de retiro que es de 300 mil pesos al mes. Nomás faltaba que me anden ninguneando con el voto popular. Deme mi dinero y vámonos en 2025. Es pensión vitalicia, no vaya a ser que me quieran hacer retroactiva la austeridad republicana contra la que me amparé durante seis años.

Ya, también, el Congreso ha aprobado la supremacía constitucional, la que dice Carrancá que ni existe porque todas son un muégano de leyes, todas impugnables. La Supremacía Constitucional es para que no puedan ser consideradas inconstitucionales aquellas partes de la Constitución que no le gustan a los jueces y a Alcántara Carrancá. Pero vayamos un paso más hacia el problema que significa hoy la Suprema Corte para la vida de la República.

Uno de los argumentos que hemos oído en todos los medios esos que sólo invitan a los que están a favor de Norma Piña, es que la Suprema Corte interpreta la Constitución. Es cierto, pero hay un detalle: lo que se debe interpretar es cuando la ley es oscura, está mal escrita o no se entiende. Aquí estaos hablando de un artículo, como el 61 de la Ley de Amparo que dice: que el amparo es improcedente cuando se trata de reformas a la Constitución. Es lo más claro que se puede escribir. No hay necesidad de interpretar nada. Supongamos ahora que no está claro porque no me gusta. Entonces viene el llamado a la creatividad leguleya para desplegarse: como la niña de cuatro que dice que fue violada no sabe la hora y el lugar donde sucedió su propia violación, entonces el violador sale libre.

La ley dice que tiene que especificar la hora y el lugar, yo sólo aplico la ley y la ley es la ley. La interpretación de las leyes puede ser muchas cosas: conocimiento de las leyes o tratar de canalizar la voluntad de quien las redactó. Puede ser discrecional o simplemente arbitraria. Puede ocurrir que el texto emane con su fuerza desde las líneas escritas o depende de la ideología del que lo está leyendo. Puede perseguir un objetivo que es un ideal de justicia o que exista una lógica, una coherencia, entre las distintos textos de un sistema legal. Esto tiene mucho que ver con algo que conozco bastante bien y que es la lectura. Cuando uno lee una novela o un ensayo, en efecto, tiende a pensar que el autor tienía tal o cual intención al escribirlo. A veces uno va subrayando para tratar de encontrar la verdad en lo que está escrito, pero muchas veces, cuando uno revisa lo subrayado, son puras tonterías y lo profundo se sigue escondiendo por ahí. También sucede que uno haya leído sobre las posturas políticas del autor y, entonces, pretenda evaluar una novela pensando: “este cabrón fue nazi, a ver si se le nota”.

Otras veces, uno lee al nazi sin importarle que lo haya sido y sólo por la fuerza de sus palabras. Sucede, en fin, que puede ser que el lector no le interese lo que el autor le quiera decir, sino sólo disfrutar de cómo está escrito lo que hizo. Y está el drma de las reelecturas. Cada una puede dar lugar a nuevos significados y modificar las elecciones de disfrute de los lectores. Hay libros, incluso, que uno recuerda como brillantes y, a la hora, de reeleerlos son unos mamotretos infumables. Así es con cualquier texto, incluso los legales. El problema con los legales es que tienen consecuencias para las personas, las víctimas, sus familiares. Lo bueno de la literatura es que no tiene esas terribles consecuencias. Por eso, lo que necesitamos son abogados hábiles pero jueces justos. Es decir, los abogados que te sacan de una bronca. Pero los jueces que vean por el interés general, por la Patria, y por el pueblo. Tal como, alguna vez, el ministro Alcántara Carrancá se comprometió.

Fabrizio Mejía Madrid

Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.

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