La Jornada
La
tercera Marcha de la Dignidad Nacional, en la que participaron cientos
de madres y familiares de desaparecidos en el país, concluyó ayer con
un mitin en el centro de esta capital en el que se demandó la
presentación con vida de esas víctimas, se reclamó a las autoridades
por la inoperancia con que se han conducido para esclarecer estos
delitos y se les exigió que asuman la responsabilidad que les
corresponde.
Uno de los correlatos de estos reclamos es la difusión reciente de
una lista, por parte de Amnistía Internacional, según la cual durante
el sexenio de Felipe Calderón se registraron más de 26 mil
desapariciones, algunas de ellas por parte de funcionarios públicos, lo
que las convierte en forzadas y las coloca en la condición de delito de
lesa humanidad. Significativamente, la cifra coincide con la de un
informe difundido por la Secretaría de Gobernación en febrero del año
pasado, lo que hace suponer que, o bien el número de desparecidos no se
ha incrementado desde entonces –lo que parece improbable– o la
administración actual ha sido omisa en la enumeración y sistematización
de los casos.
En esa circunstancia, se vuelve particularmente procedente y
atendible el reclamo formulado ayer por familiares de las víctimas de
desaparición: por un lado, las autoridades actuales participan de una
continuidad institucional que las obliga a hacerse cargo de los
crímenes no esclarecidos durante la administración pasada; por otro
lado, las acciones comentadas son, en general, producto de una política
de Estado y de un menosprecio institucionalizado por la vida y los
derechos humanos básicos. Es inimaginable, en efecto, que decenas de
miles de personas puedan desaparecer, en cualquier país del mundo, sin
responsabilidad precisa, por acción o por omisión, de las máximas
autoridades, y sin que medie el designio de permitir que individuos de
todas las edades y condiciones sociales sean sustraídos con violencia
de su entorno cotidiano.
Por
ello, si en la administración que encabeza Enrique Peña Nieto existe la
voluntad real de afrontar el problema, debe empezarse por un examen de
las decisiones institucionales que hicieron posible esos crímenes, así
como por un deslinde claro de las responsabilidades penales,
administrativas y políticas que dejaron en estado de completa
indefensión a las víctimas de desaparición forzada. En particular, es
necesario que se esclarezcan los casos en que servidores públicos y
efectivos de las diversas corporaciones militares y policiales han sido
señalados como partícipes o incluso como protagonistas del delito de
desaparición forzada y que se dé curso a las acciones legales en su
contra a las que haya lugar.
El agravio de las desapariciones, y en forma particular, las
desapariciones forzadas, ha sido un agravio constante y masivo en el
país por lo menos desde los tiempos de la guerra sucia (1970-1982,
bajo las administraciones de Luis Echeverría y José López Portillo),
que ciertamente se agudizó durante la pasada administración federal,
pero que no ha amainado durante el actual ciclo de gobierno. La
persistencia de ese fenómeno, y el hecho de que éste tenga que ser
colocado en la escena pública por manifestaciones como la de ayer, da
cuenta de un atraso injustificable en la procuración e impartición de
justicia, que ninguna nación democrática y sujeta al imperio de las
leyes debiera permitirse.
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