Carlos Bonfil
Fotograma de la cinta dirigida por el coreano Kim Ki-duk, que ofrece
una lúdica transgresión de algunas certidumbres morales en torno a la
sexualidad y a la culpa
Navajazo. Luego
de un breve intento por retirarse del cine y dedi-carse a la
meditación, exorcizando en lo posible algunas de sus obsesiones más
lacerantes (episodio al que Kim Ki-duk alude en su estupendo documental Arirang, 2011), el cineasta coreano vuelve a dirigir una obra redonda y violenta, Piedad (2012), León de Oro en el Festival de Venecia. Dos años después reincide con una película escabrosa y delirante, Moebius,
como para mostrar que los retiros espirituales pueden tener, como
imprevisto efecto secundario, exacerbar aún más antiguas obsesiones y
conducirlas a extremos insoportables para el espectador medio.
¿Por qué aquel retiro voluntario? Cuando en 2008 el cineasta rodaba Dream,
una de sus actrices estuvo a punto de morir durante una escena de
ahorcamiento. El suceso perturbó a tal punto al director que lo hizo
cuestionarse sobre los límites permisibles en el arte y también sobre
aspectos de su propia vida. Una pausa artística se imponía, misma que
rompió al año siguiente para regresar con mayor temeridad y fuerza a sus
fantasmas habituales.
El mayor de todos ellos: la culpa, aquella culpa personal que motivó el retiro, transferida ahora al personaje del padre en Moebius,
un hombre que ha cometido adulterio y que, a manera de escarmiento,
está a punto de ser castrado por su esposa. Cuando falla ese intento de
mutilación, la mujer lo repite exitosamente con su propio hijo
adolescente, culpables de pertenecer padre e hijo, por igual, a un
género aborrecido.
Sin mayores sutilezas, pero con una narración impecable, la
cinta de Kim Ki-duk corre de un exceso a otro: mutilaciones genitales,
erotización del cuerpo entero con frotes de piedra o apuñalamientos en
el hombro con rotaciones lascivas, circulación de deseos sexuales de
padre a hijo por genitalidad trasplantada, impulsos incestuosos,
desmitificación total de la madre, a la vez objeto de deseo y de
repulsa, y subversión radical del fetiche religioso de la sagrada
familia. A esta lista, naturalmente incompleta, cabe añadir un gusto por
lo grotesco que hace que muchas situaciones, difíciles de presenciar o
asimilar, se vuelvan hilarantes por virtud de su propio exceso.
Se podría glosar al infinito sobre las derivas sicológicas del
asunto, pero eso apenas llegaría a satisfacer a espectadores sin gran
sentido del humor. Moebius, celebración fílmica de lo perverso
polimorfo, es una lúdica transgresión de algunas certidumbres morales en
torno a la sexualidad y la culpa, y la propuesta post-Oshima (El imperio de los sentidos,
1976) de que placer y dolor pueden y suelen ser vasos comunicantes. Es,
sobre todo, deliberada o involuntariamente, una tragicomedia muy poco
ortodoxa.
Se exhibe en la sala 2 de la Cineteca Nacional. 13 y 17:30 horas.
Twitter: @Carlos.Bonfil1
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