Milagros
Periódico La Jornada
Apenas se levanta, lo primero
que hace Fermín es darle gracias a Dios por haberle permitido despertar a
otro día y, a su edad, seguir conservando su trabajo. No es difícil:
consiste en recorrer las naves de la fábrica de aceite para cerciorarse
de que todos los empleados lleven el equipo completo. Lo malo es que
mientras recorre los pasillos –juntos suman seis kilómetros– lo agobia
el ruido que producen las máquinas. Es insoportable, tritura las
palabras antes de que lleguen a la última sílaba y por eso mejor ya
nadie habla. En las naves no se escuchan los
buenos díasni
nos vemos mañana. Sólo ruido.
Fermín no tiene más remedio que soportarlo, pero a cambio de esa
resignación alienta un rencor infantil hacia las máquinas que poco a
poco, al cabo de los años, ha ido deteriorando su capacidad de oír a
plenitud lo que más ama: la música. En su departamento tiene colecciones
de vinilos –que han vuelto a sonar gracias a la tecnología–, compactos
que considera su tesoro: diez instrumentos musicales. Los compró aquí y
allá, en sus domingos libres, con la esperanza de un día aprender a
tocarlos. Nunca ha podido hacerlo, pero le basta mirarlos para escuchar
bellos conciertos de silencio que sólo él puede oír.
II
En la fábrica de aceite no hay palabras, ni música ni
ventanas, sólo hay grietas. Por una se coló la rama de una enredadera
sembrada en la casa vecina. Ha ido creciendo y ahora es dueña de 10
centímetros de un muro. Sólo Fermín la mira. En las mañanas, cuando
empieza su recorrido, aprovecha para verla. Eso le recuerda el jardín
que le hubiera gustado tener. Y no sólo eso: habría querido sembrar las
plantas, cuidarlas, verlas confundir sus follajes, apoyarse unas en
otras, dar flores.
En la fábrica de aceite, donde no hay palabras, ni música ni
ventanas, sólo hay flores artificiales que adornan un altar a la virgen
de Guadalupe y otras que adornan el cuerpo de una muchacha desnuda en el
calendario de 2000. Desde aquel remoto año ha permanecido en el mismo
sitio, bajo la misma luz artificial, blanca y fría, que cae de las
balastras.
A la fábrica de aceite donde no hay palabras, ni música ni ventanas,
ni flores, no entra más luz de sol que el rayo que sigue el ascenso de
la rama. Fermín se pregunta si algo tan frágil será capaz de sobrevivir y
de conquistar todos los muros de ese edificio. En tal caso, será un
avance lento que requerirá de muchos años. Fermín piensa que valdrá la
pena vivirlos sólo para ver ese milagro.
Los constructores
Llegados desde todos los rumbos de la ciudad, o quizá de
más lejos, a las ocho de la mañana aparecen en esa calle decenas de
hombres. Todos son muy jóvenes, algunos casi niños. El rumor de sus
pasos se arrastra. Visten camisetas amplias, chamarras con capucha y
pantalones desgarrados. (La pobreza los ha puesto a la moda). A sus
tenis y zapatos los embalsaman restos de cemento y arena. Llevan cascos.
De su pretina cuelgan los guantes de carnaza y las claveras.
Se dirigen hacia la obra negra que ocupa el terreno en donde
estuvo una casa. (Ventanas amplias y rosas de castilla en el jardín).
Allí se levantará un edificio de 20 pisos. Para construirlo, los hombres
que llegan a esa calle de mañana deberán trabajar en diferentes
niveles: las profundidades de la excavación o las alturas. Entre una
cosa y otra avanzan sorteando escombros, se deslizan por complicadas
armazones hechas de tablas, suben rampas tambaleantes cargando en sus
espaldas costales de cemento y arena, varillas de acero, bloques de
material aislante, cuerdas, plásticos.
En la obra negra la actividad es incesante. Se acompaña con el
estruendo de la revolvedora, las carretillas, los motores y los gritos
de los hombres mientras hacen volar de mano en mano, de abajo hacia
arriba y al mismo ritmo miles de ladrillos que significan paredes,
aislamiento, privacidad.
II
Al mediodía, los hombres abandonan sus puestos y
herramientas. Sin sacudirse el polvo que los baña eligen un sitio para
comer: un quicio, la banqueta, el camellón próximo, una carrocería
abandonada. Mientras comen, beben refrescos, miran a las muchachas que
se alejan de prisa, arrojan trozos de tortilla a los perros, oprimen las
teclas de sus celulares para jugar, leer mensajes o enviarlos. A veces
sonríen. El gesto fractura la máscara de tierra que sepulta sus rasgos
masculinos.
Al cabo de unos minutos –insuficientes para satisfacer el hambre y
descansar– y sin que nadie se los ordene vuelven al trabajo, toman sus
herramientas, ocupan sus puestos en la excavación, los travesaños, la
rampa, los castillos como mástiles de acero para seguir construyendo
–con la fuerza de sus manos y sus espaldas–
Departamentos de sueño. Mientras lo hacen, olvidan el suyo. ¿Cuál será?
Hacia el atardecer, cansados, sudorosos, abandonan la obra negra y se
dispersan. En todas direcciones se oyen sus pasos lentos. Pronto se
esfuman y esa calle vuelv
e a quedar en silencio. Permanecerá así hasta mañana, cuando a las ocho en punto reaparezcan los constructores de sueños –de otros sueños–: los albañiles.
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