Carlos Bonfil
Desdibujamiento del cine mexicano.
En sus conclusiones sobre el festival de Cannes, Leonardo García Tsao
señaló hace dos días la escasa presencia de nuestro cine este año en el
encuentro fílmico más prestigioso del mundo. Resulta paradójico, por
decir lo menos, que precisamente durante el año de mayor producción
cinematográfica (140 largometrajes), no haya tenido México en Cannes, ni
remotamente, la relevancia de los años anteriores. Y que lejos de
aumentar el número de espectadores que ven cine mexicano, en realidad
haya disminuido este año, según cifras oficiales.
Cabe preguntarse si no existe una falla generalizada en el modo en
que se produce y consume cine mexicano en nuestro país. Más aún,
preguntarse si no se está desdibujando, en el camino, algo de su propia
identidad, de modo similar a como se van diluyendo las soberanías
nacionales como efecto de la globalización cultural y bajo la tiranía
del neoliberalismo económico.
Es una ironía que lo que aún consideramos buen cine mexicano no pueda
ser cabalmente apreciado por el público al que va dirigido debido a
políticas culturales tan erráticas como ineficaces. En lugar de ello, el
público mayoritario identifica hoy como cine de calidad no al realizado
por directores mexicanos en México, sino al realizado en inglés por un
talento nacional afincado y premiado en Hollywood. Y los grandes éxitos
de taquilla, aquellos pocos que sí compiten en nuestra cartelera con los
blockbusters, son películas de tramas tan previsibles y humorismo tan grueso como ¿Qué culpa tiene el niño?, de Gustavo Loza, un entretenimiento conformista claramente inspirado por el duopolio televisivo.
En estas condiciones, debería verse como una señal de alarma de que a
pesar de contar hoy México con una generación de jóvenes realizadores
verdaderamente talentosos, el Estado declara apoyar firmemente sus
producciones, para luego abdicar, por desidia o impotencia política, de
la responsabilidad de promoverlas, dentro del país, adecuadamente.
Una manera de compensar por la escasa visibilidad que nuestro cine de
calidad tiene en México, es seguir la trayectoria de sus mejores
talentos, descubiertos en los festivales, y señalar su fugaz presencia
en las pantallas. Un caso, entre muchos otros, es el de la cineasta
Katina Medina Mora, quien hace tres años presentó LuTo, su
primer largometraje, una película un tanto desigual sobre una relación
sentimental en crisis, en la que ya se insinuaba algo de lo que en Sabrás qué hacer conmigo,
su segundo trabajo, parece ser ahora un tema recurrente: la intensidad
del duelo por las oportunidades perdidas, tanto en el ámbito amoroso
como en el íntimo recuento del trato sostenido con familiares o personas
cercanas desaparecidas.
Medina Mora aborda con sobriedad un tema difícil, propicio al
desbordamiento melodramático o al lugar común de los manuales de
autoayuda, y lo hace concentrándose, de nueva cuenta, en una relación de
pareja sin insistir esta vez en sus desencuentros afectivos, sino en
ese punto de unión que supone la enfermedad del artista visual Nicolás
(Pablo Darqui), una epilepsia de tratamiento incierto, y la
vulnerabilidad emocional de Isabel (Ilse Salas, formidable), quien se
siente rechazada por la madre a la que cuida (Rosa María Bianchi),
incapaz esta última de sobreponerse a la pérdida, 15 años atrás, de su
primogénito.
La cinta se divide así en tres segmentos (Nicolás, Isabel, Isabel y
Nicolás), cada uno de los cuales representa una manera distinta de
narrar o dar un vuelco inesperado a la misma historia. Con este juego de
puntos de vista la directora juega con las nociones del azar y conduce
su relato a una conclusión dramática que nunca parece arbitraria o
abusiva, sino firmemente calibrada. Al lirismo y luminosidad de algunas
de sus secuencias filmadas bajo el agua en las costas caribeñas, donde
practica buceo la pareja, le contrapone el realismo muy crudo de las
crisis de epilepsia de un hombre que parece dispuesto a abandonar su
última batalla, y el encierro deprimente en que vive la madre de Isabel,
quien cada año experimenta en el recuerdo de su hijo desaparecido
repetidas muertes propias en una agonía prolongada.
Dueña de una mayor solvencia narrativa, y capaz de extraer lo mejor
de sus tres protagonistas, Medina Mora ofrece, sin estridencias
sentimentales, una cinta intimista y dura sobre la experiencia del
duelo, desde el que a la distancia parece insuperable hasta aquél que
por ser una anticipación del infortunio parece todavía más desgarrador.
Una meticulosa disección de los afectos, los miedos y la incertidumbre
frente a la enfermedad y la muerte. En este tipo de exploración
artística, muy en las antípodas del cine mexicano que hoy gusta más en
México, se cifra un poco la supervivencia de nuestro cine como una
creación cultural estimable.
Se exhibe en la Cineteca Nacional y en salas comerciales.
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