María Teresa Priego
MUna tan hermosa canción de Jacques Brel. “No me dejes”. Habla de un gran amor, del tiempo juntos, de malentendidos, de silencio, de separaciones, de pérdidas y de la posibilidad de recuperar lo perdido, si una logra imaginar las más mágicas promesas. Como en un sueño: recuperar lo que una -de tan absurda manera- imaginó que no podía ser, sino “para siempre”. ¿Cuáles son los “para siempre” de casi todas las infancias? La fantasía de la “eternidad” del padre y de la madre. La “eternidad” del mundo conocido. La fantasía de que el proceso de envejecimiento existe, por allá, extraviado en una isla remotísima a todos los océanos de distancia.
Un día va a suceder. Es inevitable. Pero nos queda
lejísimos. Aún cuando el momento llega, cuando los cuerpos traicionan,
cuando los órganos fallan, cuando los médicos nos miran asombrados por
que no entienden qué es exactamente lo que una no entiende, y entonces
dicen: “Ya son noventa años”. Una es capaz de responder: “Pues sí,
doctor, ya sé, ¿y eso qué tiene que ver? Extienden una receta. Más
análisis. ¿A ver, y eso qué tiene que ver? ¿Por qué se cansa? ¿Por qué
camina a pasitos tan cortos? ¿Por qué exhala esos suspiros tan dolidos y
tan profundos? ¿Por qué a veces se le olvidan las cosas? ¿Por qué no
acepto cuando se evade? ¿Por qué no lo entiendo?
Quizá soy yo la
que padece algún tipo de disfunción. Quizá soy yo la que tendría que
someterme a análisis de emergencia. ¿Por qué vivo la fragilidad de mi
padre como una insoportable desgarradura? Como si la vida cometiera la
peor y más sorprendente de las injusticias contra él. A veces, en lugar
de agradecer la privilegiada longitud de su vida, me peleo con la vida.
“A ver, vida, ¿cómo te atreves a jugarle chueco a mi papá? ¿Cómo se te
ocurre llenarle el cuerpo de trampas y amenazas? ¿Qué estás haciendo con
nuestro “para siempre”, mentirosa, falsa, desgraciada”.
Sí, desde
mi balcón me he hecho de palabras con la vida. Y ella, generosa, por
momentos se toma la molestia de lanzarme alguna respuesta: el brillo de
la luna sobre la Laguna de las Ilusiones. La llamada de mi hijo y
mirarlo desgreñado y con su taza de café en la mano. Volverle a contar a
mi papá que sus nietos están muy bien, y que lo aman. Sonríe. Ahora
sonríe distinto, es como si hubiera recuperado una inocencia de
infancia. Sonríe con una gratitud tal, que me dan ganas de ponerme a
llorar. Si lloro frente a él me va a decir lo de siempre: “Mi hija
creció y creció, pero la cabeza, se le quedó muy chiquita”. “Como de
chorlo, papá”. “Eso, pobrecita. Por eso nunca aprendiste a contar”. Es
cierto que no sé contar. Ni multiplicar, ni dividir. Nunca pude
aprender. Tal vez por eso el argumento tan rotundo y racional de: “ya
son 90 años”, no se me da.
A veces, toma la mano de mi mamé y
cuando sus dedos se enredan, me murmura: “lo logré, la tengo atrapada”, y
hace esa carita cómplice, ante la cual casi podría olvidarme de que es
mi padre, a tal punto me parece mi hijo. Me gusta secarle sus pies y
ponerle sus calcetines. Se rebela un poquito y allí siento de nuevo ese
anhelo intenso de maternarlo. Casi quisiera decirle: “Soy María, papá.
Soy tu mamá y regresé un ratito para que no tengas frío”. Porque él, que
vivió quejándose del calor, ahora vive con frío. “Han cambiado las
temperaturas en Tabasco, hay corrientes de aire helado por todos lados”.
Y una asándose. Allí a su lado. Mirando como se desliza en el sueño por
ratos y como se despierta sobresaltado. Hay un calor infame en la
habitación cerrada, no podemos prender el aire, ni el ventilador. Y sin
embargo, es verdad que cuando se despierta gritando un nombre, cada vez
grita un nombre, percibo las corrientes heladas. Se llama miedo, creo.
Se instalan esas corrientes que les digo, a mitad del pecho, y luego te
ocupan de los cabellos hasta las puntas de los pies. Mi peor miedo es no
ser capaz de detener su miedo. No saber cómo llegar allí, donde está
solo. Enfrentados su miedo y él.
Camina por la casa durante el
día. Se cansa pronto. Mira el pasillo, “siento que me voy a caer, tengo
que llegar hasta la cama”. No acepta ayuda. Vamos despacito. Se aproxima
a su objetivo. Roza el borde de la cama, levanta sus brazos en alto y
me dice: “lo logré”, con una sonrisa llena de orgullo. “Eso, papá,
¡triunfaste!” Como cuando en el río Puyacatengo, un amigo estuvo a punto
de ahogarse y mi papá saltó al agua, braceó como un loco y estuvo a su
lado en segundos. Mi papá de 90 años llegando hasta el borde de la cama.
Mi papá joven, alcanzando el borde del río, nadando con un brazo y
sosteniendo fuera del agua la cabeza adolescente del Chelito. Así va
cada día. Cada acción suya, me recuerda otra. Como viviendo en tiempos
paralelos: mi padre hoy y mi padre entonces.
No logro separar la
realidad de la memoria. No logro deprenderme del pasado. Mirar hoy la
realidad. Y aceptarla. No lo logro. Él tampoco. Se deja caer en la cama,
se recuesta derechito y con los brazos extendidos y me dice: “Mírame
bien, ya estoy muerto”. Y se ríe mucho de su “chiste”. “Estoy
practicando a estar muerto”. A mi papá le gusta jugar. Me recuesto junto
a él y le digo: “Pues dado que te escucho, lo más probable es que yo
también”. La desgarradura nos acompaña. Ahora le gusta jugar a estas
cosas. “Eres una muertita muy guapa, hija”. Y vuelta al pasado: los
cuerpos de mi padre y de mis hermanos cubiertos de arena en Miramar. Las
pirámides que construía para nosotros en la orilla. Las ceremonias
tribales con brincos y cánticos cuando el mar avanzaba y se llevaba
nuestras obras. “Otra vez vamos a cenar ensalada de zanahoria con
chícharos y papa”. La playa en la noche, bañados de repelente
anti-mosquitos. Y la célebre ensalada de las familias mexicanas.
“Ne
me quitte pas”, cuenta la historia (“lo hemos visto seguido”, dice) de
ese volcán antiguo que recupera su fuego. Ese volcán: “al que creíamos
demasiado viejo” y se despierta de golpe en toda su fuerza. El volcán.
Se los puedo jurar. Jacques Brel así lo afirma. La escucho, como si
fuera posible. La escucho porque no logro entender todo lo que cambió y
sigue cambiando, aunque lo escriba tantas veces. Junto a los pasos ahora
cortitos de mi padre, en paralelo, en algún lugar de mi memoria lo miro
avanzar fuerte y seguro, a grandes zancadas, con su amadísimo perro
Nohosh (como Nohosh Tata, en maya: El Gran sacerdote), al borde de
nuestro mar nuestro.
Repetir ese juego de infancia: colocar los
dos pies dentro de las huellas del padre en la arena y dar un salto
hasta su otra huella, y hasta su otra huella. Hasta que el agua comienza
y él se lanza hacia el fondo, en un clavado espectacular. Nohosh nada
inquieto mirando hacia todos lados, hasta que lo ve aparecer. Está
contento Nohosh. Estamos muy contentos. Yo aplaudía entonces y aplaudo
ahora: ¡Lo lograste, papá! Es el mismo esfuerzo: aquellas brazadas que
me pasmaban en mi infancia, este avanzar despacito para rodear la mesa y
darle un beso a mi mamá. Ne me quitte pas, mi Tarzán. Sígueme diciendo
con aires de sorpresa: “Esto debe ser la vejez”, o, “Nunca en mi vida se
me vuelve a ocurrir ser viejo, ha sido una pésima idea”. Tú, como los
volcanes: todo puede recomenzar.
Por si se les antoja escucharla:
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