La historia del gasolinazo
no inició el pasado 1 de enero con el alza de hasta 20 por ciento al
precio de las gasolinas y el diésel, sino mucho tiempo antes con el
desmantelamiento gradual, pero sistemático, de la industria petroquímica
estatal.
El
resultado: la cadena de valor en materia energética está destrozada. La
falta de mantenimiento a los complejos petroquímicos para inducir su
privatización –sustentada en la reforma energética que impulsó el
gobierno de Enrique Peña Nieto– es uno de los principales componentes de
esta crisis.
Otro factor que se sumó a la estrategia de
desmantelamiento fue la artificial carencia de insumos: Petróleos
Mexicanos (Pemex) dejó de proporcionar materia prima suficiente a sus
propias subsidiarias, y con ello se impidió la producción de más
gasolinas y destilados. Esto trajo como consecuencia el aumento de las
importaciones –cuyo costo ascendió a 9 mil 576 millones de dólares entre
enero y noviembre de 2016, sólo para el caso de las gasolinas– y el
paro parcial de las plantas petroquímicas.
La petrolera estatal también es responsable de impulsar una venta de garaje,
como si sus plantas dedicadas a la transformación energética fueran
chatarra. Pero, ojo, no lo son: la industria petroquímica cuenta con
tecnología de punta y varios de sus complejos se han reconfigurado con
inversiones multimillonarias pagadas con el erario.
Así, poco
antes de que el gobierno anunciara la más reciente y profunda alza de
los precios, a la que popularmente se le ha llamado gasolinazo
–pero que también afecta al combustible más indispensable para mover
mercancías, el diésel–, se profundizó la estrategia de destrucción del
sector.
De ello dio cuenta la organización sindical independiente
Unión Nacional de Técnicos y Profesionistas Petroleros (Untypp), que en
diciembre de 2016 denunció el cierre definitivo de una planta del
Complejo Petroquímico Morelos, productora de petroquímicos, ocurrido en
noviembre del año pasado.
También reveló que un mes antes, en
octubre, Pemex había clausurado cinco plantas de la refinería Riama de
Salamanca, productora de las gasolinas Premium y Magna, Ultra Bajo
Azufre (UBA), diésel, turbosina y asfalto. Estos cierres se sumaron al
acelerado proceso de desmantelamiento del capital técnico y de los
bienes de las propias refinerías.
Parte de esta misma táctica fue
la cancelación de la Refinería Bicentenario, a pesar de que ya se tenía
el terreno y se había construido una muy cara barda perimetral (que
costó a los mexicanos más de 100 millones de pesos). El proyecto fue uno
de los tantos elefantes blancos de Felipe Calderón, al que contribuyó, con su cancelación definitiva, Peña Nieto.
Estas
decisiones y acciones, contrarias al interés de la mayoría, han
derivado en que México haya pasado de ser un país productor a ser
importador neto de combustibles (no sólo de gasolinas, sino de otros
productos incluido el crudo).
De acuerdo con la información más
reciente de Pemex, en el periodo de enero a noviembre de 2016 se
importaron, en promedio, 484.6 mil barriles diarios de gasolina, cuyo
costo superó los 9 mil millones de dólares. En 2015, la importación de
este combustible alcanzó los 427.1 mil barriles por día; en 2014, los
370.5 mil barriles; y en 2013, 358.7 mil barriles diarios, en promedio.
En
el caso del diésel, uno de los principales insumos de la industria del
autotransporte, Petróleos Mexicanos admite que se importaron 107.1 mil
barriles diarios, en promedio, en 2013; 132.9 mil barriles al día en
2014; para 2015, el promedio aumentó a 145.3 mil barriles, y entre enero
y noviembre de 2016, a 178.7 mil barriles cada 24 horas.
Las
cifras de la petrolera estatal reportan, además, la creciente
importación de otros productos, como gas licuado, combustóleo, gas
natural y petroquímicos. Además, la destrucción de la industria también
impactó en otros energéticos: en 2013, México empezó a importar gas
natural licuado, se desprende de la propia información de Pemex.
Aunque
desde el sexenio de Felipe Calderón se han dado estas acciones de
desmantelamiento, la crisis se ha profundizado en el actual gobierno. Y
de ello hay responsables, empezando por los inquilinos de Los Pinos y
todos los que conforman y han formado parte del Consejo de
Administración de Petróleos Mexicanos, incluidos secretarios de Estado.
Pero
las consecuencias no las pagan esos responsables, sino el pueblo: el
alza de los insumos –incluidos los de la canasta básica alimentaria–, de
los bienes y servicios que indudablemente provocará este nuevo gasolinazo se cargará a la gente como impuestos indirectos, sin importar que el gobierno asegure lo contrario.
Atrás quedaron los años del petropaís y de la bonanza energética, no por falta de materia prima sino por la corrupción y el entreguismo de autoridades y gobiernos.
Pero el contexto en el que se dio el nuevo gasolinazo
no acaba ahí. El ajuste de los precios también obedece a la
liberalización del mercado de las gasolinas y diésel: para los
empresarios interesados en este sector, de entrada, aumentaron hasta en
un 20 por ciento sus posibilidades de ingreso. Así, para los
inversionistas, el alza desmedida e injustificada de los precios de los
combustibles ha hecho mucho más atractivo el mercado.
Por si este
costo no fuera poco, la gasolina que se importa y que seguirá entrando
al país es altamente contaminante, pues se carece de estrictos
estándares que procuren la calidad de los combustibles.
Hace un
tiempo, un funcionario de Pemex me confió que México había aceptado
importar gasolinas sucias que están prohibidas en Estados desarrollados,
como los de la Unión Europea y el propio Estados Unidos. Ello, como
parte de acuerdos no escritos que permiten a los gobiernos en turno
acceder a créditos de instituciones internacionales.
La
consecuencia la hemos padecido con las contingencias ambientales que
hemos enfrentado en los últimos meses. Para equilibrar las cosas, las
protestas pacíficas contra el gasolinazo no sólo son legítimas, sino necesarias.
Nancy Flores
[BLOQUE: OPINIÓN][SECCIÓN: AGENDA DE LA CORRUPCIÓN]
Contralínea 522 / del 15 al 21 de Enero 2017
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