70 Festival Internacional de Cine de Cannes
Cannes.
Un accidente en la primera proyección
del día vino a dar un involuntario comentario sobre el controvertido
tema de si es legítimo programar películas en festivales, que luego sólo
se verán en plataformas digitales. Okja, la producción de
Netflix, dirigida por el sudcoreano Bong Joon Ho se comenzó a ver con el
cuadro rebasado sobre las cortinas, lo cual motivó rechifla y pataleo
entre el público. Parecía un comercial de Netflix:
¿Quiere verla correctamente exhibida? Véala en su casa.
Ya corregido el error –la disculpa del departamento de prensa del
festival fue inmediata–, la película resultó una decepción para quienes
admiramos los anteriores trabajos de Bong, El huésped (2006) y El expreso del miedo
(2013). Se trata de una obvia sátira sobre el corporativismo
trasnacional y al mismo tiempo una aventura ñoña sobre una niña y su
mascota.
En su primera e inspirada secuencia, prácticamente se agota el
contenido satírico cuando Lucy Mirando (Tilda Swinton en plan Ivanka
Trump) anuncia un concurso de criar supercerdos, que ayudarán a
disminuir el problema alimenticio en el mundo. Uno de estos híbridos, la
criatura titular, se ha criado en las montañas de Corea del Sur, a
cargo de la pequeña Mija (la antipática An Seo Hyun). La campaña
publicitaria de la Corporación Mirando obliga a que el animal sea
transportado a Nueva York para el concurso, no obstante la oposición de
la niña. En el camino, unos activistas del Frente de Liberación Animal
tratarán de rescatar a Okja, pero ellos tienen su propia agenda política.
Todos esos elementos dan pie a una vertiginosa narrativa que, sin
embargo, se vuelve cansina, pues el mensaje se reitera de manera
machacona, como si alguien pensara que una trasnacional gringa podría
ser benigna. Además, el supercerdo –impecable creación digital, claro–
demuestra ser una bestia mucho menos carismática que un porcino de
verdad.
Más intrigante fue la película húngara Jupiter’s Moon (La luna de Júpiter), de Kornél Mundruczó. Como en su anterior Hagen y yo (2014),
el realizador intenta una alegoría social, aunque en este caso es
bastante ambigua. Un grupo de refugiados sirios es detenido en la
frontera húngara y el joven Aryan (Zsombor Jéger) es tiroteado por un
policía. En lugar de morir, el hombre se eleva por los cielos, cosa que
el doctor Stern (Merab Ninidze) tratará de explotar financieramente.
¿Qué es Aryan? ¿Un emblema de todos los refugiados en el mundo? ¿Un
símbolo cristiano de redención? Mundruczó no suelta pista alguna, pero
filma con una cámara desatada que, en largos planos secuencias, persigue
a sus personajes a ritmo de thriller. En ese intento de plantear un tema metafísico en términos visualmente emocionantes, la película evoca a Posesión (1981), de Andrzej Zulawski. El resultado final es frustrante porque el cineasta deja escapar su potencial.
Fuera de competencia pudo verse la conmovedora Visages villages (Rostros aldeas), de
Agnés Varda y el fotógrafo conceptual conocido como JR. No puede menos
que admirarse a una mujer de casi 90 años todavía interesada en hacer un
cine fresco y personal. En una especie de road movie documental,
ella y su joven colaborador se lanzan a hablar y a tomar fotos con la
gente de clase obrera que se encuentra en el camino. Al final, Varda
arregla una reunión con el único otro sobreviviente de la Nueva Ola
francesa, Jean-Luc Godard. Con su acostumbrada misantropía, éste la deja
plantada, escribiéndole un mensaje críptico que molesta a la cineasta.
La decepción de Varda, al borde de la lágrima, es muy expresiva.
Twitter: @walyder
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