El albergue de Mamá Rosa, en Zamora, Michoacán. Foto: AP / Rebecca Blackwell Por Arturo Rodríguez García En el segundo año de gobierno de Enrique Peña Nieto, un despliegue inusual de policías, funcionarios y aparato comunicacional convirtió en objeto de escarnio el albergue “La Gran Familia”, en Zamora, Michoacán, y a su fundadora, una anciana conocida como Mamá Rosa, en la imagen de la villanía, acusada de secuestro, trata de personas y delincuencia organizada. Ese despliegue, inusual por lo menos, se inscribía en el contexto de la agenda nacional que culminaba el proceso de reformas estructurales, y en lo local, en Michoacán, de poblaciones cansadas de la violencia, que aparentemente decidieron o fueron inducidas a tomar en sus manos la seguridad pública, como en lo asistencial lo hacía la propia Mamá Rosa. La mujer no fue procesada, como no lo fue la mayor parte de su equipo de colaboradores. Luego, todo acabó. La proliferación de albergues para niños abandonados o receptores de niños internos por familias que padecen precariedad económica se ha convertido en un cíclico asunto mediático para el que no existe voluntad política ni respuesta gubernamental definitiva. De norte a sur, en la última década se conocieron los casos de La Casita en Cancún (Quintana Roo) y Caifac en Monterrey (Nuevo León); de Casitas del Sur en la Ciudad de México, de La Gran Familia en Zamora (Michoacán) y, por estos días, de Ciudad del Niño en Salamanca, Guanajuato. En la mayoría de esos, los casos conocidos, el común denominador es que la dupla política-religión está en el centro de los escándalos. En La Casita, era directiva una importante funcionaria de la procuración de justicia; en Casitas del Sur, los nombres de Dylcia Samantha Espinoza de los Monteros y de Maricela Morales fueron mencionados por las víctimas por su filiación evangélica y presunta relación con la Iglesia Cristina Restaurada que la administraba. Nadie investigó los vínculos. En Caifac, uno de los directivos y líderes religiosos era Sergio Canavati Ayub, a quien se le atribuyó parentesco con Ricardo Canavati Tafich, un influyente político priísta que fue alcalde de Monterrey y cuya hija, Elenitza, era en tiempos de operación de Caifac, directora de Voluntariado en el sistema DIF Nuevo León, es decir, el área que se encarga de la relación con organizaciones civiles asistenciales y altruistas, como el albergue del escándalo al que el DIF envió niños. No obstante, los Canavati del PRI rechazaron relación con el Canavati imputado. Con Mamá Rosa, las relaciones escalaban a otro nivel: emblemática de su influencia, una fotografía la coloca entre Felipe Calderón y Margarita Zavala, otras con el perredista Leonel Godoy. Abiertamente, Vicente Fox y Marta Sahagún declararon cercanía y apoyo. Esa cercanía de Fox y Marta se repite ahora con La Ciudad del Niño, casa administrada por el cura Pedro Gutiérrez Farías, a quien se le acusa de abuso sexual de menores, tratos crueles, inhumanos y degradantes, entre otros. La Iglesia, en ese caso, ha brindado su protección al sacerdote, mientras que el gobierno del panista Miguel Márquez permanece tan inmóvil que ya la Red por los Derechos de la Infancia en México le exigió deje de brindar protección política al presunto pedófilo. Además, exhortó al gobierno federal a conocer el caso. A diferencia de la Gran Familia, para la Ciudad de los Niños el gobierno de Peña Nieto no ordenó macro operativo. La Ley General de Niñas, Niños y Adolescentes no está resultando lo suficientemente operativa, y precisamente la Iglesia es la más activa en combatir el ordenamiento desde su jerarquía y con laicos como los del Bus Naranja. La relación iglesias-Estado, una vez más, falta al deber de cuidado que corresponde al interés superior que supone la infancia al orientar el caso a la impunidad, facilita la repetición y deja un mensaje claro: en los casos de abuso sexual y trata de niños vulnerables en albergues, políticos y religiosos son los culpables. www.notassinpauta.com
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