Por
Graciela Bensusán
,
(Proceso).- La reforma al artículo 123
constitucional del 24 de febrero de 2017 fue una estrella fugaz.
Prometió el fin del tripartismo en el sistema de justicia laboral, un
esquema que por décadas fue el soporte del régimen corporativo-estatista
que, en el contexto del modelo exportador, generó pocos ganadores y
muchos perdedores, y entregó a un órgano nacional autónomo el registro
de los sindicatos y los contratos colectivos, terminando con la
ineficiente distribución de competencias entre los ámbitos federal y
local.
Fue precisamente en el ámbito local donde hubo mayor inequidad entre
las organizaciones sindicales contendientes y la influencia de los
gobernadores en los conflictos laborales frustró el acceso a la justicia
para los trabajadores y sindicatos independientes. La medida
legislativa parecía una excelente noticia.
Más tardamos en asimilar la importancia de estos cambios para
transitar por fin al siglo XXI, que sus oponentes en diseñar una
iniciativa de ley reglamentaria que amenaza con llevarnos al siglo XIX,
cuando la unilateralidad patronal decidía las condiciones de trabajo.
Como ha venido sucediendo en las últimas cuatro décadas bajo los
imperativos de un modelo económico probadamente fallido, el viejo
sindicalismo reclama seguir beneficiándose de un arreglo que obliga a
pagar el precio de su complicidad y corrupción para facilitar la más
extrema flexibilidad laboral y los salarios más bajos de la región.
A su vez, gran parte del sector empresarial sigue resistiéndose a
aceptar un derecho humano fundamental: la libertad sindical y de
negociación colectiva. Ni qué decir que el gobierno actual cobija estos
intereses ilegítimos en un juego tramposo en el que después de dar un
paso adelante con la reforma constitucional, busca la complicidad del
sindicalismo para dar dos pasos atrás.
La iniciativa reglamentaria del 123 constitucional –presentada por
dos conspicuos senadores de la CTM y la CROC el 7 de diciembre último,
en medio de conflictos entre ambas centrales por intereses internos,
ajenos a los de los trabajadores– está plagada de reglas que transgreden
los principios constitucionales. Incluso eliminan los avances que la
reforma de la Ley Federal del Trabajo (LFT) de 2012 impuso a favor de
los trabajadores al restringir la libertad patronal de subcontratación.
Entre los más graves retrocesos está la pretensión de eliminar el
recuento previo del voto de los trabajadores para negociar
colectivamente, reservado en la iniciativa a los casos en que la demanda
se tramite vía el emplazamiento a huelga. Como hasta ahora, bastaría el
acuerdo con el empleador para que el sindicato acredite su
representatividad con la pura documentación, sin consulta a sus
agremiados, lo que dará nueva vida a los contratos colectivos de
protección al empleador.
Es igualmente inaceptable incluir la representación de sindicatos y
empleadores en el órgano autónomo encargado del registro de los
sindicatos y contratos colectivos a nivel nacional, así como de
conciliar los conflictos laborales a nivel federal, a la par que se
otorga a un órgano administrativo competencias jurisdiccionales en la
resolución de conflictos colectivos que corresponden al Poder Judicial.
En la respuesta del gobierno de México a la queja que la Confederación
Sindical Internacional (CSI) presentó a la Organización Internacional
del Trabajo, se aclara que “esta propuesta no tiene identificación de
organización sindical alguna para esta integración (por lo que) la
participación en su órgano de gobierno se determina a partir de un
criterio de representatividad numérica, de la cual se tiene certeza a
partir de los registros sindicales con que cuenta la autoridad”.
Esta respuesta merece tres comentarios. Primero, permitir que la
representación de los sindicatos y de los empleadores tenga voz en el
órgano que resuelve el registro de sindicatos y contratos colectivos es
llevar al órgano de nueva creación un conflicto de interés que estuvo
históricamente presente en las juntas locales de Conciliación y
Arbitraje.
En segundo lugar, la Secretaría de Trabajo y Previsión Social (STPS),
que firmó la respuesta a la CSI, quiere hacernos creer que la
representatividad numérica de las organizaciones sindicales, de acuerdo
con sus registros o los de las juntas locales de conciliación, goza de
alguna credibilidad, cuando se trata de mayorías artificiales. La
autonomía del nuevo órgano y el voto de los trabajadores son los que
ayudarían a legitimar, si se quiere de manera gradual, a la
representación sindical.
Por último, otorgar a un órgano administrativo así integrado
funciones que van más allá de la conciliación y competen a la justicia
laboral en temas de contratación colectiva y derecho de huelga, anularía
los aciertos de la reforma constitucional al trasladar los conflictos
laborales a un ámbito independiente con las garantías del debido
proceso.
La recomendación, aparentemente girada desde la STPS, para que las
legislaturas locales adopten leyes que establezcan la estructura
tripartita de los órganos locales de conciliación y regulen su
operación, ignorando que constitucionalmente ésta es una facultad
exclusiva del Congreso de la Unión, es preocupante. El único apoyo
jurídico sería una disposición transitoria en el artículo 123 que ordena
que las legislaturas de los estados hagan las adecuaciones necesarias
para cumplir con dicho precepto. ¿De verdad se quiere otorgar a las
legislaturas locales competencia para legislar en materia de trabajo o
es una estratagema de dudosa constitucionalidad para salir del paso ante
las objeciones a la reforma?
Un escenario como el actual, en donde un muy competido y polarizado
proceso electoral opaca temas cruciales de la agenda nacional, aunado al
poco interés que el devenir de la institucionalidad laboral genera en
diversos sectores de la sociedad, abre el paso a estas maniobras.
Parecería que sólo la presión externa, que llevó al gobierno a presentar
la iniciativa de reforma en el marco de las negociaciones del Acuerdo
Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, por sus siglas en inglés),
logrando en menos de 10 meses las mayorías necesarias para su
aprobación, podría obligar a desandar este sinuoso camino. Sin embargo,
reglamentar los principios constitucionales en este contexto es
desaconsejable. La reforma de la LFT de 2012 se logró después del
proceso electoral de ese año y resultó del acuerdo entre el presidente
saliente y el candidato ganador, apoyado por legisladores de los tres
partidos políticos mayoritarios. Cualquier reglamentación regresiva
carecerá hoy de legitimidad y, más que resolver, complicará la urgente
necesidad de incluir a los trabajadores entre los beneficiarios del
proceso económico, toda vez que el mercado laboral es el principal
generador de pobreza y desigualdad y, por ende, una traba para el
crecimiento y el desarrollo.
*Profesora de la UAM-Xochimilco
Este análisis se publicó el 4 de febrero de 2018 en la edición 2153 de la revista Proceso.
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