3/27/2019

Orgullo y baches



Hay un asunto, entre otros muchos, que el neoliberalismo nunca saldó a su favor. Tal vez subsistiría como opción si los caminos y las calles citadinas del país estuvieran libres de obstáculos, trampas mortales y baches. No ha sucedido de esa manera. Por el contrario, tal parecía que el mal se agravaba cada año.
Las lluvias no hacen sino profundizar tan insoluto problema. Nunca hubo previsión presupuestal suficiente, al menos, para iniciar un proceso de reposición de la cinta asfáltica.
No lo hubo a la altura de la federación, de los estados o los municipios. Todos, sin excepción están en falta, unos más graves que otros.
No importa aquí que sea en el norte, con menos lluvias, que en el sur con sus torrentes feroces, sin piedad destructores del pavimento.
Todos, casi al unísono, escatimaron recursos para que choferes y acompañantes pudieran gozar de cierta tersura caminera. Previsiones de haberes que pudieran, en el lapso de cierto número de años, recomponer el fenómeno destructivo de llantas, suspensiones y carrocerías aflojadas y trastabillantes por causa del tironeo, inmisericorde, recibido.
Millones de golpes por año en cualquier tipo de vehículos no pueden quedar impunes.
En ocasiones, más comunes que raras, se daña bastante más que esas pocas partes de un automóvil, camión o cualquier tipo de transporte que transite por tan defectuosas vialidades.
Si eso sucede en los aparatos, lo que se ocasiona a la humanidad de las personas debe de considerarse en lugar privilegiado. Los baches son causantes de dolores de espalda, de nuca, de cabeza y piernas, de vista, tensión nerviosa y oídos, dolencias y males que no han sido cuantificados.
Aunque sin duda alguna quedarán registrados por sus consecuencias en cualquier estudio médico posterior. El ninguneo que se hace de dicha problemática, a la altura de la toma de decisiones gubernamentales, es rampante, ofensiva. Simplemente se le sitúa, con gran desparpajo, como un daño colateral menor.
Afectan a todos los usuarios
Todavía más indolente aún se le piensa como problema de los conjuntos poblacionales que usan vehículos personales y, no, como un mal generalizado en la ciudadanía.
La mayoría de los individuos usan, para su movilidad, transportes colectivos que, por lo general, tienen peores condiciones en suspensiones y carrocerías.
En estos meses transcurridos del nuevo gobierno no parece que las circunstancias prevalecientes cambiarán.
En la administración citadina de la gran ciudad no ha empezado trabajo alguno para reparar el lastimoso estado de las vialidades y las lluvias están al asecho. Casi no hay alguna vía libre de baches o coladeras hundidas y tapaderas abiertas.
Aún las principales rutas de esta capital tienen partes defectuosas. Los pasos a desnivel son todavía más peligrosos, la oscuridad que apaga la vista del chofer, hace trampas anegadas e inclusive inescapables zanjas. Pero las calles secundarias o las de los barrios y pueblos remotos son, en realidad, una verdadera tragedia. Presentan más obstáculos que cinta asfáltica a la cual hay necesidad de sacarle vuelta.
Un recorrido por las autopistas de paga pueden testificar el mal estado de su carpeta o, aún, de su recubrimiento de concreto cuando lo hay.
Ninguna carpeta asfáltica se salva
Los segundos pisos, los de cuota inclusive, tienen grietas, raspaduras profundas que hacen trastabillar los automóviles y a sus ocupantes.
Al poco tiempo de reparar alguna vialidad, le caen encima, como marabunta indetenible, las cuadrillas de operarios encargados de las zanjas del suelo para el agua, los teléfonos, el desagüe, el gas, la luz o demás servicios que, después de varios días de dejar tajos al cielo, los tapan con montículos que hacen de la calle un acordeón lleno de pasión por el malestar de los usuarios. Todos ellos son votantes.
No es raro oír que muchos de ellos estarían dispuestos a elegir, a cualquier proponente, si tan sólo prometiera una cosa: saldar el bacherío, neciamente prevaleciente.
No conozco estudio alguno que haya calculado el costo de no contar con vialidades en buen estado, tanto en su diseño como en mantenimiento. De seguro serán miles, cientos de millones de pesos al año.
El parque vehicular se deteriora a pasos agigantados en tan anormales circunstancias. Las horas adicionales empleadas en los traslados se apilan sobre el estrés ocasionado dando como resultado desembolsos no previstos en salud. La ineficiencia se multiplica por miles de horas perdidas en embotellamientos, en buena parte debido a deficiencias viales.
La tan cacareada productividad se queda enterrada ahí mismo.
Lo trascendente de este penoso caso se inscribe en una vertiente adicional: la dignidad ciudadana abollada o el orgullo extraviado.
Constatar, día a día, la incapacidad para diseñar, construir y mantener rutas, caminos, calles, autopistas adecuadas para una modernidad ansiada, disminuye el aprecio personal.
Este costo debía ser impagable y con el debido respeto protestable.

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