Hay un asunto, entre otros
muchos, que el neoliberalismo nunca saldó a su favor. Tal vez
subsistiría como opción si los caminos y las calles citadinas del país
estuvieran libres de obstáculos, trampas mortales y baches. No ha
sucedido de esa manera. Por el contrario, tal parecía que el mal se
agravaba cada año.
Las lluvias no hacen sino profundizar tan insoluto problema. Nunca
hubo previsión presupuestal suficiente, al menos, para iniciar un
proceso de reposición de la cinta asfáltica.
No lo hubo a la altura de la federación, de los estados o los
municipios. Todos, sin excepción están en falta, unos más graves que
otros.
No importa aquí que sea en el norte, con menos lluvias, que en el sur
con sus torrentes feroces, sin piedad destructores del pavimento.
Todos, casi al unísono, escatimaron recursos para que choferes y
acompañantes pudieran gozar de cierta tersura caminera. Previsiones de
haberes que pudieran, en el lapso de cierto número de años, recomponer
el fenómeno destructivo de llantas, suspensiones y carrocerías aflojadas
y trastabillantes por causa del tironeo, inmisericorde, recibido.
Millones de golpes por año en cualquier tipo de vehículos no pueden quedar impunes.
En ocasiones, más comunes que raras, se daña bastante más que esas
pocas partes de un automóvil, camión o cualquier tipo de transporte que
transite por tan defectuosas vialidades.
Si eso sucede en los aparatos, lo que se ocasiona a la humanidad de
las personas debe de considerarse en lugar privilegiado. Los baches son
causantes de dolores de espalda, de nuca, de cabeza y piernas, de vista,
tensión nerviosa y oídos, dolencias y males que no han sido
cuantificados.
Aunque sin duda alguna quedarán registrados por sus consecuencias en
cualquier estudio médico posterior. El ninguneo que se hace de dicha
problemática, a la altura de la toma de decisiones gubernamentales, es
rampante, ofensiva. Simplemente se le sitúa, con gran desparpajo, como
un daño colateral menor.
Afectan a todos los usuarios
Todavía más indolente aún se le piensa como problema de
los conjuntos poblacionales que usan vehículos personales y, no, como un
mal generalizado en la ciudadanía.
La mayoría de los individuos usan, para su movilidad, transportes
colectivos que, por lo general, tienen peores condiciones en
suspensiones y carrocerías.
En estos meses transcurridos del nuevo gobierno no parece que las circunstancias prevalecientes cambiarán.
En la administración citadina de la gran ciudad no ha empezado
trabajo alguno para reparar el lastimoso estado de las vialidades y las
lluvias están al asecho. Casi no hay alguna vía libre de baches o
coladeras hundidas y tapaderas abiertas.
Aún las principales rutas de esta capital tienen partes defectuosas.
Los pasos a desnivel son todavía más peligrosos, la oscuridad que apaga
la vista del chofer, hace trampas anegadas e inclusive inescapables
zanjas. Pero las calles secundarias o las de los barrios y pueblos
remotos son, en realidad, una verdadera tragedia. Presentan más
obstáculos que cinta asfáltica a la cual hay necesidad de sacarle
vuelta.
Un recorrido por las autopistas de paga pueden testificar el mal
estado de su carpeta o, aún, de su recubrimiento de concreto cuando lo
hay.
Ninguna carpeta asfáltica se salva
Los segundos pisos, los de cuota inclusive, tienen
grietas, raspaduras profundas que hacen trastabillar los automóviles y a
sus ocupantes.
Al poco tiempo de reparar alguna vialidad, le caen encima, como
marabunta indetenible, las cuadrillas de operarios encargados de las
zanjas del suelo para el agua, los teléfonos, el desagüe, el gas, la luz
o demás servicios que, después de varios días de dejar tajos al cielo,
los tapan con montículos que hacen de la calle un acordeón lleno de
pasión por el malestar de los usuarios. Todos ellos son votantes.
No es raro oír que muchos de ellos estarían dispuestos a elegir, a
cualquier proponente, si tan sólo prometiera una cosa: saldar el
bacherío, neciamente prevaleciente.
No conozco estudio alguno que haya calculado el costo de no contar
con vialidades en buen estado, tanto en su diseño como en mantenimiento.
De seguro serán miles, cientos de millones de pesos al año.
El parque vehicular se deteriora a pasos agigantados en tan anormales
circunstancias. Las horas adicionales empleadas en los traslados se
apilan sobre el estrés ocasionado dando como resultado desembolsos no
previstos en salud. La ineficiencia se multiplica por miles de horas
perdidas en embotellamientos, en buena parte debido a deficiencias
viales.
La tan cacareada productividad se queda enterrada ahí mismo.
Lo trascendente de este penoso caso se inscribe en una vertiente
adicional: la dignidad ciudadana abollada o el orgullo extraviado.
Constatar, día a día, la incapacidad para diseñar, construir y
mantener rutas, caminos, calles, autopistas adecuadas para una
modernidad ansiada, disminuye el aprecio personal.
Este costo debía ser impagable y con el
debido respetoprotestable.
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