Madrid,
24 abr. 12. AmecoPress.- La prostitución es un antiguo fenómeno social
que ha experimentado cambios muy profundos en los últimos treinta años,
relacionados con dos procesos sociales que están transformando el mundo
del siglo XXI y estrechamente vinculados a la crisis del contrato
sexual. Mujeres en distintas partes del mundo han conseguido derechos
y, además, los han ejercido. Por primera vez en la historia, grupos
reducidos, pero significativos, de mujeres pueden decir, y dicen, ’no’
a los varones.
Esa
primera parte del contrato sexual por el que cada varón se convierte en
dueño y señor de una mujer, y cuya expresión social legítima es el
matrimonio, ha entrado en crisis, pues ha dejado de ser la única opción
para muchas mujeres. Sin embargo, este hecho no debe oscurecer que
frente a esta mayor libertad para algunas mujeres, se encuentran otras
cuya situación ha empeorado visiblemente. Y con esta afirmación, me
estoy refiriendo a la segunda parte del contrato sexual, por la que un
reducido grupo de mujeres es asignado a todos los varones y cuya
expresión, socialmente reprobable, es la prostitución.
La idea que
argumentaré brevemente es que a medida que algunas mujeres pueden
desasirse del dominio masculino y conquistan parcelas de
individualidad, otras son más intensamente dominadas y explotadas por
el sistema patriarcal. Con la globalización neoliberal el rostro de la
prostitución ha cambiado decisivamente, pues de ser una realidad social
reducida se ha convertido en una gran industria global que moviliza
miles de millones de euros anuales.
Para
comprender la complejidad de esta práctica social hay que diferenciar
dos planos: el intelectual y el ético-normativo. Primero hay que
examinar la naturaleza y las causas de este fenómeno social y, en
consonancia con ese análisis intelectual, adoptar una posición
ético-normativa respecto a su existencia. Si el punto de partida, tras
estudiar la prostitución y las causas que la originan, es que esta
práctica social es una forma deseable de vida y no puede ser definida
como una forma de explotación sexual, entonces la conclusión lógica es
legalizar y reglamentar la prostitución. Si, por el contrario, se
considera la prostitución una forma inaceptable de vida, resultado del
sistema de hegemonía masculina, vinculada a la dominación patriarcal y
que vulnera los derechos humanos de las mujeres al convertir su cuerpo
en una mercancía y en un objeto para el placer sexual de otros,
entonces se concluye la imposibilidad de su legalización.
El punto de
partida ético-normativo, que compartimos quienes escribimos en este
monográfico, es que la prostitución es una realidad social que debe ser
erradicada porque es fuente inagotable de desigualdad y subordinación
para las mujeres que la ejercen y para las mujeres en general [1]. Para
ello es necesario distinguir el fenómeno social que es la prostitución
del colectivo concreto que son las mujeres prostituidas, pues esta
distinción nos permitirá criticar esa realidad social y al mismo tiempo
establecer elementos de solidaridad con las mujeres que la ejercen. En
otros términos, pondremos en tela de juicio la estructura de
subordinación y explotación sexual que subyace a la prostitución y, al
mismo tiempo, afirmamos nuestra solidaridad con las mujeres
prostituidas.
Naturalización de la prostitución
Uno de los
argumentos centrales de este debate hace referencia al estereotipo de
que la prostitución es el ’oficio más viejo del mundo’. En el
imaginario colectivo está profundamente arraigada la idea de que la
prostitución es una realidad que está más allá de lo cultural. Todo
fenómeno social para que pueda reproducirse a lo largo del tiempo tiene
que estar sometido a procesos permanentes de legitimación. La primera
legitimación de cualquier fenómeno social se encuentra en su propia
facticidad. El hecho de que haya existido durante largos periodos
históricos puede sugerir que forma parte de un ’orden natural’ de las
cosas imposible de alterar.
Si, además de
existir, también ha sobrevivido a intentos de acabar con esa realidad,
como, por ejemplo, la legislación prohibicionista, entonces parece que
tiene una fuerza que va más allá de lo puramente social. Uno de los
subtextos del imaginario de la prostitución sugiere que está
profundamente anclada en algún oscuro lugar de la naturaleza humana. Y
éste es, desde luego, uno de los problemas que obstaculizan una
posición crítica frente a la prostitución: su naturalización, pues con
esos argumentos se coloca a esta práctica social en el orden de lo
pre-político. En efecto, si el fundamento de esta práctica social está
en la naturaleza, entonces difícilmente podrá ser definida como una
institución y, por tanto, interpelada socialmente.
La invisibilidad del cliente
La
prostitución es una realidad social cada día más compleja debido tanto
al aumento creciente de los actores y procesos involucrados alrededor
de esta institución como a los significados e implicaciones ideológicas
que derivan de su existencia. En efecto, la prostitución hoy es una
gran empresa global, vinculada a la economía criminal, y en la que
intervienen muchos actores que se benefician de ese negocio: medios de
comunicación, empresarios del sexo, agencias de turismo sexual,
proxenetas, narcotraficantes o traficantes de mujeres. Sin embargo, los
actores principales, en primera instancia, son las mujeres que ejercen
la prostitución y los clientes que utilizan los servicios de estas
mujeres.
En el
imaginario colectivo, sin embargo, la prostitución está asociada a la
imagen de la puta. Y, sin embargo, no hay mujer prostituida sin
cliente. ¿Por qué el cliente ha sido invisibilizado en el imaginario de
la prostitución? La prostitución, sin embargo, no debe ser definida
como el oficio más antiguo del mundo sino como la actividad que
responde a la demanda más antigua del mundo: la de un hombre que quiere
acceder al cuerpo de una mujer y lo logra a cambio de un precio [2]. Lo
que queremos hacer notar es que la figura del cliente ha sido
silenciada como si fuese un elemento completamente secundario en esta
obra de teatro. Y este hecho es un claro indicador de la permisividad
social que existe hacia el prostituidor. De ahí la necesidad de mostrar
la asociación entre cliente y dominio masculino, pues solo así podrán
visibilizarse las relaciones de poder que están en el origen de la
prostitución.
Por eso es
necesario resignificar el imaginario de la prostitución y poner a los
clientes en el lugar que les corresponde. Es necesario señalar que esos
varones son algo más que consumidores y la prostitución no es una
práctica inocua sino que, como todas las demás, no puede desligarse de
las relaciones de poder que estructuran cada sociedad. En sociedades
patriarcales en las que los varones tienen una posición dominante
difícilmente podría pensarse que la prostitución es una realidad ajena
a las relaciones de poder entre los géneros.
En este
sentido es necesario retomar la categoría de patriarcado, pues sin la
misma perdería sentido la posición ético-normativa que mantenemos sobre
la prostitución. Si prescindimos de esta categoría que da nombre a esa
compleja estructura social nos quedamos sin las herramientas
intelectuales que hacen posible su comprensión. En efecto, la
prostitución, como realidad social, solo se hace legible a la luz de
esta estructura sistémica que organiza la sociedad asignando recursos y
derechos asimétricamente entre hombres y mujeres.
Consentimiento y coacción en las mujeres prostituidas
Un argumento
que aparece recurrentemente en la literatura sobre prostitución y que
está muy asentado en el imaginario colectivo es el de la legitimidad de
la relación entre la mujer prostituida y el prostituidor, siempre y
cuando las mujeres elijan libremente esa actividad. Sin embargo, ¿hasta
qué punto las mujeres en situación de prostitución, todas ellas pobres
y en algunos países, además, inmigrantes, pueden ser definidas como
libres a la hora de elegir la prostitución como forma de vida? Con esta
pregunta, queremos señalar que la cuestión del consentimiento es una
variable fundamental a la hora de adoptar una posición ética sobre la
prostitución.
¿Es un
contrato libre, y por ello legítimo, el que establece la mujer
prostituida y el cliente? La Modernidad se edificó sobre una nueva
relación social, la contractual, y la piedra angular de ese edificio
fue el consentimiento. La figura del individuo como sujeto político, la
configuración de una nueva clase hegemónica, la burguesía, y la
propuesta de un nuevo sistema político, la democracia son los elementos
centrales del nuevo mundo. Y es ahí donde precisamente adquiere sentido
la categoría de consentimiento. La Modernidad no aceptará la
instauración de sistemas políticos ni relaciones sociales que no estén
basados en un contrato basado en el consentimiento de sus miembros. No
podríamos entender la democracia ni el resto de las relaciones
sociales, incluido el matrimonio, fuera del contrato. Ese tipo de
relación contractual es históricamente nueva y surge como una conquista
frente a las relaciones sociales medievales, basadas en relaciones de
adscripción.
A fin de
comprender las relaciones sociales que se desarrollan entre el varón
prostituidor y la mujer prostituida es necesario hacer una reflexión
sobre la naturaleza del contrato y sobre la naturaleza del
consentimiento.
Rousseau
explica que un contrato firmado por dos partes en la que una de ellas
está dominada por la necesidad no es un contrato legítimo. Kant también
explica que no se puede ser al mismo tiempo cosa y persona, propiedad y
propietario. Estos filósofos sugieren que esos contratos podrán ser
legales, pero nunca legítimos porque la capacidad de decisión de quien
está dominado por la necesidad vicia ese consentimiento. En esa misma
línea, en el siglo XIX, Marx lanzaba una mirada crítica a los contratos
establecidos entre un burgués y un obrero, entre un empresario y un
trabajador, al poner en cuestión los contratos económicos basados en la
necesidad absoluta de una de las partes contratantes. Y de esta
argumentación se deriva una conclusión que ha estado en el fundamento
de todas las teorías críticas de la sociedad: no puede haber libertad
de contrato absoluto en sistemas sociales edificados sobre
dominaciones. Ya en el siglo XX, Carole Pateman analiza el contrato
entre prostituidor y mujer prostituida como carente de legitimidad,
pues esa relación se origina en un contrato sexual sobre el que se
edifican las sociedades patriarcales.
Nos interesa
señalar que la ilimitada libertad de contrato forma parte del núcleo
ideológico más duro del liberalismo y la crítica a esa libertad
absoluta forma parte de las señas de identidad de los pensamientos
críticos. La idea que queremos subrayar es que la libertad y el
consentimiento de las mujeres que llegan a la prostitución son
reducidos, pues están limitados por la pobreza, la falta de recursos
culturales, la escasa autonomía y en muchos casos por el abuso sexual
en la infancia. Y para que todo ello adquiera sentido hay que señalar
que esas realidades están inscritas en el marco de sociedades
patriarcales en las que los varones tienen una posición de hegemonía
sobre las mujeres.
Los análisis
que intentan justificar la prostitución como un contrato legítimo se
apoyan en argumentaciones funcionales al neoliberalismo, para cuya
ideología los contratos no deben tener límites. Los autores y autoras
que defienden la legitimidad de ese contrato fundamentándolo en la
voluntad del individuo, se olvidan que libertad y voluntad no coinciden
en muchas ocasiones.
Para concluir,
la prostitución como práctica social que consagra la explotación sexual
sólo puede ser combatida con más libertad y más igualdad para las
mujeres que se ven obligadas a ejercerla y todo ello en el marco de los
derechos humanos.
[1] CARRACEDO
BULLIDO, ROSARIO, "Feminismo y abolicionismo", en Crítica nº 940
(Madrid), 2006; pp. 37-41. [2] FERNÁNDEZ OLIVER, BLANCA, "La
prostitución a debate en España", en Documentación Social, nº 144
(Madrid), 2007; p. 89.
Foto: Archivo AmecoPress. La autora, Rosa Cobo Bedia.
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