El
suicidio del fundador de Botellita de Jerez no es el fracaso del #MeToo
y mucho menos del feminismo: es el fracaso del estado en brindar un
acceso efectivo a la justicia.
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“Nadie es más arrogante, violento, agresivo y desdeñoso
contra las mujeres, que un hombre inseguro de su propia virilidad”
Simonne de Beauvoir
Mi país es uno en el que menos del 4% de denuncias tienen algún
resultado. Esto significa que solo 4 de cada 100 denuncias tienen una
sentencia. En 25 de los 32 estados, el índice de impunidad rebasa el
60%. En el país donde crecí, la cifra negra que corresponde a los
delitos que no son denunciados, es aún más desalentadora: según el
Índice Global de Impunidad México 2018 elaborado por la por la
Universidad de las Américas de Puebla (UDLAP), 93 de cada 100 delitos no
son denunciados. El estado no tiene la capacidad de asegurar el acceso a la justicia de las personas, menos aún de las mujeres.
En mi país no hay conocimiento ni verdad, planteando que el asesinato
de una mujer por motivos de género es la máxima expresión de
violencia, el 70% de los feminicidas está catalogádo como “desconocidos”
mientras que el 30% de los agresores están ubicados como personas
conocidas por las víctimas, según los datos del Observatorio Ciudadano
Nacional del Feminicidio, OCNF. El estado no se ha preocupado en brindar
una cifra oficial. La mayoría de las mujeres asesinadas fueron
cuestionadas por la sociedad por encontrarse en la calle de noche, por
las prendas que vestían, por no haber abandonado a sus feminicidas o por
otras trivialidades con las que restaron responsibilidad a quienes les
arrebataron la vida.
En México, el país que yo amo, el estado no ha logrado, con efectividad, brindar cumplimiento a su razón fundamental de existencia: la seguridad.
Garantizar la seguridad de los habitantes, la justicia y el desarrollo
es la finalidad de un estado, las becas y dádivas sólo tendrían que
darse teniendo un suelo común asegurado: el de mantenernos con vida.
En las distintas violencias, las más frecuentes son las del espacio laboral, doméstico y educativo. En mi país, se acosa de manera normalizada, se viola de forma silenciosa y se burlan de las exigencias de justicia.
Un gran número de los que nacieron en mi país consideran que las
mujeres no deben estudiar, ni trabajar, ni liberarse, ni revelarse, ni
decirse “feministas”, ni exagerar, ni exigir, simple y sencillamente,
creen que solamente tenemos el derecho a resistir la realidad que nos haya tocado vivir, sin intentar transformarla.
En el fondo, todas resistimos aunque no todas resistimos lo mismo,
porque en una cultura de hostilidad para las mujeres que hipersexualiza a
la niñez, acosa a la juventud, estigmatiza a la adultez, santifica la
maternidad, criminaliza la decisión, juzga la libertad y discrimina a la
vejez, ser mujer implica de por sí, una larga lucha.
El movimiento #MeToo tan sólo ha visibilizado lo que por años ha ocurrido:
caricias incómodas de quienes ostentan el poder en los espacios
laborales, peticiones de encuentros sexuales a cambio de ascensos o
calificaciones, piropos no solicitados, pláticas sugerentes no
pedidas, besos “robados” y relaciones forzadas. Una cifra incalculable
de mujeres han abandonado sus empleos ante situaciones de presión
insoportables. Una cifra incalculable de mujeres han renunciado a sus
carreras porque alguien las hostigaba, y ni hablar de las mujeres que se
han suicidado por haber sido exhibidas en su intimidad, como Julissa,
de 19 años, quien se terminó con en Monclova, Coahuila tras la difusión
de fotografías íntimas sin su consentimiento.
¿Era necesario denunciar públicamente los abusos?
Claro que sí. Aun con las denuncias falsas que fueron promovidas
desde el machismo para evidenciar la falibilidad del movimiento. Aun con
las denuncias falsas realizadas por revanchas personales. Aun con las
determinaciones empresariales de despedir a trabajadores involucrados en
denuncias por acoso. Aun con todo, el Estado ha fallado en brindar seguridad, justicia y reparación del daño. Las
empresas han fallado en integrar mecanismos preventivos de acoso, en
abrir la posibilidad de realizar denuncias anónimas con investigaciones
internas sin persecuciones contra las denunciantes. Las universidades
han ignorado desapariciones, protestas, quejas y solicitudes de cambio
de profesores.
Cuando se comprobó a causa de los secuestros exprés que las autoridades eran impotentes para mantener seguras a las mujeres, tuvieron que aprender autodefensa.
Cuando se comprobó que los ministerios públicos eran incapaces de
integrar debidamente una carpeta de investigación, Irinea Buendía, madre
de Mariana Lima Buendía, tuvo que realizar por 10 años una
investigación profunda hasta brindar elementos suficientes para que la
Suprema Corte de Justicia fallara en su favor. Las madres
desesperadas resultaron ser más efectivas que el estado, con todo el
aparato de investigación y persecución de los delitos.
Como Irinea, cientos de madres emprenden búsquedas en fosas clandestinas hasta encontrar a sus hijas. El Estado falló en dar con la verdad.
¿El anonimato es el problema?
Cuando Marisela Escobedo exigió justicia por la muerte de su hija,
fue acribillada frente al Palacio de Gobierno de Chihuahua y falleció.
Cuando Yanelli denunció la violación que vivió tras viajar en un taxi
colectivo en el municipio de Huachinango, Puebla, por 2 asaltantes que
abordaron el vehículo, fue perseguida, estigmatizada y despedida de su
trabajo para “evitar problemas”. Después de la denuncia ante el
Ministerio Público realizada por Yanelli, dos hombres ingresaron a su
casa, la golpearon, ataron y violaron frente a su hija de dos años, además de tatuarle con una navaja en el pecho la palabra “PUTA” sólo por haberse atrevido a denunciar.
Casos sobran para explicar lo necesario que era tener un espacio administrado por mujeres para realizar denuncias.
El suicidio del fundador de Botellita de Jerez no es el fracaso del
#MeToo y mucho menos del feminismo: es el fracaso del estado en brindar
un acceso efectivo a la justicia. Un caso aislado, alentado por
diversos factores, nunca sería culpa de las cuentas de Twitter, de la
mujer que denunció un acoso sufrido a los 13 años ni de la carrera que,
supuestamente, se le terminaría ante la acusación.
Sin embargo, es cierto, la integridad e imagen pública de personas
fueron afectados con denuncias, a primera vista, que no correspondían ni
siquiera a las víctimas directas de un daño.
De #MeToo a #MeToo
Dejemos de mirar al feminismo y al movimiento #MeToo como un fenómeno de una sola cabeza. Aunque todas las cuentas en redes tienen el mismo origen, no todas son manejadas de la misma manera.
Para comprenderlo, debemos tener la conciencia de que las mujeres que
administran el #MeToo en los diferentes ámbitos, periodistas,
políticos, músicos, cine, fotografía y universidades no cuentan con la maquinaria del estado para realizar una investigación ni con la formación de jurista para determinar inocentes o culpables conforme a las leyes.
Ellas cumplieron con la misión de darle voz a las mujeres con miedo
que optaron por esta vía para compartir sus casos, partiendo de creerle a
las víctimas. Ellas cumplieron con creerle a quienes denunciaban como un mecanismo de justicia y de reparación simbólica del daño.
No podía ser de otra manera, más de mil mujeres han vivido la
experiencia de llegar a un Ministerio Público o contar un acoso a la
comunidad y que nadie crea en lo que se está denunciando. Con este
antecedente, es claro que habría falsas denuncias.
Sin embargo, es de reconocerse que fueron las mujeres del colectivo
PUM (Periodistas Unidas Mexicanas) quienes desempeñaron el papel más
serio y profesional de cara al movimiento. Ellas se encargaron de
verificar que las denunciantes fueran cuentas reales, que las agraviadas
tuvieran o hubieran tenido una relación laboral con el medio al
que pertenecía el sujeto al que denunciaban, que las denuncias hubieran
sido hechas por víctimas y narradas en primera persona, no así como las
denuncias de hechos cometidos contra terceras que no constaban a quienes
denunciaban.
Posiblemente, de seguirse lineamientos y criterios éticos básicos para publicar las denuncias, el movimiento no habría sido desacreditado al nivel que lo fue. Entre
más colectivo y grande sea un movimiento, más compleja es la
comunicación interna. En el punto más álgido de la crisis de
comunicación que enfrentaba el #MeToo ante el suicidio de Armando Vega
Gil, la cuenta que publicó su denuncia hizo comentarios fuera de lugar
sobre la muerte del occiso, asegurando que era una cobardía morir en vez
de enfrentar la justicia.
Un día de silencio sobre el tema, no necesariamente sobre las denuncias, habría bastado para que la integridad del movimiento se mantuviera intacta.
Lo que comenzó como un espacio liberador, muy pronto fue utilizado por
los liderazgos de opinión anti-mujeres para culpar a las feministas, a
las denunciantes y a las promoventes de terminar manchadas con el
silencio de esta muerte.
De por sí, los actos que realizamos las mujeres son desacreditados por es statu quo de manera constante. En este caso, les brindamos herramientas para plantear algo peor que la venganza: la inhumanidad.
Después de todo, un suicidio no determina la inocencia o la
culpabilidad de alguien, pero definitivamente, la gente suele sentirse
incómoda con señalar a un difunto por sus actos debido a que ya no puede
defenderse ni recibir algún castigo. Se torna algo ocioso, aun cuando
el derecho a la verdad exista.
Dentro de las cuentas que abanderaron el #MeToo, hubo algunas menos rigurosas que contribuyeron al tenso ambiente del sistema patriarcal en su intento de deslegitimar la causa.
Personalmente, realicé una solicitud a la cuenta @MeTooPoliticosMx para
verificar una denuncia que publicaron a nombre de una tercera persona
que no había sido víctima de los hechos que se describían, que además,
aseguraban la comisión de un delito grave, y fui ignorada.
Ni verificaron la denuncia, ni eliminaron la publicación y el daño que le generaron a la persona mencionada ya es irreversible.
Aunque el mencionado en la denuncia es un fraterno amigo, como
persona igualmente lo habría defendido, pues el testimonio no lo hizo
una víctima sino un supuesto testigo; parecía más bien, un chisme.
Siempre sorprenderá ver a una persona cercana denunciada por cualquier
hecho. Cuando un conocido, compañero o ser querido es denunciado de tal
forma, lo natural es que se dude de la veracidad de la denuncia tan sólo
porque esa persona es respetuosa con nosotras.
Al reflexionar sobre la posibilidad de que el hecho denunciado
hubiera sucedido, noté que no se trataba de un sesgo personal.
Verdaderamente, no había forma de que él hubiera hecho lo que un tercero decía que había hecho.
Si la cercana es, además, una feminista, el gran dilema le hará pasar
un mal rato, pues jamás sería capaz de desacreditar el movimiento pero
tampoco sería capaz de alentar un hecho falso y ese dilema es en el que,
la que escribe, todavía se encuentra. Miro con tristeza como es que en
el Tribunal del Feminismo también las mujeres juzgan a otras mujeres que han emprendido algún tipo de defensa, motivada por las razones que sean.
Mi reflexión final es que entre feminismos, nos queda un largo camino
por recorrer para construir sororidad, comprensión, comunicación,
rigor, ética y clemencia entre nosotras mismas.
Pero el estado, el estado de este país que escurre sangre, debe asumir los costos de su tremenda omisión,
porque no solo fue Armando Vega Gil, son 9 mujeres al día; 95 personas
al día en promedio, son los homicidios dolosos que incrementaron hasta
122% en algunas entidades, según una comparación de cifras del
Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública
(SESNSP), del primer bimestre de este año con las de 2018.
No sólo es el estado. Es el ideario colectivo de este, mi país mexicano, en
el que paralizan actividades por un hombre que se suicida unilateral y
deliberadamente, pero miran con indiferencia a la alumna del plantel
CCH Oriente de 16 años de edad que fue reportada como desaparecida el 20
de marzo en la alcaldía de Iztapalapa y que el mismo día en que un
hombre decidió quitarse la vida, fue encontrada asesinada en un lugar
llamado “Pozo la Longaniza”. Tirada, exhibida y sin tantas oraciones ni
lamentos en ninguna red social.
¿Dónde está la escala de valor del hermano mexicano que mira con
terror a las mujeres pidiendo justicia y con indiferencia a las mujeres
asesinadas en las calles?
Claramente, es grave que un suicidio se haya cometido en nombre del
#MeToo, es grave que muchas carreras hayan sido manchadas con
acusaciones falsas, es grave no admitir la autocrítica y reconocer las
fallas en el movimiento, pero más grave es desconocer la legitimidad que
originó al movimiento y negarse a comprender que el responsable
original fue el estado con su omisión, incapacidad y desarticulación
para ser el garante de institucionalizar y dirimir las disputas de la
sociedad, llegando cada día más a extremos poco conocidos.