Con una demanda en su contra por tráfico de influencias, la nueva directora-gerente del FMI deberá enfrentar las crisis deficitarias, fiscales y de endeudamiento de la eurozona.
“Nunca debería haber demasiada testosterona en una misma habitación”, dijo en febrero al diario británico The Independent. “Si se les deja solos, los hombres tienden a crear lío”. La primera mujer en la historia en tomar las riendas del poderoso Fondo Monetario Internacional (FMI), la francesa Christine Lagarde, llega a las altas cumbres de las finanzas internacionales precedida de una fama de buen timonel, el tipo de capitán de tormentas que se necesita en estos momentos para capear el temporal de la crisis. Con aires aristocráticos, sobria, elegante y con una dicción en inglés que haría palidecer a Shakespeare, la nueva dama del Fondo deberá lidiar ya desde sus primeros días al frente del organismo con la marejada que despierta la crisis griega y hasta con la sombra de un proceso judicial en marcha en su tierra natal, en donde se la acusa de tráfico de influencias. Es una piedra en el zapato que puede empañar su figura antes de comenzar su difícil travesía.
Cuando profirió sus críticas al exceso de testosterona tal vez no imaginaba que unos meses más tarde iba a terminar ocupando el sillón de su compatriota, Dominique Strauss-Kahn, caído en desgracia por haber cedido en demasía a los influjos de esta hormona. Al presentarse frente a los 24 miembros del Consejo Ejecutivo del FMI el jueves 23 de junio para hablarles de sus dotes, tenía muy en claro que ser mujer se había transformado en más que una ventaja en las actuales circunstancias. “Me presento antes ustedes como una mujer, con la esperanza de contribuir a la diversidad y equilibrio de esta institución”, afirmó, para reiterar luego lo que ya le había soltado en mayo a la columnista del diario The New York Times, Maureen Dowd: “La mayor presencia femenina siempre es positiva siempre y cuando éstas acepten ser ellas mismas y no se dediquen a jugar juegos de chicos”.
EL ASCENSO A LA CUMBRE
Nadie sabe aún qué juegos jugará ahora Christine Lagarde al comando del Fondo, aunque mucho se conoce de los que ya ha jugado al frente del Ministerio de Economía francés, así como en su larga carrera profesional. Nacida en París en el seno de una familia acomodada el primero de enero de 1956, Christine Madeleine Odette Lagarde fue la primogénita de un matrimonio de profesores; su excelente inglés le viene de su padre, profesor de idiomas. Su apellido de soltera es Lallouette, y creció y se educo en Le Havre, una ciudad del noroeste de Francia ubicada en la Alta Normandía.
Aficionada a los deportes, fue integrante de la selección nacional de natación sincronizada y se graduó en leyes con las mejores notas. Sufrió una gran frustración al no lograr aprobar dos veces consecutivas el ingreso a la exclusiva École Nationale d´Administration, el instituto de estudios por donde pasa la crema y nata de la futura dirigencia política del país. El fracaso la llevó a descartar sus sueños de poder y decidió dedicar todas sus energías a la abogacía. Fue así como luego de perfeccionarse en leyes internacionales consiguió trabajo en Baker & McKenzie, uno de los despachos de abogados más importantes del mundo, con sede en Estados Unidos pero con 40 mil empleados repartidos en oficinas de 40 países.
Su carrera fue fulgurante. En menos de una década ascendió a la cima de la organización hasta transformarse en su directora general. Llevaba 10 años viviendo en Chicago cuando en 2005 recibió una llamada del entonces Primer Ministro francés, Dominique de Villepin, invitándola a formar parte de su gobierno. Designada ministra de Comercio del presidente Jacques Chirac, sus comienzos no fueron afortunados. Con la franqueza que la caracteriza criticó la rigidez del mercado laboral galo y tachó a los trabajadores franceses de vagos, lo que le valió fuertes críticas y la obligó a retractarse. Sin embargo, sus ideas no cambiaron y dos años después, ya al frente del Ministerio de Economía, impulsó una cuestionada reforma laboral para flexibilizar el mercado y apoyó el aumento de la edad jubilatoria de 60 a 62 años, transformándose en una especie de “bestia negra” de los sindicatos, que contestaron con dureza sus medidas en las calles.
AL FONDO, NO TAN A LA DERECHA
El gobierno de Chirac acabó y al comando de Francia en 2007 se instaló el hiperkinético Nicolás Sarkozy, quien puso en manos de Lagarde el Ministerio de Economía como un regalo envenenado. Un año más tarde estallaba la crisis financiera internacional y la ministra se iba a topar con el desafío más grande de su vida. Previsora como es, tomó antes que nadie medidas para prevenir la caída. Su éxito fue tal que el Financial Times la designó en 2009 como la mejor ministra de Economía de Europa.
Divorciada y madre de dos hijos, Christine aportaba a un gobierno sacudido por las extravagancias de su presidente un imprescindible bajo perfil. Poco atrae al glamour de las revistas del corazón esta vegetariana que jamás bebe alcohol, que se considera una adicta al trabajo y quien seguramente se apoyó en su práctica del yoga para guardar la calma. En su memorable aparición en el documental ganador del Oscar del 2011, Inside Job (sobre la responsabilidad de la crisis financiera de 2008), de Charles Ferguson, confiesa que se enteró de la quiebra de Lehman Brothers “después del hecho”. “¿Y cuál fue su reacción al enterarse?”, le pregunta Ferguson. “¡Santo Cielo!”, responde, lacónica. En ese mismo filme recuerda que en la cumbre del G-7, en febrero de 2008, discutió con el entonces secretario del Tesoro estadunidense, Hank Paulson, sobre la tormenta que se avecinaba. “Recuerdo claramente que le dije a Hank que veíamos venir un tsunami, y ustedes sólo están proponiendo que preguntemos qué traje de baño vamos a usar”, a lo que Paulson respondió que se quedara tranquila, que “las cosas están bajo control”.
A la quiebra de Lehman siguió una de las mayores crisis financieras que el mundo haya conocido desde el crack de 1929, y Christine tuvo que salir a apagar el fuego. En 2009, junto con los ministros de Economía de Holanda, Alemania, España, Italia, Suecia y Luxemburgo firmó una carta en la que pedía que los países del G-20, incluido Estados Unidos, aumentaran su regulación al mercado financiero, un recuerdo que hace crujir los dientes de los brokers de La Gran Manzana ante la incógnita de las medidas que tomará ahora al timón del Fondo. “La industria financiera es de servicio. Debe servir a otros antes que servirse a sí misma”, afirmó a modo de conclusión en la mencionada cinta Inside Job, aunque durante las entrevistas que mantuvo con las autoridades del FMI antes de ser designada se cuidó mucho de no insistir en estas advertencias y prefirió resaltar su perfil de dura con los déficits públicos, un modo de despejar las dudas a propósito de cual será su rol ante la inminencia de la crisis griega. Al FMI le preocupaba el ascenso de otro europeo a la cumbre en estos momentos, ya que el organismo se está viendo obligado a intervenir en el rescate de los países de la eurozona en dificultades, como Irlanda, Grecia y Portugal, pero Lagarde despejó rápidamente las dudas sobre un posible conflicto de intereses. Con Grecia, mano dura, afirmó. Y en el Fondo le creyeron.
SOMBRAS
Su carrera contra el actual gobernador del Banco de México, Agustín Carstens, estaba ganada de antemano gracias al inmenso poder que Europa tiene en el FMI, una institución que ha sido dirigida por europeos desde su fundación en 1945. Aunque hubo momentos en que su candidatura pareció a punto de naufragar, no sólo por las dudas que despertaba en Washington la designación de otro francés al frente del organismo luego del escándalo con que había terminado la presidencia de Strauss-Kahn, sino también por el proceso judicial inconcluso que pesa sobre Lagarde, acusada de haber ejercido tráfico de influencias a favor del controvertido empresario Bernard Tapie.
Tapie es uno de los ricos más extravagantes de Francia. Ex militante socialista y ex presidente del equipo de futbol Olympique de Marsella, a comienzos de la década demandó al gobierno francés alegando que el ex banco estatal Crédit Lyonnais le había defraudado con la venta de su participación en la empresa Adidas, en 1993. La justicia falló en su contra, pero cuando en 2007 llegó al poder su amigo Nicolás Sarkozy, las cosas cambiaron. El presidente le pidió a Lagarde que solucionara el entuerto legal, y ella optó por sacar el caso de la justicia y llevarlo a un panel de arbitraje que decidió indemnizar al empresario con 285 millones de euros con cargo al Estado. La oposición socialista le entabló entonces una demanda a la ministra por considerar que no había sido imparcial. La justicia deberá resolver en los próximos meses si Lagarde es imputada o no en esta causa.
Pero la sombra más grande que pesa sobre Christine Lagarde es la crisis económica mundial. Ahora mismo Grecia es un polvorín a punto de explotar, cuya onda expansiva puede poner al filo del abismo al sistema bancario europeo en conjunto. Y la flamante directora del FMI deberá lidiar con un problema que se puede volver aún más serio que la quiebra de Lehman Brothers en 2008: el mando de una institución desprestigiada a escala internacional, sobre todo en los países periféricos, por la dureza de sus programas de ajuste y sus recetas de corte neoliberal que fueron rechazados socialmente en varios países durante las últimas décadas. Aunque su predecesor Strauss-Kahn intentó darle un giro keynesiano y un rostro más amable a la institución cuando hasta su propia existencia llegó a ponerse en duda antes del vendaval de 2008, ahora le toca a ella usar sus artes de persuasión y sus modales pausados y elegantes para convencer al mundo de que, a pesar de las tormentas, aún hay buenos capitanes de navío al mando.