Teresa Maldonado*
Señora Milton
¿Son aceptables los chistes de negros? ¿Y los de homosexuales? ¿Y los que se mofan de una violación? En una encuesta a pie de calle obtendríamos todo tipo de respuestas. Habría quien respondería sin dudarlo que no son aceptables y quien tal vez apuntaría que no conviene mezclar el humor con la política. Pero hay quien celebra este tipo de chistes precisamente por ser ‘políticamente incorrectos’, entendiendo por tal ‘heterodoxos’ y exponentes de la libertad de pensamiento frente a la que se supone ortodoxia socialmente hegemónica (o hegemónica en algunos ámbitos sociales). Desde una perspectiva no necesariamente opuesta también se pueden (pseudo)rechazar por ser eso mismo, políticamente incorrectos, afirmando que tienen gracia, sí, pero que no-podemos-reconocerlo-abiertamente-porque-está-mal-visto en determinados ámbitos (en los que, si me apuras, no habría libertad de expresión). Son de mal gusto… social. El rechazo frontal y sin matices a chistes de ese tipo no podría justificarse aludiendo a la corrección política ni en uno ni en otro sentido1.
Cuando señalamos algo como ‘mera corrección política’ estamos denunciando que no basta con decir, sino que también hay que hacer. Es una apelación a la coherencia entre lo que se proclama y lo que se practica
Y el feminismo, ¿dónde se sitúa respecto a la conveniencia/inconveniencia de usar un vocabulario y no otro? Para algunos recalcitrantes que alardean ufanos de su incorrección política (y que jamás han reflexionado ni se han documentado lo más mínimo sobre las complejas relaciones entre ‘las palabras y las cosas’, entre el lenguaje y realidad), las recomendaciones que desde el feminismo hacemos para generalizar un uso no sexista de la lengua son poco menos que opresores y ridículos catecismos que hay que rechazar sin contemplaciones2. Pero también hay feministas que se declaran políticamente incorrectas. Para acabar de complicarlo, recordemos que la corrección política no tiene que ver únicamente con usos lingüísticos, sino que abarca otros comportamientos no necesariamente verbales. Pero vayamos por partes.
Matices, laberintos y perspectivas cruzadas
La corrección política suele entenderse, en primer lugar, como una normativa lingüística que regula qué es socialmente aceptable decir y qué no lo es. Desde la perspectiva de quien se sitúa como disidente, es percibida como una normatividad asfixiante y opresiva que ha extendido su influencia a demasiados campos y aspectos de la vida. En este primer sentido, la correción política tiene que ver con lo que decimos, afirmamos, expresamos, opinamos, comentamos, mencionamos, declaramos, citamos…, es decir, con el lenguaje.
Pero cabe también el matiz, en segundo lugar, según el cual, dicha forma de corrección brinda la oportunidad (a determinados sujetos, grupos sociales y/o instituciones públicas y privadas) de no comprometerse en serio con acciones y políticas verdaderamente transformadoras de la realidad y promotoras de la justicia. Haciendo afirmaciones políticamente correctas que no cuestan nada, esas personas o grupos darían hipócritamente por zanjado su compromiso y su responsabilidad en la lucha contra el sexismo, el racismo, el clasismo, la discriminación de las personas con discapacidad u otros grupos sociales. En este segundo sentido, trascendemos la esfera meramente lingüística para tomar en consideración la relación (tan tremendamente compleja) entre lenguaje y realidad, entre decir y hacer. Cuando señalamos algo como ‘mera corrección política’ estamos denunciando que no basta con decir, sino que también hay que hacer. Es una apelación a la coherencia entre lo que se proclama y lo que se practica. No es suficiente con hacer declaraciones políticamente correctas; hay que hacer más que eso, una mera declaración no basta. Hacer declaraciones políticamente correctas en este sentido, diciendo sin empacho lo que se espera que digamos en cada circunstancia (y sin tener ninguna intención de propiciar que lo dicho se cumpla, se haga realidad) es desplegar una pantalla, erigir una fachada muy mona para ocultar detrás la falta de compromiso real.
Exigir que se hable con un lenguaje apropiado y no denigrante para individuos ni grupos tiene que ver con las luchas por el reconocimiento simbólico
Ambos matices semánticos se entrecruzan; en lo que sigue, procuraré referirme a los dos con algo de orden, empezando por la tendencia generalizada a declararnos todas políticamente incorrectas. No hace falta añadir que opinar y escribir sobre la nueva corrección política de declarase políticamente incorrecta/o debe ser ya un trending topic de blogs, webs y otros anglicismos3.
¿Conservador o progresista?
Por efecto de lo que a veces parece una cándida ilusión de independencia y autonomía personal, hoy es habitual declararse políticamente incorrecta o incorrecto, cosa que, en efecto, puede hacer desde un obispo representante de las concepciones más conservadoras de la Iglesia católica hasta una activista queer o un programa de televisión de mediana audiencia. Cubrirnos las espaldas para afirmar algo que sabemos se considerará improcedente desde alguna perspectiva (inoportuno, impropio, rompedor, iconoclasta, heterodoxo, herético, disidente, escandaloso) declarando de entrada que lo que vamos a decir es políticamente incorrecto, se ha convertido en una práctica que suscita una unanimidad, por lo menos, chocante. Parecería que de esta forma nos adelantáramos a las críticas que se nos puedan hacer y de alguna manera las desactiváramos… Al fin y al cabo, ya hemos advertido que somos eso, políticamente incorrectas.
Ahora bien, es sólo cada contexto particular -como veremos luego- el que define unos contenidos (igual que excluye otros) sobre lo que haya de tenerse por políticamente correcto o incorrecto. Está claro que cuando las autoras del Manifiesto para la Insurrección Transfeminista4 se declaran políticamente incorrectas, no están teniendo por tal lo mismo que Cristina López Schlichting cuando hace la misma declaración de sí misma5. Evidentemente, no. Está claro que las diversas perspectivas ético-políticas no consideran adecuado lo mismo; al contrario, aunque todas puedan utilizar la palabra ‘adecuado’ refiriéndose a cosas contrapuestas.
Ahora bien, en el caso de la in/corrección política, nos hallamos ante un concepto bastante más denso de lo que pueda serlo un mero adjetivo. En todas las autodeclaraciones de incorrección política, del signo que sean, se percibe siempre un cierto orgullo. Cuando presumimos de incorrección política parecemos albergar una sensación de valentía, como si lleváramos a cabo una pequeña-gran trasgresión: la de defender una especie de ‘verdad incómoda’ más allá de modas y hábitos establecidos. Las autoproclamaciones de incorrección política -¿quién no las ha hecho alguna vez?- suelen transmitir una íntima sensación de satisfacción por el deber cumplido al margen de los aplausos que dejaremos de recibir y que con desdén y entereza rehusamos. No nos importa reconocerlo, lo decimos con orgullo, con la cabeza alta. A continuación, como digo, tanto puede venir la afirmación de que “los matrimonios homosexuales conllevan la destrucción del matrimonio, que está teniendo lugar so capa de pluralismo” como hace López Schlichting, o la de que “somos lo que nos apetece, travestis, bollos, superfem, butch, putas, trans, llevamos velo y hablamos wolof”, como hacen quienes suscriben el Manifiesto Transfeminista.
¿Pero preferirían unas u otras defensoras de la incorrección política que volvieran a generalizarse términos como ‘minusvalía’ o ‘subnormalidad’ para referirse a lo que hoy llamamos ‘discapacidad’ o ‘diversidad funcional’6? ¿O en esos casos (u otros) sí defienden lo que también es descalificado a menudo como opresiva corrección política? Como decía José Miguel Larraya, no cabe duda de que las personas con una enfermedad (¿y/o con una discapacidad?, pregunto yo) se sienten heridas cuando se utiliza esta en sentido figurado y peyorativo. “Y hoy gracias a la denostada corrección política esas -y otras minorías- hacen oír su voz en defensa de sus derechos”7. Exigir que se hable con un lenguaje apropiado y no denigrante para individuos ni grupos (con todo lo dificultoso que sea acotar qué es eso y quién lo define) tiene que ver con las luchas por el reconocimiento (simbólico) que Nancy Fraser distinguía de las luchas por la redistribución (material). Tal exigencia de reconocimiento, claro, puede derivar en un asfixiante control de todas y cada una de las cosas que decimos o escribimos.
Heterodoxia y ortodoxia
Las defensoras de la incorrección política (y por ende, se supone, de la libertad de pensamiento) son o somos a la vez difusoras y propagadoras, en otros registros, de otras ortodoxias verbales. Es decir: tan detractoras somos de estos léxicos, como defensoras de aquellos. Porque la ortodoxia establecida (y la correlativa heterodoxia crítica y transgresora) no están definidas de una vez para todo lugar y para siempre, sino que se configuran en función del contexto concreto, del perímetro que delimitemos como relevante. Es en función de dicho contexto que establecemos lo que se puede y se debe decir y lo que no puede aceptarse por escandaloso.
Hay espacios en los que (o personas a las que) nunca oiremos hablar de ‘España’ sino siempre de ‘Estado español’ y hay otros ámbitos en los que sucede justo al revés. Pero, ¿cuándo estoy siendo libre, heterodoxa e iconoclasta, cuando me pliego a la ortodoxia, es decir, a la corrección política del ámbito en el que me desenvuelvo o cuando me rebelo contra la normativa vigente en ese contexto concreto? De entre todas las personas que habitualmente dicen o decimos ‘Estado español’ y no ‘España’ ¿cuántas aludimos también a que tenemos una amiga que ha emigrado o ha ido de vacaciones, qué sé yo, al ‘Estado’ islandés, italiano o turco? ¿No tendríamos una excelente oportunidad de ser coherentes usando esas expresiones o, si no, de ser críticas y heterodoxas en nuestro propio contexto renunciando a ellas y pasando a decir ‘España’ con la misma naturalidad con que decimos Islandia, Italia o Turquía?
Parece que lo habitual es plegarse a las normas de corrección de determinado ámbito (aquel en el que cada cual se desenvuelve) y declararse políticamente incorrecta (queriendo decir librepesadora) en relación al contexto social general. Puede que así nos sintamos bien (radicales y heterodoxas en un mundo de ortodoxia conservadora, en unos casos, o conservadoras en una sociedad tenida por desgraciadamente progresista, en otros, según la opción política que suscribamos). Es indudable el efecto psicológicamente gratificante de tal operación pero, ¿no es demasiado poco consistente desde el punto de vista de la solidez y la honestidad intelectual, vital?
Por supuesto: el deseo de ser o de llegar a convertirnos en seres autónomos con nuestro propio criterio, ajeno a influencias exteriores8, es tan encomiable como irrealizable. ¿Quién no elabora su ‘propio’ criterio a base de dejarse influir por unas ortodoxias tanto como rechanzando otras? Cierto que esa constatación no nos exime del esfuerzo por procurar la independencia de criterio como desideratum, como horizonte hacia el que avanzar. La adopción de determinado léxico (y el correlativo rechazo de otros) nos ubica en ciertos grupos o subculturas con los que queremos identificarnos y en los que podemos desarrollar nuestro humano sentido de pertenencia: todo el mundo adopta/rehusa determinados vocabularios de forma más o menos consciente9. A mí eso me parece normal (con perdón), pero hacerlo pasar por incorrección política resulta, como poco, grandilocuente. Reclamarse políticamente incorrecta (sobre todo si se hace de forma reiterativa) puede y suele derivar en una especie de sobreactuación que malogra un tanto el componente iconoclasta y de crítica social presente en esa actitud. Cuando es enarbolada desde ámbitos de crítica social, la incorrección política resulta un poco como el urinario de Duchamp: tuvo su gracia, su momento, su genialidad, sí; pero ya.
En todo caso, son curiosas las derivas y evoluciones de los conceptos. Si bien sus orígenes lejanos se remontan al s. XVIII, el uso de la expresión ‘corrección política’ en el sentido que le damos hoy apareció -por lo que se ve- en el mundo anglosajón de la mano de la Nueva Izquierda, de las feministas y de los progres en general, que se referían con ella de forma satírica y autocrítica, a su propia forma de hablar10. O sea, como si dijéramos, “ya sé que suena a corrección política, pero lo cierto es que no se pueden aceptar los chistes racistas (o sexistas, o clasistas u homófobos)”.
Punkis de postal
La reflexión sobre la incorrección política en tanto que crítica lingüística de las concepciones socialmente vigentes deriva rápidamente en una reflexión más general sobre actitudes personales de rebeldía y transgresión, con las que está emparentada (debe ser por eso que no deja de tener algo de chiste que Rouco Varela se declare políticamente incorrecto, a la vez que es cierto que no es ninguna broma que lo sea, dependiendo del marco en que lo situemos). El rechazo a la cultura dominante se refleja en actitudes y comportamientos no lingüísticos o, por lo menos, no exclusivamente lingüísticos, como se percibía en algunos provocativos gestos o gesticulaciones típicamente punkis (sacar la lengua a la cámara o levantar el dedo corazón, como hacen ahora algunos no con pinta de punkies, precisamente).
El rechazo a la cultura dominante se refleja en actitudes y comportamientos no lingüísticos o, por lo menos, no exclusivamente lingüísticos, como se percibía en algunos provocativos gestos o gesticulaciones típicamente punkies
Sin embargo hay que recordar, por lo que a las actitudes rebeldes se refiere, que ‘epatar a los burgueses’ siempre fue relativamente sencillo; el decadentismo11 lo hizo con cierta eficacia a finales del s. XIX inspirado en buena medida por Rimbaud12. Entre las décadas de los 60 y 80 del s. XX, los hippies primero y los punkis después (de forma destacada de entre otras muchas tribus) se dieron también su dosis. Es de suponer que, además de ser una pose personal (en bastantes casos, pasajera) muestra de transgresión y desobediencia, siempre habrá quien quiera reafirmarse individual o colectivamente por medio de ese tipo de actitudes socialmente heterodoxas. Es evidente, no lo dudo, que tales actitudes conllevan también un efectivo cuestionamiento de los valores vigentes, así como el desafío a la autoridad y, por lo tanto, inciden en lo que sumariamente podemos llamar ‘progreso social’.
Libros de estilo
Pero la incorrección política consciente y deliberada (estando emparentada con los repertorios de ademanes y gestos provocativos que pretenden mostrar el rechazo a los valores de la cultura dominante) tiene que ver, básicamente, con la utilización de determinados léxicos. La corrección política a la que se opone viene a ser un libro de estilo que regula el uso de las palabras y las expresiones, promocionando unas como adecuadas y censurando otras como inadecuadas, tal y como la génesis histórica de la political correctness en los campus norteamericanos pone de manifiesto13. Es ciertamente comprensible y digna de aplauso la rebelión libertaria contra ortodoxias lingüísticas obligatorias y castradoras limitaciones expresivas, pero deberíamos recordar que esa rebelión tiene componentes liberadores y otros que no lo son tanto. No es casual el gusto que tiene la derecha en denostar la corrección política siempre que puede14.
Las discusiones sobre el lenguaje que empleamos no suelen ser nunca meras discusiones sobre palabras. Como se ha señalado muchas veces, nada en el lenguaje es trivial. No es lo mismo hablar de ‘lucha armada’ que de ‘terrorismo’ para referirnos a la actividad de este o aquel colectivo. Según el contexto se presupondrá que debe usarse una u otra expresión y utilizar la que no se prevé es incurrir en incorreción política. Según el contexto, quienes aquí nos declaramos con orgullo políticamente incorrectas, allí nos escandalizamos por el uso de tal o cual término. Gran parte de la discusión política se va en dilucidar el sentido, el significado y el ámbito de aplicación de los conceptos, en apelar a la coherencia: ¿qué es lucha armada? ¿Qué es terrorismo? ¿Cómo nombrar y por qué lo que hace este o aquel grupo o este o aquel estado? Pero la pretensión de ganar puntos (ante una audiencia tanto como frente a otra) autodeclarándonos políticamente incorrectas es una estrategia de muy corto recorrido. Generalmente, como vengo diciendo, combatimos la ortodoxia y somos heterodoxas sólo desde ortodoxias alternativas. Por eso, la proclamación de incorrección política suele esconder un grado mayor o menor de autocontradicción.
Uso no sexista del lenguaje
Como decía al principio, muchos opininadores machistas contrarios a las propuestas feministas de uso no sexista del lenguaje suelen descalificar esas propuestas poco menos que como basura de ortodoxia dogmática. No puedo detallar cómo se sitúan las propuestas feministas en relación al uso no sexista del lenguaje en el laberinto de la in/correción política, ni estoy al tanto de los pormenores de la controversia lingüística intrafeminista sobre el asunto, que la hay. Animo a las lingüistas, escritoras, profesoras de lengua y literatura y a las interesadas en general que hayan reflexionado sobre el tema a que compartan sus reflexiones. Dejo aquí apuntada, muy sumariamente, la observación que en alguna ocasión me ha hecho al respecto una activista feminista experta en uso no sexista de la lengua, mi amiga Teresa Meana. Según ella, de entrada, parece que la political correctness a la norteamericana tiene algo de ocultación eufemística de la realidad (o de algunas partes de la realidad, aquello de que no se deba decir ‘gordo’ sino ‘persona con un peso no estándar’, etc.), mientras que las propuestas feministas de uso no sexista del lenguaje pretenden, precisamente, lo contrario: la visibilización de las mujeres en el lenguaje15. ¿Qué somos, entonces, las feministas: defensoras o detractoras de la corrección política? ¿O detractoras de una determinada correción política pero defensoras de otra?
*Teresa Maldonado es profesora de Ética y Filosofía en enseñanza secundaria, e integrante de FeministAlde
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