Violencia simbólica, cultura, estructural y directa
Según la Declaración sobre eliminación de la Violencia contra las Mujeres, (Resolución de la Asamblea General 48/104, 1993) podemos considerad violencia contra las mujeres –o violencia de género-:
Todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que
tenga o pueda tener como resultado un daño físico, psicológico o sexual
para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la
privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida
pública como en la vida privada.
La violencia, no obstante, según Johan Galtung, tiene diversos rostros: la violencia directa: donde hay un actor que comete el acto de violencia (agresiones físicas, violaciones y acoso sexual, las guerras; violencia estructural:
ataca de forma más lenta y pausada, no hay un actor directo, puede ser
manifiesta como desigualdad de oportunidades ante la vida (marginación,
hambre, malnutrición...) ; violencia cultural: más sutil y
difícil de percibir, basada en estereotipos e idealizaciones
ideológicas, en ideas que construyen el sentido común del que es
participe, de manera directa o indirecta, el global de la sociedad, de
ahí su papel legitimador de las demás violencias. Mediante un modelo
triangular, Galtung explica cómo todas estas violencias interaccionan y
se retroalimentan entre sí. La violencia estructural y la violencia
cultural, reproducen la violencia; se reproducen a sí mismas y
constituyen la base de la violencia directa. Este modelo triangular de
Galtung permite dilucidar las causas que mantienen en constante
relación los tres tipos de violencia. Estos flujos circulan en todas
las direcciones, ya que la violencia se origina en cualquiera de los
vértices, siendo el más significativo el que parte de la violencia
cultural pasando por la estructural y terminando en la directa. En el
ámbito de la violencia de género, este modelo queda plenamente de
manifiesto.
También hay otro tipo de violencia estrechamente
vinculada a la violencia cultural: la violencia simbólica, que para ser
comprendida eficazmente ha de ser analizada desde una perspectiva
particular, en tanto y cuanto es una manifestación concreta, a través
del poder de los símbolos sociales, de la violencia cultural. La
violencia simbólica se puede definir como el poder para imponer la
validez de significados mediante signos y símbolos de una manera tan
efectiva que la gente se identifique con esos significados. De alguna
manera, podríamos decir que es una manifestación directa de la
violencia cultural, que sin llegar a ser violencia directa, opera en la
práctica de una manera muy similar, en tanto y cuanto tiene una
naturaleza agresiva muy marcada. La violencia simbólica es el acto
agresivo-violento presente en los códigos simbólicos de la sociedad. No
es tan sólo que legitime la violencia directa o estructural, sino que
en sí mismo es un acto violento. Estos códigos simbólicos son impuestos
por los sujetos dominantes a los sujetos dominados, sometiéndolos con
ello a una determinada visión del mundo, de los roles sociales, de las
categorías cognitivas y de las estructuras mentales que son
intrínsecamente violentas.
Todos estos tipos de violencia siguen estando hoy presentes en la vida de las mujeres
del estado español, siendo la violencia directa con resultado de muerte
solo uno de los fenómenos que la violencia de género genera en nuestra
sociedad, sin duda el más dramático, pero no el más generalizado y
mucho menos el que tienen una mayor alcance cotidiano en la vida de la
mayoría de mujeres de nuestra sociedad, además de que nos sería
imposible entender tan dramático y detestable fenómeno sin vincularlo a
esos otros tipo de violencia estructurales, culturales y simbólica.
La violencia de género más allá de la violencia directa
No
queremos marear aquí con cifras y datos interminables, que los hay de
sobra y pueden ser sencillamente encontrados con búsquedas no demasiada
complejas en cualquier buscador de internet, sencillamente pretendemos
resaltar este hecho que nos parece fundamental, para que el 25-N no sea
solo el día en que los fenómenos más dramáticos de la violencia de
género copan los titulares de prensa, sino, como bien hacen diferentes
organizaciones y colectivos feministas cada año, el día en el que la
sociedad pueda y deba reflexionar sobre esta lacra que es la violencia
de género de manera global, tanto en lo referido a la violencia directa
como en lo que tiene relación con todos esos otros fenómenos cotidianos
–estructurales, culturales y simbólicos- que tanto dificultan la vida
de la mujer y su lucha por la igualdad y el empoderamiento.
La
existencia de una brecha salarial de género, las condiciones de
precariedad laboral, el trabajo subcualificado, los nichos laborales
feminizados, la tendencia a reproducir socialmente las causas que
generan la feminización de la pobreza y/o las desigualdades en el
reparto del trabajo no remunerado en el seno del hogar, nos puede
servir , basándonos en todos los datos y estadísticas que se derivan de
diferentes estudios realizados en los últimos años que así demuestran
todas y cada una de estas realidades, como elementos probatorios, como
datos cuantitativos para mostrar la existencia de una violencia de
género, de tipo estructural, cultural y simbólica, generalizada.
Cuando
una mujer cobra menos que un hombre en un mismo puesto de trabajo por
el simple hecho de ser mujer, cuando el trabajo que realiza en el
ámbito del hogar es un trabajo que, precisamente por estar asociado en
el imaginario colectivo a la mujer, no es valorado ni reconocido
socialmente, cuando la mayor parte del trabajo precario recae en las mujeres, cuando sus pensiones son de media varios cientos de euros menores que las de los hombres, cuando entre las mujeres
en edad de jubilación la tasa de pobreza es varios puntos superior a la
de los hombres, cuando se sigue considerando el trabajo femenino como
una “ayuda” a la economía familiar en el caso de que la mujer conviva
en pareja con un hombre y, a su vez, el trabajo doméstico del hombre se
vea como una “ayuda” a la labor que en ese ámbito le corresponde por
norma a la mujer, cuando las mujeres dedican más del doble del
tiempo a las tareas de cuidados que los hombres, o cuando la salida de
la mujer al mercado laboral lleva implícita un aumento de sus
responsabilidades totales –al no disminuir las que le son propias por
norma en el seno del hogar-, podemos hablar, sin duda, de que estos
elementos son parte de una violencia de género estructural, cultural y
simbólica generalizada.
Tales hechos están condicionados por los
roles y estereotipos de género que siguen presentes en la sociedad,
según los cuales la mujer es menos apta que los hombres para realizar
trabajos fuera del hogar y viceversa, así como es mejor “cuidadora” que
aquellos a la hora de atender las necesidades de las personas
dependientes y tantas otras cosas del estilo. Eso es violencia
simbólica.Es bien sabido, por ejemplo, que cuando en una pareja existe
un debate en torno a quien de las dos personas debe abandonar su
trabajo remunerado para hacerse cargo de los trabajos vinculados al
hogar o los cuidados, en la inmensa mayoría de casos será la mujer la
que acabe por abandonar su trabajo remunerado para centrarse en tales
fines.
Esto es, esta violencia simbólica luego tiene su reflejo
en una sociedad donde todo aquello que se vincula con el trabajo
femenino está peor valorado socialmente, y en algunos casos está
totalmente desvalorado, en relación al trabajo que se considera propio
de hombres (violencia cultural), y ello luego genera que tanto en el
ámbito laboral remunerado, como en el ámbito doméstico no remunerado,
sea la mujer la que se vea perjudicada por las consecuencias prácticas
de tales planteamientos culturales generalizados, ya sea mediante un
salario más bajo para un mismo puesto de trabajo que el hombre, ya sea
por una pensión más baja al no haber podido cotizar en condiciones de
igualdad con el hombre, ya sea por verse obligada a aceptar unas
condiciones de precariedad laboral que parecen estar pensadas para
adaptarse a las demandas laborales de las mujeres, ya sea
porque deba cargar sobre sus espaldas con el peso de las tareas
domésticas y de cuidados ante el abandono o desprecio de las mismas por
parte de los hombres, podemos hablar de violencia estructural de
género, una violencia que tiene una relación directa con la violencia
cultural y la violencia simbólica de género tal y como las estamos
planteando aquí.
Como decimos, los datos que muestran la
existencia de tales violencias, con alcance generalizado, pueden ser
fácilmente encontrados con una sencilla búsqueda por internet y todos
ellos están sobradamente demostrados y contrastados. Si no los
incluimos aquí es básicamente porque ello nos llevaría a tener que
realizar casi un trabajo académico, y la intención de este artículo no
es la de demostrar nada, sino, simplemente, la de inducir a la
reflexión, para lo cual, entendemos, basta con citar lo que cualquier
persona con un mínimo interés puede rápidamente comprobar como cierto,
algo que, de hecho, nosotros ya previamente, aunque no se recoja aquí,
hemos hecho. Nada de lo que se dice en este artículo sobre las
desigualdades laborales y culturales entre hombres y mujeres es
falso, todo está debidamente contrastado con datos y estudios que lo
demuestran y esos estudios están al alcance de cualquier en internet
mismo.
Tipos y espacios de la violencia de género: hoy los mismos que ayer
Sin
embargo, antes de continuar, sí merece la pena detenerse a remarcar un
hecho: existe una relación directa entre todos estos tipos de violencia
cultural, simbólica y estructural de género, con aquellos espacios
tradicionales donde desde hace siglos la violencia de género se ha
hecho presente (en la familia y el mundo laboral), así como entre
aquellas actividades que tradicionalmente han sido características de
la opresión de la mujer (trabajo doméstico y ámbito de los cuidados) y
los diferentes modos que la violencia de género tiene de darse en
nuestra sociedad. Por ejemplo, no es casualidad que el trabajo que es
propio de esos nichos laborales femenizados mencionados, sea
precisamente aquel trabajo que tradicionalmente ha sido propio de la
mujer, como es el cuidado de las personas dependientes o las tareas del
hogar. De la misma manera, tampoco es casual que los mayores índices de
violencia directa sobre las mujeres, esa que sí parece, por
suerte, haber desatado en los últimos años una mayor preocupación
social e institucional, se sigan dando principalmente en el ámbito
familiar y del hogar, así como en el ámbito laboral. Esto muestra la
existencia de una estrecha vinculación entre los patrones tradicionales
de violencia de género y, pese a los avances en materia de igualdad de
género, los patrones actuales de la misma, tanto en sus formas como en
sus espacios físicos y simbólicos de desarrollo y ejecución. Los roles
de género siguen desempeñando un papel fundamental en la existencia de
todas estas violencias, de hecho, tales roles de género son, tal y como
se plantean socialmente en la actualidad, violencia de género.
El
problema que viene de la mano de esta violencia simbólica de género se
acentúa si entendemos que normalmente las diferentes formas que ésta
asume en la realidad social de nuestros días se complementan y se
refuerzan las unas a las otras. Que el trabajo doméstico y/o de
cuidados se perciba socialmente como una trabajo “de mujeres”
es ya en sí mismo un ejemplo de cómo la violencia de género tiene unas
bases simbólicas y culturales muy importantes y contra las que es
bastante complicado luchar a corto plazo. Pero cuando, como se ha
dicho, además este trabajo, por el hecho simbólico de estar vinculado a
la mujer, se desvaloriza y se tiene, pese a la importancia real del
mismo (¿qué sociedad podría funcionar sin este tipo de trabajos
vinculados a las tareas domésticas o los cuidados?), como trabajos que
ocupan los escalones más bajos en la mentalidad colectiva respecto de
las actividades laborales –remuneradas o no- que tienen valor en
nuestra sociedad, el problema para la mujer es doble: tanto en lo
privado como en lo público cualquier cosa vinculada a la mujer queda
relegado a un segundo plano. Es decir, la mujer es inferior al hombre
en cualquier espacio de la vida social, y, en consecuencia, cualquier
actividad vinculada a ella en el imaginario social debe necesariamente
ser de la misma manera percibida como inferior, tanto en el espacio
público como en el espacio privado. Y aunque pueda sonar extravagante,
la comparación entre el papel que la sociedad otorga al deporte
femenino en comparación con el deporte masculino es buena muestra de
ello.
De la misma manera, cuando estos roles de género se
relacionan con otras representaciones simbólicas que son propias de
nuestro marco de valores instituido socialmente, las relaciones de
dominación y subordinación de la mujer respecto del hombre que tales
roles sustentan y fomentan, se hacen presentes de tal forma que la
violencia de género tiende a alcanzar sus situaciones más dramáticas y
sangrientas, así como garantizan que la cotidianidad de la violencia de
género acabe por ser una hecho instituidor de la sociedad en sí mismo:
la sociedad se construye y desarrolla necesariamente sobre la base de
una violencia de género generalizada.
Sexualidad, relaciones de pareja y violencia de género
La
opresión sobre la sexualidad femenina, en comparación con la sexualidad
masculina (hablando siempre, claro está, desde el plano de la
heterosexualidad), es, por ejemplo, una de estas violencias simbólicas
que, al mezclarse con otros elementos sociales como es por ejemplo el
modelo normativo que se impone como referencia cultural para las
relaciones de pareja, acaban teniendo unas consecuencias dramáticas
para la mujer.
Aunque es obvio que ha habido cierto avance en
este sentido, aquella idea de que la mujer debe tener una vida sexual
no promiscua, so pena de ser considerada socialmente como una “puta”
(“putón verbenero” le escuchaba decir hoy a una chica en el autobús, en
una conversación con su pareja, al referirse a una “amiga” de ambos
que, parece ser, había tenido la osadía de serle infiel al novio), a
diferencia del hombre que puede ser todo lo promiscuo que quiera sin
necesidad de tener que sufrir ningún tabú social por ello (“el novio
también le había puesto los cuernos, pero la quiere y como ella no se
enteraba, pues la relación iba funcionando”, le respondía en la citada
conversación el chico a la chica que había hecho el comentario
anterior), sigue siendo una idea simbólica y cultural plenamente
integrada en nuestra sociedad. Algo que, obviamente, como denota la
citada conversación, tiene consecuencias sociales y muy graves en no
pocas ocasiones.
Si el hombre es percibido culturalmente, de
forma general, como un ser superior a la mujer, si cualquier actividad
vinculada directamente a la mujer es a su vez percibida como inferior,
si además es la mujer la que en ningún caso debe ser promiscua si
quieres ser una mujer "digna",y, además, el amor es asimismo percibido
culturalmente, como lo es en nuestra sociedad, como una relación de
posesión mutua, algo así como una relación sustentada en la propiedad
privada respecto de la sexualidad del otro elemento de la pareja
–fidelidad sexual-, finalmente se abre la puerta de par en par para una
macabra lógica cultural que puede llevar fácilmente a la conclusión
sentida y vivida por el hombre de que la mujer es una posesión suya y
solo suya. Amor como propiedad privada y patriarcado son entonces las dos caras de una misma manera con trágico resultado: la violencia de género en sus versiones más trágicas y horripilantes.
Más
concretamente, si el hombre se auto-percibe culturalmente como un ser
superior a la mujer, y, a la par, entiende también culturalmente la
relación amorosa como una relación posesiva, es decir, una relación
donde los amantes se poseen mutuamente, finalmente la mujer acabará
siendo vista como una posesión del hombre, pues es la propia cultura la
que así lo indica: los dos se posén mutuamente, pero el hombre manda en
última instancia. La relación deja de ser, pues, una relación de doble
sentido posesivo, para convertirse en un objeto cuyo dueño es el
hombre. Se cosifica psicológicamente el concepto mismo de pareja, e
implícitamente se cosifica a la mujer, pasando ambas "cosas" a ser
propiedad privada del hombre que así piensa.
Así, a poco que el
hombre perciba de alguna manera (real o ficticia) que este nexo
posesivo comienza a romperse, o que está puesto en entredicho,
recurrirá a la violencia para “re-direccionar” la relación por el
"camino correcto": el de la sumisión respecto del que se siente su amo.
Además porque, al ser la promiscuidad de la mujer un tema de
"dignidad", la fidelidad es para el hombre un tema de "honor" (de ahí
que a la mujer se le insulte llamándola "puta" y al hombre llamándole
"cabrón"). Los celos, de hecho, suelen ser una de las principales
causas de la violencia de género directa, tanto física como psicológica.
De
igual manera, en caso de ruptura de la pareja, o de simple intento de
ruptura, cuando lo que antes el hombre veía como una posesión deja de
repente de serlo, cuando los derechos de “propiedad” dejan de tener
efecto, estas mismas personas suelen no estar lo suficiente capacitadas
como para aceptar tal hecho, pues la idea de que la pareja es para uno
y sólo para uno “hasta que la muerte los separe” prevalece sobre la
razón y la independencia de la otra persona. La violencia es aquí un
modo de indicar que no es posible que la mujer abandone el seno de la
pareja si no es bajo la aceptación voluntaria del hombre, del amo por
excelencia en la relación, del verdadero dueño de la propiedad mutua.
La mujer pasa a ser algo así como un bien ganancial de la pareja, cuyo
único administrador es el hombre.
Y si a eso le sumamos, como
decimos, que la dignidad de la mujer se ha asociado y se asocia
generalmente, entre otras cosas pero de manera principal sobre todo en
lo referido a los temas de pareja, a su no promiscuidad, y que, por
derivación, el hombre ve amenazado e insultado su honor -al ser
engañado por una mujer “indigna”-, cuando ésta ha cometido una
infidelidad o el hombre sospecha que la haya podido cometer o incluso
que pudiera querer cometerla en el futuro (aunque sea en la forma de un
abandono de la relación para irse con otro hombre en el futuro una vez
rota tal relación –“o eres mía o de nadie”-), no es de extrañar que sea
precisamente el seno del hogar familiar, y en concreto los asuntos
relacionados con las “disputas” sentimentales, el principal espacio
social donde se producen las peores muestras de violencia directa de
género, en muchas ocasiones, como sabemos por desgracia, con resultado
de muerte.
25-N día contra el patriarcado, día contra la violencia de género como instituidor de la sociedad
Pero
todo ello, como decimos, no puede ser entendido sin comprender que la
violencia de género directa no es más que una proyección a la vida
misma, en sus consecuencias más dramáticas, de aquellas otras
violencias estructurales, culturales y simbólicas que afectan
cotidianamente a la mujer. De hecho, tal y como está concebida la
sociedad actual, tal y como se ha desarrollado en las últimas décadas y
se sigue desarrollando en la actualidad, la violencia de género no solo
es que esté presente en la vida de las mujeres prácticamente
cada segundo de sus vidas de una manera o de otra, es que la propia
sociedad se ha instituido y se ha desarrollado sobre el patriarcado,
esto es, sobre la violencia de género. Porque toda expresión social del
patriarcado, sea directa, estructural, cultural o simbólica, es
violencia de género, y nuestra sociedad no podría funcionar, de la
forma que lo hace, sin la existencia de esta violencia cotidiana y
sistemática sobre las mujeres. La violencia de género es, usando la terminología de Castoriadis, un elemento instituidor de la sociedad actual.
Esto
es, mientras la violencia de género siga siendo un problema de alcance
global, mientras sea un instituidor social, no se podrá hablar jamás de
un verdadero avance hacia la igualdad de género, y, por tanto, de un
verdadero cambio social. Podremos seguir hablando de transformaciones,
sí, pero no de cambio social real y efectivo, y ello porque, como
decimos, muchas de estas transformaciones, al no haberse visto
acompañadas por un cambio cultural y estructural global, en ocasiones
no hacen más que aumentar la situación de discriminación y de
desigualdad en la que, a día de hoy, siguen viviendo una mayoría de mujeres.
Es más, en muchas ocasiones, es la propia forma en la que se han
desarrollado estas transformaciones la que tiene una incidencia directa
sobre la perpetuación de la discriminación de género en aquellos
espacios donde se venían dando ya desde antes de la existencia de tales
transformaciones, actuando, de facto, como impedimentos para que,
siquiera a largo plazo, se pueda avanzar en esta pretendida y buscada
igualdad.
Por ello el 25-N no debe ser –solo- una día para
expresar nuestra indignación contra la violencia directa con resultado
de muerte, debe ser un día para la reflexión, un día para, como bien
hacen muchas feministas y así deben seguir haciendo por siempre
mientras la situación no cambie, denunciar el patriarcado en general,
denunciar todas y cada una de las violencias de género que están
presentes cotidianamente en la vida de las mujeres. El 25-N es
el día contra la violencia de género, ergo es el día contra el
patriarcado. Porque toda expresión del patriarcado es violencia de
género, y el patriarcado es en sí mismo la forma con la que violencia
de género es capaz de instituir cotidianamente a nuestra sociedad.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.