El
pueblo estadounidense mandó un claro mensaje a sus elites: Frenen su
voracidad y permitan que podamos tener un futuro más justo
La
rotunda victoria de Barack Obama sobre su rival ultraconservador, crea
ilusorias expectativas en el mundo sobre la viabilidad de cambios que
permitan a los pueblos retomar el camino del crecimiento, que se perdió
hace tres décadas por el absurdo afán de camarillas oligárquicas de
despojar a las clases mayoritarias de su de por sí escasa participación
de la riqueza, básicamente creada por los trabajadores. Sería erróneo
suponer que habrá cambios de fondo, pues la esencia del Estado
norteamericano está en su convicción de que puede apropiarse de los
bienes de otras naciones, por el derecho que le da ser el país más
poderoso del planeta.
Ni que decir tiene que así es como ha construido su alto nivel de desarrollo, desde que fue fundado por ciudadanos visionarios cuya ideología pragmática y luterana favoreció su éxito. Los verdaderos cambios sólo podrán darse en la medida que los pueblos sojuzgados se unan en la defensa de sus legítimos derechos. Por lo pronto, es significativa la derrota de Mitt Romney, un típico político de derecha que ya había expresado con toda claridad sus firmes intenciones imperialistas, de las que los más perjudicados seríamos los mexicanos.
Tampoco se puede negar que para México es fundamental la relación con Estados Unidos, no sólo por motivos impuestos por el determinismo geopolítico, sino por la dependencia económica, hábilmente cultivada desde la Casa Blanca, y dócilmente aceptada por los sucesivos gobiernos “mexicanos”, a partir de la imposición de políticas públicas inconvenientes para el país, luego del año 1982. El voto mayoritario por Obama, particularmente el de la población de origen latinoamericano, podría abrir posibilidades de que la relación entre ambos países se dé sobre esquemas de racionalidad y no de predominio imperialista.
El pueblo estadounidense mandó un claro mensaje a sus elites: “Frenen su voracidad y permitan que podamos tener un futuro más justo. La vida nos pertenece a todos, no sólo a ustedes. Queremos tener un nivel de vida que nos permita erradicar lacras que enturbian la paz y la gobernabilidad, como el desempleo, los salarios raquíticos, los altos costos de la salud y la educación”. Lo deseable ahora es que el presidente Obama entienda ese mensaje y se convierta en el estadista que necesita no sólo Estados Unidos, sino el mundo en esta época ensombrecida por las absurdas ambiciones de los neofascistas, que desgraciadamente lideran el mundo occidental.
La situación política en Estados Unidos, a partir de ahora, podría ser benéfica para los países periféricos, siempre y cuando sus dirigentes entiendan que se rebasaron ya límites de sensatez y racionalidad. Esto es básico en México, donde se extralimitaron las ambiciones de una oligarquía que se acostumbró a imponer sus intereses por encima de cuestiones éticas y políticas. La realidad demuestra que hemos caminado en reversa desde hace tres décadas, con resultados fatales que en este sexenio se magnificaron. Obviamente, es impensable la continuidad de un escenario de violencia, carestía, luto nacional y endeudamiento, como el que ahora se vive en el territorio nacional.
Más absurdo es el afán de malbaratar los bienes pertenecientes al Estado mexicano, los cuales son el sostén de la economía nacional. Y mucho más irracional todavía que al mismo tiempo la deuda del país crezca de manera inexplicable. En este sexenio, según informó la propia Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP), aumentó 79 por ciento, al llegar a 5 billones 613 mil millones de pesos, de los que 2 billones 478 mil millones corresponden a la actual administración. Esto sucedió precisamente cuando los precios internacionales se mantuvieron por arriba de los 100 dólares por barril. ¿Cómo se explica una situación tan ajena a factores mínimos de racionalidad económica?
De ahí que pueda advertirse que de nada servirá que Obama haya asegurado un nuevo periodo de cuatro años en la Casa Blanca, pues México sigue “gobernado” por una tecnocracia ajena por completo a las necesidades básicas de la nación y de la sociedad mayoritaria. No se aprovechará una posible coyuntura favorable para nuestro país, como podría ser el caso ante el compromiso de Obama con los votantes de origen mexicano, porque el grupo gobernante tiene muy claros sus objetivos, que coinciden con los que enarbolan los principales centros de poder trasnacional.
En esencia, de conformidad con nuestra circunstancia interna, sería lo mismo que hubiera ganado Romney y hubiera perdido Obama. No sólo porque las diferencias de fondo no existen entre uno y otro, sino porque nuestra dependencia de Estados Unidos no sufriría ninguna modificación. Esto se habrá de confirmar en los siguientes cuatro años. Así que no sería sensato hacerse muchas ilusiones sobre un cambio notable en la relación bilateral. Lo habrá cuando en México haya un mandatario que defienda los intereses del país.
Ni que decir tiene que así es como ha construido su alto nivel de desarrollo, desde que fue fundado por ciudadanos visionarios cuya ideología pragmática y luterana favoreció su éxito. Los verdaderos cambios sólo podrán darse en la medida que los pueblos sojuzgados se unan en la defensa de sus legítimos derechos. Por lo pronto, es significativa la derrota de Mitt Romney, un típico político de derecha que ya había expresado con toda claridad sus firmes intenciones imperialistas, de las que los más perjudicados seríamos los mexicanos.
Tampoco se puede negar que para México es fundamental la relación con Estados Unidos, no sólo por motivos impuestos por el determinismo geopolítico, sino por la dependencia económica, hábilmente cultivada desde la Casa Blanca, y dócilmente aceptada por los sucesivos gobiernos “mexicanos”, a partir de la imposición de políticas públicas inconvenientes para el país, luego del año 1982. El voto mayoritario por Obama, particularmente el de la población de origen latinoamericano, podría abrir posibilidades de que la relación entre ambos países se dé sobre esquemas de racionalidad y no de predominio imperialista.
El pueblo estadounidense mandó un claro mensaje a sus elites: “Frenen su voracidad y permitan que podamos tener un futuro más justo. La vida nos pertenece a todos, no sólo a ustedes. Queremos tener un nivel de vida que nos permita erradicar lacras que enturbian la paz y la gobernabilidad, como el desempleo, los salarios raquíticos, los altos costos de la salud y la educación”. Lo deseable ahora es que el presidente Obama entienda ese mensaje y se convierta en el estadista que necesita no sólo Estados Unidos, sino el mundo en esta época ensombrecida por las absurdas ambiciones de los neofascistas, que desgraciadamente lideran el mundo occidental.
La situación política en Estados Unidos, a partir de ahora, podría ser benéfica para los países periféricos, siempre y cuando sus dirigentes entiendan que se rebasaron ya límites de sensatez y racionalidad. Esto es básico en México, donde se extralimitaron las ambiciones de una oligarquía que se acostumbró a imponer sus intereses por encima de cuestiones éticas y políticas. La realidad demuestra que hemos caminado en reversa desde hace tres décadas, con resultados fatales que en este sexenio se magnificaron. Obviamente, es impensable la continuidad de un escenario de violencia, carestía, luto nacional y endeudamiento, como el que ahora se vive en el territorio nacional.
Más absurdo es el afán de malbaratar los bienes pertenecientes al Estado mexicano, los cuales son el sostén de la economía nacional. Y mucho más irracional todavía que al mismo tiempo la deuda del país crezca de manera inexplicable. En este sexenio, según informó la propia Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP), aumentó 79 por ciento, al llegar a 5 billones 613 mil millones de pesos, de los que 2 billones 478 mil millones corresponden a la actual administración. Esto sucedió precisamente cuando los precios internacionales se mantuvieron por arriba de los 100 dólares por barril. ¿Cómo se explica una situación tan ajena a factores mínimos de racionalidad económica?
De ahí que pueda advertirse que de nada servirá que Obama haya asegurado un nuevo periodo de cuatro años en la Casa Blanca, pues México sigue “gobernado” por una tecnocracia ajena por completo a las necesidades básicas de la nación y de la sociedad mayoritaria. No se aprovechará una posible coyuntura favorable para nuestro país, como podría ser el caso ante el compromiso de Obama con los votantes de origen mexicano, porque el grupo gobernante tiene muy claros sus objetivos, que coinciden con los que enarbolan los principales centros de poder trasnacional.
En esencia, de conformidad con nuestra circunstancia interna, sería lo mismo que hubiera ganado Romney y hubiera perdido Obama. No sólo porque las diferencias de fondo no existen entre uno y otro, sino porque nuestra dependencia de Estados Unidos no sufriría ninguna modificación. Esto se habrá de confirmar en los siguientes cuatro años. Así que no sería sensato hacerse muchas ilusiones sobre un cambio notable en la relación bilateral. Lo habrá cuando en México haya un mandatario que defienda los intereses del país.
Guillermo Fabela - Opinión EMET