Imaginen por un momento entrar en un mundo en que no existe el Estado
ni la nación. Es un mundo perfecto porque el Estado es pura coerción,
el uso de la fuerza bruta, y los soldados. Y la nación es un invento
para hacernos sentir inferiores y lamentarnos de no haber nacido suecos.
Tampoco existe la política, que es mala y sucia, al igual que los
partidos porque todos son iguales de corruptos. No hay ricos ni pobres,
es más, no existen las clases sociales porque todos somos mexicanos. No
hay pueblo, como célebremente tuiteó el entonces consejero del INE,
citando sin saberlo, a Margaret Thatcher. No hay racismo porque todos
somos mezcla de aztecas y españoles, algo que sucedió hace tanto tiempo
que no vale ya la pena ni siquiera mencionarlo: no es moderno. Lo que sí
hay en este mundo sin casi nada, son personas aisladas, que son hombres
y mujeres porque así lo dictan sus gónadas sexuales. Esos dos tipos de
personas expresan sus identidades adquiriendo mercancías, marcas, y
estilos de vida, que son sus opiniones, hábitos, gustos, y maneras de
hablar y comportarse para pertenecer. En este centro comercial del Yo,
la política debe satisfacer mi estilo de vida y éste no se trata de
ideales o principios, sino darme algo que tenga que ver con mi forma de
existencia, conmigo. Algo que me permita buscarme una aventura
desechable y una anticipación de la que sigue.
En ese mundo del Yo, los candidatos de los partidos deben ofrecerme
algo que refleje mi estilo de vida. No existen los intereses generales
ni los sentimientos de la Nación, porque todos somos individuos aislados
en busca de nuestra propia expresión. Somos fruto de nuestro esfuerzo y
de nuestra propia astucia, del querer es poder, por eso los programas
sociales y los derechos constitucionales son dádivas que perpetúan la
pobreza y no estimulan esmero y el empuje. “Por el bien de todos,
primero los pobres” debería ser nada más un lema de campaña, una frase
publicitaria, no una acción, no que los impuestos vayan a programas
directos de contención de la pobreza.
El mejor político es uno que no tenga sin ambición ni use su poder,
que fluya, porque lo que fluye, no polariza. Que sea multicolor y que él
mismo sea plural, es decir, que no tenga ideologías ni historia
política; porque plural quiere decir sin confrontación, sin
antagonismos, armónico y dócil en sus interacciones con las élites. En
este mundo color de rosa, la democracia es fruto de un diseño y no de la
irrupción de millones en las marchas, mitines, cartas, pancartas, y
mantas. La democracia es algo que llegó naturalmente con la
modernización del país, así como llegó el Uber. El Gobierno tiene que
ser responsable, en la medida en que no es político. Responsable quiere
decir que las decisiones se toman con base en los datos que son
neutrales, y no son culpa de nadie; son naturales. En este mundo no hay
nada deliberado porque los individuos aislados fluyen, son líquidos, son
mudables. Y la realidad es armónica, sin conflictos, sin política.
Hago esta descripción de la política despolitizada de la derecha para
tratar de explicarme las marchas que Claudio X. González ha convocado
con resultados cada vez más disparejos. ¿Qué dicen los que van a estas
marchas de su propia idea de la política, el Estado, y de marchar? Me
sorprende que no hayan encontrado más que dos consignas que los
aglutinen. Una es gritar: “México”, como lo han hecho desde el
surgimiento de una derecha pública, en la marcha de 27 de junio de 2004.
La otra es repetir “no se toca”, sea el INE, el INAI, la Suprema Corte.
Creo que el gritar “México”, como en partido de la selección nacional,
implica la añoranza de la armonía, antes de la política, es decir, de
cuando no había confrontaciones porque sólo hablaba un polo muy pequeño,
casi emparentado entre ellos, del país. “México” es una palabra que
borra las diferencias sociales, raciales, de género. Borra también las
diferencia de opiniones. Por eso, frente a la Suprema Corte de Justicia,
mientras los simpatizantes de Claudio X. González vandalizaban a los
que apoyan la reforma judicial de tal manera que los jueces sean electos
en las urnas, ahí, mientras una religiosa de nombre “Alejandra”
arrancaba con furia los carteles contra Norma Piña, la muchedumbre de
blanco gritaba: “México”, ese lugar fuera del mundo en que no existe la
disputa y el choque. Pero, al mismo tiempo, no tienen arraigo
republicano. No sienten genuina pertenencia al país, sino a la patria de
Amazon, Instagram, y Netflix. Sospechan de los aeropuertos construidos
por trabajadores mexicanos. Para ellos, la nación es una tontería
inventada por los gobiernos nacional-revolucionarios y, si algo tiene
sentido, es la llamada “sociedad civil” que no pertenece más que al
terreno de la comunidad digital. El Estado sólo significa la coerción,
el Ejército, el uso de la fuerza. La sola presencia de una persona
vestida de militar en un andén del metro les desata una fobia a la
“militarización”, aunque nunca se hayan subido al metro. “Fue el
Estado”, una consigna que tuvo un origen legítimo en las marchas por la
aparición de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, se convirtió
en un lema de la derecha que ahora se lo aplica a todo lo que no le
gusta, aunque el Estado no tenga nada que ver.
En cuanto al “No se toca”, hay varias cosas que decir. Es una
metáfora corporal. El tocar, el tacto, es de los cinco sentidos con los
que contamos, el único que incluye la empatía, la apertura hacia el
otro. Tocar es el más social de los sentidos. Tocamos cuando damos la
mano, abrazamos, acariciamos. “No tocar” significa no compartir,
distanciarse, dejar en paz. Los demás sentidos, ver, escuchar, oler,
degustar se localizan en la cabeza y no requieren acercarse para
facultarlos. Sólo el tacto requiere afinidad y abrirse al de a lado,
acercarse. El tocar necesariamente cambia a las personas involucradas
porque es un sentido que no puede, como la mayoría de ellos, lograrse
desde la distancia. La otra cosa interesante de que la consigna sea “No
se toca” es la idea despolitizada de la política: lo que existía en los
gobiernos del PRIAN era natural, producto de un diseño que se fue
perfeccionando, como el precio en el mercado libre, y su constitución
actual es la mejor posible. Así, el INE era una creación de un grupo de
expertos en democracia, abogados y administradores, y no resultado de
una larguísima disputa, con sus propios muertos, triunfos y derrotas,
fraudes y movilizaciones multitudinarias. Para la derecha, “no se toca”
es dejar fluir lo que ya está, no tratar de cambiarlo, dejarlo a su
suerte porque es lo mejor que puede existir. Es natural, no es un
producto de la historia, sus actores, el pueblo, la sociedad organizada,
politizada, e irrumpiendo en la vida pública a golpes de mayorías
electorales. El “no se toca” es, también, una idea de la derecha: que
los cambios en una sociedad deben ser tan gradualmente que no los
notamos, que las instituciones se van perfeccionando tan poco a poco que
hasta parecen las mismas, que una familia tardará varias generaciones
en conseguir lo necesario para vivir, otras tantas generaciones para
acceder a una universidad, más generaciones para tener algo que heredar a
la siguiente. Y, por último, el “no se toca” está relacionado con la
idea conservadora de que lo que se transforma, en realidad, se está
destruyendo. Desde los primeros meses del Gobierno de la 4T, hemos
escuchado a reputados intelectuales decir que se destruía sin construir.
Esa consigna, sin pruebas en la realidad, se transformó, ya en boca de
los activistas de la sociedad civil de Claudio X. González en “la
destrucción de México” o de la selva del sureste o de la relación con
Estados Unidos o de la armonía social basada en el silencio de la
mayoría.
El ”no se toca” de la Suprema Corte de Justicia de la Nación parte
del mismo criterio inamovible: no le muevas, porque así es lo mejor que
puede estar. Ese terror a la transformación. Según sus defensores, los
jueces, los ministros, magistrados, y hasta el último ministerio público
del país se dedican a ser imparciales, sólo leyendo normas y leyes para
aplicarlas. Son jueces que no pertenecen a ningún grupo político, ni a
una élite sobrevalorada, ni siquiera se les considera funcionarios
públicos. Son el oráculo que nos dice qué está escrito en la
Constitución y en las leyes secundarias. Que habla de “litis”, de
“transitorios” de “medios de control jurisdiccional”. Y aplican esas
leyes sin sesgos políticos, creencias personales o siquiera errores de
comprensión de lectura, como algunos de ellos han demostrado padecer. Lo
dijo la propia presidenta de la Suprema Corte, Norma Piña, en su
intervención en el 25 aniversario de la Defensoría Pública, de donde
salieron los abogados que denunciaron que el secretario de cuenta de
Norma Piña era el cuñado de Isabel Miranda de Wallace. Piña dijo: “En el
camino, en la evolución y adaptación de nuestra institución a las
exigencias ciudadanas, no debemos confundir legitimación con
popularidad. Eso nunca ha estado —ni debe estar— en nuestra misión
axiológica, en nuestros valores institucionales. Es muy importante
distinguir entre la necesaria legitimación social que requieren las
instituciones públicas, del uso de las instituciones públicas como un
medio para obtener aprobación social. Las instituciones permanecen
vigentes frente a la sociedad solo si están en permanente evolución, en
este sentido las instituciones son similares a un ser vivo”.
En esas frase de Norma Piña vemos todos los componentes de la
despolitización de la política: unas instituciones que evolucionan como
animales en un bosque, la legitimidad que no proviene de los sufragios
en las urnas sino de la costumbre de que ahí están los jueces y
magistrados rindiéndole cuentas al poder celestial que los llevó al
cargo, y confundir esa legitimidad del voto con la popularidad, una idea
de la derecha que cree que la política es marketing. Pervive en los
servidores públicos de la Corte el pensar que desaprobación general de
la que padecen se debe a que no tienen en cuenta “el qué dirán”, y no
como realmente ocurre, que le descongelaron las cuentas a la cómplice y
esposa de Genaro García Luna, que dos de sus colaboradores en el
desfalco a la secretaría de seguridad de Felipe Calderón, Vargas y
Casanueva, fueron contratadas como administradoras del Consejo de la
Judicatura. Al final, Piña ni siquiera se refirió al desalojo que sus
apoyadores hicieron del plantón que pide la reforma judicial
constitucional. No tuvo una palabra para los padres de los niños
quemados en la Guardería ABC, cuyas cruces, sus manifestantes usaron
como proyectiles. Las cruces de los niños vícitmas de la negligencia y
complicidad de Felipe Calderón quien, como lo ha dicho públicamente
Arturo Zaldívar, presionó, acosó e intimidó a los propios ministros de
la Suprema Corte para que no se abriera el caso, donde estaban
involucrados familiares de su esposa, Margarita Zavala Gómez del Campo.
En la marcha de “La Corte no se toca” la youtubera Eli entrevistó a
dos señoras que vinieron a la capital desde el estado de México para
defender a Norma Piña. Al contrario de la religiosa “Alejandra”, la que
destazó las mantas en la puerta de la Suprema Corte, que dijo defender a
la ministra porque “era mujer”, las señoras aportaron una nueva versión
de la historia reciente. Dijeron sin una sola fuente que el hoy
gobernador priista del estado de México, primo de Peña Nieto, hoy
exiliado en España, se “había pasado a Morena”. Esta es otra
característica notable de la despolitización de la derecha y, hasta de
cierta izquierda buenaondita: el relato que ve en la transformación no
un nuevo futuro sino el retorno del priismo. Este relato decadentista
quiere ver en cualquier acción o inacción del Presidente, porque son
incapaces de pensar en un movimiento de millones, como un regreso del
estatismo, el autoritarismo y el personalismo de los presidentes
emanados del aparato del PRI. Así, una ocupación de una vía concesionada
de un tren es “expropiación”; un cambio hacia la infraestructura del
ejército y la marina, es “militarización”; y todo lo que decide es un
“capricho”, porque es deliberado y no decidido por un grupo de expertos
en números. Este extraño retorno al PRI de los setentas, viene
acompañado de otro concepto misterioso: la democracia se está
destruyendo por el voto popular. Y al voto popular se le llama
“dictadura plebiscitaria”, como enunció el difamador Enrique Krauze, o
“populismo”. Hay una nueva derecha anti-comunista sin comunismo y, como
carece de palabra para reeditar una Guerra Fría, utiliza la palabra
“populismo”. No es que esa derecha luche contra un fantasma sino que,
para ella, el “comunismo” es enunciar el clasismo racializado, y poner
en duda la autoridad en política de los títulos académicos. El
“populismo” es su “comunismo” contemporáneo, a pesar de que proviene de
la irrupción democrática y pacífica de los excluidos en las urnas. No
aceptan la idea de esa irrupción de millones y prefieren decir que
Andrés Manuel nos manipula, nos “compra” con los programas sociales, o
que no somos lo suficientemente instruidos como para saber votar “bien”,
como dice Vargas Llosa. Ese es el contenido de lo que se autodenomina
“pueblo”, la politización de las disputas por quién ordena y quién
obedece. Eso ha llevado a la ampliación de los derechos pero también a
enunciar públicamente las desigualdades silenciadas como el clasisimo
racializado.
Es la destrucción del mundo como la derecha lo conoció. Y, aunque no
pueden enunciarlo, lo que se ha ido destruyendo poco a poco son las
coordenadas del lugar que ocupan unos y otros mexicanos en la idea de
patria, el tipo de pertenencia, el arraigo republicano. Ya no es más la
economía, el dinero y los grados académicos los únicos que pueden
dotarnos de identidad. Ahora, también es la política y, por default, es
el nuevo terreno identitario de los excluidos. Para aminorar sus miedos,
la oposición de derecha clama por la “reconciliación” o un obradorismo
suavizado, más pausado, negociado. No se han querido dar cuenta de
quienes presionan por la profundización de la 4T no son los liderazgos
de Morena, sino nosotros, sus electores.
Fabrizio Mejía Madrid
Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui
Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las
novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de
confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que
recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.