La Casa Blanca diseñó el golpe para hacer retroceder los avances de gobiernos electos democráticamente y a movimientos progresistas en varias partes del mundo
-->México, (PL) El golpe cívico-militar en Honduras responde a una estrategia global de la administración estadounidense, diseñada para hacer retroceder los avances de gobiernos electos democráticamente y a movimientos progresistas en varias partes del mundo.
Tal estrategia, que busca consolidar la hegemonía de Estados Unidos, erosionada tras la gestión de George W. Bush, opera en varios carriles y tiene como eje políticas de abierta intervención militar (Afganistán, Pakistán, Iraq) y operaciones encubiertas (Venezuela, Irán, Bolivia, Honduras), en el marco de guerras de baja intensidad. Asimismo, echa mano de una retórica propia de la añeja diplomacia de guerra de Washington, donde el uso de la propaganda es clave en la preparación de los escenarios de forma previa, durante y después del golpe de Estado.
En ese sentido, el de Honduras es otro golpe mediático, asentado en una guerra de propaganda que busca legitimar un régimen de facto a través de los medios bajo control monopólico privado. En el caso de marras, ocurre con la participación plena de los periódicos hondureños La Prensa y El Heraldo, cuyo propietario Jorge Canahuati, presidente de la comisión internacional de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), antiguo brazo de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) desde los tiempos de la guerra fría. Cuenta con el apoyo, claro, de la transnacional imperial CNN. El golpe militar en Honduras, el eslabón más débil en América Latina, estuvo dirigido a hacer retroceder al gobierno democrático de Manuel Zelaya, para imponer de facto a un nuevo régimen cliente en una zona estratégica del patio trasero del imperio.
El golpe geopolítico del imperio en Honduras viene a reforzar al polo ultraconservador al interior del Plan Puebla Panamá, rebautizado Iniciativa Mesoamericana, que tiene sus dos bastiones en México y Colombia, ambos países militarizados. Las victorias progresistas en Honduras, Nicaragua y El Salvador complicaban los planes hegemónicos de la Casa Blanca, en la búsqueda de conformar una plataforma de intervención estadunidense en América del Sur, con la mira puesta en los hidrocarburos de Venezuela y Ecuador, el gas boliviano, los inmensos recursos de la Amazonía y el Acuífero Guaraní.
La clave del cambio de la política de Washington hacia Honduras se produjo en 2007-2008, cuando el presidente Zelaya decidió mejorar las relaciones con Venezuela para asegurar el subsidio de petróleo y la ayuda exterior de Caracas. Zelaya entró en PETROCARIBE, la asociación creada por Venezuela para suministrar hidrocarburos a países del Caribe y Centroamérica, a largo plazo y bajo costo. Y más recientemente se unió a la Alianza Bolivariana de las Américas (ALBA), adversaria de la derrotada propuesta del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), fallido engendro neoliberal de cuño imperial.
Para consumar el golpe la Casa Blanca utilizó al alto mando del ejército de Honduras, ligado estructuralmente al Pentágono, que desde mediados del siglo pasado ha penetrado los distintos niveles de la oficialidad local. Recurrió, también, a los viejos vínculos de Washington con la oligarquía vernácula, que controla el Congreso y el Tribunal Supremo. Contó además en la emergencia con la legitimación otorgada por la jerarquía de la Iglesia católica conservadora, en particular, con el apoyo del Cardenal Oscar Andrés Rodríguez Maradiaga, Arzobispo de Tegucigalpa. Igual que en la fallida asonada en Venezuela (2002) y la intentona separatista o golpe cívico prefectural de Bolivia (2008), sobre un patrón que le resultara muy eficiente en algunas ex repúblicas del bloque socialista, la acción para revertir la situación en Honduras combinó la contrainsurgencia clásica con la doctrina del golpe suave, y echó mano de políticas extraparlamentarias para legitimar a la elite oligárquico-militar hondureña y reafirmar el dominio imperial. Como dijo Fidel Castro en una de sus esclarecedoras reflexiones, Honduras es hoy un país doblemente ocupado.
Lo es, por los militares golpistas, que actuaron en la coyuntura como un ejército de ocupación en su propio país, al servicio de Estados Unidos y la oligarquía hondureña. Pero además, es un país ocupado militarmente por el Pentágono. Ello es así, porque a 97 kilómetros de Tegucigalpa opera la base militar estadounidense de Soto Cano (o Palmerola), donde se encuentra la Fuerza de Tarea Conjunta Bravo, compuesta con un millar de efectivos de elite del Pentágono y los equipos más avanzados de espionaje e intervención.
Cabe recordar que en los años 80, en la guerra clandestina de Ronald Reagan contra Nicaragua sandinista, Honduras, según la expresión del fallecido intelectual argentino Gregorio Selser (1922-1991), se convirtió en un ó portaviones terrestre ó de Estados Unidos en el istmo centroamericano. Como pregunta ahora Fidel: ó ¿Cuál es el objetivo de la base militar, los aviones, los helicópteros y la Fuerza de Tarea de Estados Unidos en Honduras? La respuesta es obvia y nos retrotrae a la dinámica estadounidense de los años 80: intervenir en la región.
No parece un dato baladí, el hecho de que el presidente Zelaya, al igual que su homólogo ecuatoriano Rafael Correa con respecto a la base militar de Manta, anunciara que Soto Cano sería utilizada para vuelos comerciales internacionales, luego de pactar que la construcción de la terminal civil sea financiada con un fondo del ALBA. Como muchas veces antes en la historia, asistimos en Honduras a un golpe cívico-militar clásico de manufactura estadounidense, que cuenta con el consenso de los poderes fácticos y la oligarquía local. Como advirtió Zelaya, si Washington no está detrás, estos golpistas no duran 48 horas.
El autor es un reconocido articulista de la prensa mexicana y colaborador de Prensa Latina.