Madrid,
18 feb. 14. AmecoPress.- De sur a norte las venas de América Latina
siguen sangrando. Proyectos extractivistas mineros, hidrocarburíferos o
agroindustriales se multiplican por toda la geografía latinoamericana
de la mano de empresas trasnacionales a las que se han ido sumando, en
los últimos años, compañías estatales. Porque si hay algo en lo que
coinciden gobiernos neoliberales y progresistas de la región, es en la
consolidación de un modelo neo-desarrollista con base extractivista. La
otra cara de este proceso de extracción y exportación de materias
primas a gran escala, se asienta en la desposesión acelerada del
territorio y de los derechos de las poblaciones afectadas.
Pese a que las
mujeres han estado presentes en las resistencias socio-ambientales
contra los proyectos extractivos, sus luchas no siempre han sido
visibilizadas. Sin embargo, en las últimas décadas, la masiva presencia
de mujeres y su rol protagónico en la defensa del territorio ha cobrado
visibilidad en la medida en que se ha ido profundizando el proceso de
despojo.
Sus voces, que
parten de la pluralidad de enfoques y posicionamientos, revelan el
impacto que las actividades extractivas producen en las relaciones de
género y en la vida de las mujeres. Algunas se sitúan en los feminismos
populares y comunitarios, otras parten desde los ecofeminismos, y
muchas no se reconocen como feministas de forma explícita. Pero todas
ellas, desde su diversidad, comparten el horizonte de una lucha
post-extractivista, descolonizadora y antipatriarcal, y se empoderan en
el marco de las resistencias. Su principal aporte: sacar a la luz los
estrechos vínculos entre extractivismo y patriarcado.
Trata de mujeres y niñas
Los bloques
petroleros en la Amazonía ecuatoriana, la explotación minera de
Cajamarca en Perú o la ruta de la soja en Argentina comparten una
realidad común. En todos estos lugares, afectados por las actividades
extractivas, la masiva llegada de trabajadores ha provocado el
incremento del mercado sexual. El alcohol, la violencia, y la trata de
mujeres y niñas con fines de explotación sexual se establecen en la
cotidianidad de los pueblos como expresión de una fuerte violencia
machista. Un informe realizado en el marco del Encuentro
Latinoamericano Mujer y Minería que se celebró en Bogotá en octubre de
2011, señala que “aparecen situaciones críticas que afectan
directamente a las mujeres, tales como la servidumbre, trata de
personas, migración de mujeres para prestar servicios sexuales (…) y la
estigmatización de las mujeres que ejercen la prostitución”.
Por otro lado,
el modelo extractivista conlleva la militarización de los territorios,
y las mujeres se enfrentan a formas específicas de violencia debido a
su condición de género. Esto incluye, en numerosas ocasiones,
agresiones físicas y sexuales por parte de las fuerzas de seguridad
públicas y privadas.
Desde esta
perspectiva, tanto la tierra como el cuerpo de la mujer son concebidos
como territorios sacrificables. A partir de ese paralelismo, los
movimientos feministas contra los proyectos extractivos han construido
un nuevo imaginario político y de lucha que se centra en el cuerpo de
las mujeres como primer territorio a defender. La recuperación del
territorio-cuerpo como un primer paso indisociable de la defensa del
territorio-tierra. Una reinterpretación en la que el concepto de
soberanía y autodeterminación de los territorios se amplía y se vincula
con los cuerpos de las mujeres.
Son las
mujeres Xinkas en resistencia contra la minería en la montaña de
Xalapán (Guatemala) quienes, desde el feminismo comunitario, construyen
este concepto. Plantean que defender un territorio-tierra contra la
explotación sin tener en cuenta los cuerpos de las mujeres que están
siendo violentados es una incoherencia. “La violencia sexual es
inadmisible dentro de este territorio porque entonces ¿para qué lo
defiendo?”, se preguntaba Lorena Cabnal, integrante de la Asociación de
Mujeres Indígenas de Santa María de Xalapán – Jalapa.
“Las mujeres somos una economía en resistencia”
La penetración
de industrias extractivas en los territorios desplaza y desarticula las
economías locales. Rompe con las formas previas de reproducción social
de la vida, que quedan reorientadas en función de la presencia central
de la empresa. Este proceso instala en las comunidades una economía
productiva altamente masculinizada, acentuando la división sexual del
trabajo. El resto de economías no hegemónicas – la economía popular, de
cuidados, etc. –, que hasta ese momento han podido tener cierto peso en
las relaciones comunitarias, pasan a ser marginales.
En un contexto
donde los roles tradicionales de género están profundamente arraigados
y donde el sostenimiento de la vida queda subordinado a las dinámicas
de acumulación de la actividad extractiva, los impactos
socio-ambientales como la contaminación de fuentes de agua o el aumento
de enfermedades incrementan notablemente la carga de trabajo doméstico
y de cuidados diario que realizan las mujeres.
“Hay miles de
experiencias productivas y económicas desde las mujeres que a partir de
hoy las reconocemos y las nombramos como economías en resistencia.” A
través de esta idea, adoptada de forma colectiva en el Encuentro
Regional de Feminismos y Mujeres Populares celebrado en Ecuador en
junio de 2013, las mujeres plantean otra forma de hacer economía. Una
economía basada en la gestión de los bienes comunes que garantiza la
reproducción cotidiana de la vida. Tal y como asegura la socióloga e
investigadora argentina Maristella Svampa, la presencia de las mujeres
en las luchas socio-ambientales ha impulsado un nuevo lenguaje de
valoración de los territorios basado en la economía del cuidado. Detrás
de esas luchas, por lo tanto, emerge un nuevo paradigma, una nueva
lógica, una nueva racionalidad.
El extractivismo y la reconfiguración del patriarcado
“La presencia
de hombres de otro lugar que ocupan las calles, se ponen a tomar [beber
alcohol] y fastidian a las mujeres, genera que éstas no puedan salir a
tomar un café porque las tratan como a putas”, cuentan las mujeres en
Cajamarca, una de las regiones más afectadas por las actividades
mineras en Perú.
En un contexto
de acelerada masculinización del espacio, el extractivismo rearticula
las relaciones de género y refuerza los estereotipos de masculinidad
hegemónica. En las zonas en las que se asientan las industrias
extractivas se consolida el imaginario binario basado en la figura del
hombre proveedor donde lo masculino está asociado a la dominación. En
esta recategorización de los esquemas patriarcales, el polo femenino
queda ubicado en la idea de mujer dependiente, objeto de control y
abuso sexual.
En definitiva,
tal y como señala un estudio publicado por Acsur-Las Segovias, las
aspiraciones colectivas que rodean a las actividades extractivas están
fuertemente influidas por patrones masculinos, por imaginarios
masculinizados. En este sentido, las experiencias feministas permiten
visibilizar el extractivismo como una etapa de reactualización del
patriarcado. La investigadora y activista social mexicana Raquel
Gutiérrez sostiene que “extractivismo y patriarcado tienen una liga
simbiótica. No son lo mismo, pero no puede ir el uno sin el otro.”
Protagonistas de la resistencia
Cuando la
empresa Yanacocha adquirió el proyecto minero Conga en 2001, nunca
imaginó que una sola mujer pondría en riesgo sus aspiraciones. Máxima
Acuña se enfrenta con firmeza a uno de los gigantes de la minería. Se
niega a entregar sus tierras, ubicadas frente a la Laguna Azul de la
región peruana de Cajamarca, a una empresa que ha sido varias veces
denunciada por la adquisición irregular de terrenos privados. Desde el
año 2011 Máxima y su familia han sido víctimas de violentos intentos de
desalojo por parte del personal de la minera y de la policía estatal.
Entre amenazas, intimidaciones y hostigamientos, resiste a un proceso
judicial plagado de irregularidades que la empresa interpuso bajo el
cargo de usurpación de tierras. En junio de 2008 Gregoria Crisanta
Pérez y otras siete mujeres de la comunidad de Agel, en San Miguel
Ixtahuacán, Guatemala, Guatemala, sabotearon el tendido eléctrico
interrumpiendo el suministro de la minera Montana Exploradora,
subsidiaria de la canadiense Goldcorp Inc. Durante cuatro años recayó
sobre ellas una orden de captura por sabotaje del funcionamiento de la
mina. Finalmente, en mayo de 2012, los cargos penales fueron levantados
y las mujeres lograron recuperar parte de las tierras de Gregoria, que
venían siendo utilizadas de forma irregular por la empresa.
Las mujeres
del pueblo de Sarayaku, en la Amazonía ecuatoriana, encabezaron la
resistencia contra la petrolera argentina Compañía General de
Combustibles (CGC), a la que lograron expulsar de sus tierras en el año
2004. El Estado ecuatoriano había concesionado el 60% de su territorio
a la empresa, sin realizar ningún proceso de información ni consulta
previa. Fueron las mujeres quienes, desde el principio, tomaron la
iniciativa. Cuando el ejército incursionó en su territorio
militarizando la zona en favor de la petrolera, ellas les requisaron su
armamento. El ejército quiso negociar la devolución de las armas de
forma secreta. El pueblo de Sarayaku, empujado por las mujeres, convocó
a toda la prensa del Ecuador para sacar el caso a la luz pública. En el
año 2012, tras una década de litigios, la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos declaró la responsabilidad del Estado ecuatoriano en
la violación de los derechos del pueblo de Sarayaku.
Estos y otros
casos ilustran el panorama anti-extractivista latinoamericano en el que
las mujeres se alzan como protagonistas de la resistencia, incorporando
nuevos mecanismos de lucha y reivindicando su propio espacio. En su
comunicado, las mujeres amazónicas que en octubre de 2013 caminaron
durante más de 200 km en contra de la XI Ronda Petrolera en Ecuador,
proclamaban: “Defendemos el derecho de las mujeres a defender la vida,
nuestros territorios, y a hablar con nuestra propia voz”.
Foto: Marcha de mujeres amazónicas en Ecuador. Miriam Gator.