Entre 1880 y 1930, se dio un auge importante en el número de hurtos en grandes almacenes, perpetrados en su mayoría por mujeres de clases medias y altas. Esta situación trajo consigo la invención de una nueva patología: la cleptomanía. Un siglo después, historiadoras feministas han resignificado la práctica como una protesta frente a las estructuras sociales y las opresiones del capitalismo y el patriarcado.
La cleptomanía se define como la propensión morbosa al hurto. El lenguaje jurídico puntualiza que se roban objetos que no se necesitan. Médicamente, se añade la incapacidad para controlar el impulso. Lo que parece claro es que la cleptomanía es una condición altamente enigmática y uno de los pocos desórdenes mentales resultado de la patologización de un delito, lo que posibilita que se use como motivo de defensa legal. Se diferencia del robo esporádico de artículos como ropa, complementos o maquillaje (shoplifting, en inglés) porque el impulso es irresistible. Estudios han demostrado que la padece menos del uno por ciento de la población (aunque determinar números exactos es muy complicado), siendo mucho más común en mujeres.
El manual de desórdenes psiquiátricos DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders) recoge la cleptomanía desde 1962. Anteriormente, ya había recibido atención de, entre otros, Sigmund Freud. Como en el caso de la ninfomanía o la histeria, la cleptomanía se convirtió en un diagnóstico eminentemente femenino vinculado a la biología de los cuerpos femeninos y a una imposibilidad de resistir un deseo incontrolable. Otro psiquiatra, el austriaco Wilhelm Stekel, determinó en 1911 que la cleptomanía era la expresión de un deseo sexual reprimido en las mujeres: la lucha contra él las llevaba a robar, a sucumbir a lo prohibido al tocar algo que no les pertenecía, decía. ¿Cuándo y por qué se acuñó este término y qué relación tiene su historia con las diferencias de género y clase que afloran en la aplicación del diagnóstico?
Las primeras cleptómanas
Los primeros grandes almacenes comenzaron a abrir sus puertas en ciudades como Londres o París a lo largo del siglo XIX. Entre 1880 y 1930, se observó un auge importante en el número de hurtos en estos comercios, perpetrados en su mayoría por mujeres de clases medias y altas, lo que supuso la invención de una nueva patología: la cleptomanía. Legalmente, se creó para proteger a las mujeres burguesas que robaban, ya que la definición de la enfermedad explicitaba que no debía existir una necesidad económica vinculada al robo. En su artículo sobre el libro Ladronas victorianas, María Unanue utiliza las palabras del autor, Nacho Moreno, para denunciar que “el ‘privilegio de delinquir con calma’, sólo est[tuviera] reservado para unas pocas”. Voces críticas con la medida señalaron en su momento lo sospechoso que resultaba que la enfermedad solo afectase a mujeres de clase no trabajadora.
«La desafortunada combinación de ideales femeninos asfixiantes y una creciente cultura de consumo desembocó en hurtos habituales más o menos deliberados» Clic para tuitear
La industrialización y el capitalismo promovieron una cultura altamente consumista que convirtió a los grandes almacenes en parques de atracciones para personas adultas; su arquitectura misma parecía incitar a coger cosas sin tener que pagar por ellas. Las grandes superficies encerraban entre sus paredes una trampa, ya que poner al alcance de cualquiera objetos variados generaba una golosa tensión entre el poder de comprarlos y la tentación de robarlos. Como señala Ina Semimic en su investigación sobre el tema, al coger artículos vistosamente expuestos, las mujeres estaban actuando del modo en que la cultura de consumo les había enseñado. La desafortunada combinación de ideales femeninos asfixiantes y una creciente cultura de consumo desembocó en hurtos habituales más o menos deliberados.
Relatos de la época desproveían a las mujeres que robaban (tanto ricas como pobres) de agencia, pero el caso de la famosa banda de ladronas inglesas Forty Thieves (Cuarenta ladronas) es una interesante demostración de que las mujeres que robaban eran conscientes de estar infringiendo la ley. La banda estaba compuesta por mujeres de clase trabajadora de los suburbios londinenses que, haciéndose pasar por mujeres ricas, se infiltraban en los grandes almacenes. La banda utilizó las convenciones sociales, enmascarándose como ricachonas, para burlar a la policía y cometer sus robos, destapando un sistema voraz que se volvía cada vez más desfavorecedor para las mujeres de clases trabajadoras.
El hurto por parte de mujeres se vuelve más complejo en cuanto se escarba un poco en su historia. En los grandes almacenes convivieron la señora abrigada con pieles, la ladrona haciéndose pasar por prima lejana de la señora bien y la trabajadora pobre que se paseaba entre los vistosos maniquíes mientras decidía en qué iba a gastar una importante suma de su pequeñísimo sueldo. Todas tenían los objetos al alcance de la mano pero su adquisición estaba reservada a unas pocas y, aunque sus motivaciones y el modo en que se las juzgaba en caso de ser pilladas robando eran distintas, todas estaban condicionadas por un sistema patriarcal y capitalista que definía sus expectativas y sus anhelos.
La tristeza de Winona Ryder
En la actualidad, la ciencia sigue preguntándose por las causas de la cleptomanía. Aunque se publican estudios que aseguran que la imposibilidad de controlar el impulso de robar puede estar causada por desórdenes químicos cerebrales, no deja de resultar curioso que el único tratamiento con resultados satisfactorios sea la psicoterapia, lo que podría explicarse ya que la patología no suele presentarse aislada, sino junto con procesos depresivos o ansiedad. Todo esto parece indicar que una mirada medicalizada al robo compulsivo se queda corta a la hora de ofrecer soluciones.
«La cleptomanía surgió como una forma de patologizar (y de este modo, paradójicamente, salvar) a las mujeres de clases medias y altas» Clic para tuitear
El DSM dice que las cleptómanas pueden permitirse comprar los artículos que roban pero que no pueden resistir el impulso de sustraerlos, y es curioso plantearse por qué el manual no es capaz de contemplar la posibilidad de que la persona tenga la capacidad económica de comprarlos pero decida, deliberadamente, no gastar su dinero en ellos. Si hay necesidad eres una criminal, si lo haces porque no puedes controlarte, estás enferma. Esta consideración dicotómica que diferencia cleptomanía y hurto o robo no deja de remitirnos al origen de todo: que la cleptomanía surgió como una forma de patologizar (y de este modo, paradójicamente, salvar) a las mujeres de clases medias y altas a la vez que se criminalizaba a las que tomaban algo “prestado” por real necesidad.
A principios de los 2000, la actriz Winona Ryder, que se encontraba en la cima de su carrera artística, ocupó muchas portadas tras descubrirse su cleptomanía. Algunos periodistas llegaron a escribir que la tristeza que tan bien conseguía imprimir en sus personajes era genuina y no actuada. Otros la infantilizaron asegurando que, si lo que quería era aparecer en los medios porque se hacía vieja, podría escribir una película protagonizada por una cleptómana en lugar de dedicarse a robar maquillaje. Ryder fue blanco de mofas, pero también se convirtió en objeto de fascinación para la cultura de pop. Una marca a la que había burlado bolsos y vestidos llegó a contratarla como imagen comercial para sus campañas publicitarias. Es también sonado el caso de otra persona pública, la política Cristina Cifuentes, que fue pillada, siendo presidenta de la Comunidad de Madrid, robando dos cremas de 20 euros en un supermercado. Ella declaró que aquello fue un error involuntario, aunque acabó dimitiendo de su cargo por el escándalo.
Las ladronas victorianas solían robar seda, lazos, guantes o peines, todos objetos muy vinculados al cuidado de la imagen de las mujeres. Las celebridades contemporáneas roban bolsos, cremas caras y vestidos de marcas de lujo. Parece que entre ambas situaciones las diferencias no son exageradas. Y los análisis reduccionistas siguen estando a la orden del día cuando consideramos que la presión, el cansancio o las adicciones son la única explicación posible para los robos de las mujeres con recursos. Pero, ¿qué pasa con los robos de las mujeres trabajadoras o de las mujeres sin recursos? Pues que no se miden bajo los mismos parámetros. A ellas no se les perdona simbólicamente el robo por la presión a que las somete la fama. A ellas no se las disculpa porque se hacen viejas y, pobrecillas, ya nadie las llama para actuar en Hollywood. A ellas se les aplica la ley sin miramientos de clase, reduciendo sus acciones a su carácter delictivo e inexcusable.
Las mujeres de clase trabajadora, al robar objetos útiles, son simplemente ladronas. Las señoras bien roban cosas inútiles y sus actos son tachados de patológicos. Pero, si esos bienes “inútiles” están a la venta es porque muchas otras los compran. ¿Los bienes son inútiles cuando se roban, pero muy útiles y necesarios cuando se paga por ellos? ¿No será que poco de lo que se nos incita a consumir nos es realmente “necesario”? Si se destapa la trampa, el sistema se tambalea. El hurto abre una brecha en la sólida maquinaria capitalista: un tornillo sale despedido, le salta un ojo a un pez gordo y hay que poner mucho esfuerzo en recolocar esa minúscula pieza.
Robar libros en El Corte Inglés
¿Se puede hacer una lectura crítica feminista de la cleptomanía? Por un lado, la patología es una ficción inventada para salvar a las privilegiadas. Por otro, un siglo después del boom de las cleptómanas de los grandes almacenes, historiadoras feministas han resignificado la práctica como una protesta frente a las estructuras sociales y las opresiones del capitalismo y el patriarcado. Sin una lectura crítica en cuanto a género y clase de las motivaciones que llevan a alguien al hurto o el robo, seguiremos reproduciendo los mismos discursos esencialistas de los científicos del siglo pasado.
“El robo en tiendas es posiblemente la forma más accesible de desobediencia civil”, razona Beatrice Harvey en su reportaje sobre la posibilidad de considerar los hurtos como activismo. Y, conforme las grandes superficies van ganando terreno a los comercios pequeños y locales, “resulta cada vez más fácil birlar artículos a los grandes negocios”, recoge el mismo artículo. Aunque para la autora no queda claro si esto tiene consecuencias reales a escala social, sí que abre un campo de acción de gran potencial subversivo. Lo que en su momento supuso una resistencia activa de las ladronas victorianas a la modernidad capitalista –que las incitaba al consumo a la vez que les exigía un autocontrol brutal en todas las escenas de su vida– es hoy un gesto que bien podría ser leído como desestabilizante para el orden capitalista y patriarcal. Metafóricamente, la que roba pone de relieve el absurdo de un sistema que promueve que trabajemos para generar dinero que gastaremos en cosas que no necesitamos.
La escritora Cristina Morales fue invitada a dar una charla en un El Corte Inglés y, para sorpresa –y deleite– de algunas, la tía se plantó allí para explicar lo fácil que es robar libros en estos grandes almacenes. Morales se explicó en una entrevista imprescindible: “El 8 de marzo de 2019 fui invitada a El Corte Inglés para hablar con Rosa Montero sobre Lectura fácil: si me invitan a El Corte Inglés, es mi espacio, esa hora es mía. Estoy entrando legalmente a este lugar, no me estoy colando, y nadie me ha hecho firmar un documento sobre qué debo y qué no debo decir. Esto es muy importante. En ese caso fue divertido porque, siendo que ese lugar era mío, era un lugar muy incómodo. Entonces, ahí sí que fui preparada con una serie de reflexiones sobre robar libros en El Corte Inglés. Y fue no sé si una victoria, pero sí un consuelo a nivel interno que me hacía al menos no tener pesadillas por estar allí. Esto lo he ido descubriendo: que si alguien me da una libertad, me la tomo, y que se puede morder la mano que te da de comer”.
No te vayas, amiga, te queremos robar más tiempo: