Raúl Díaz
Cuando en 1976 Manuel Puig publicó su novela El beso de la mujer araña,
se convirtió de inmediato en éxito de librerías, desde España, donde
apareció, hasta el fin del Cono Sur, así como en países de otros
continentes.
Muchas razones había para ello, pero entre las fundamentales estaban
la temática que hablaba de la realidad que vivía la mayoría de los
países latinoamericanos, sus dictaduras y sus métodos represivos; el
tratamiento, con un lenguaje nuevo, cinematográfico de alguna manera,
dado a estos aspectos, así como su combinación con un asunto poco
tratado y, sobre todo, nunca antes expuesto de manera clara y directa:
la relación posible entre un homosexual y un homofóbico obligados a
compartir a diario el reducido espacio de una celda.
Con tales antecedentes, nada de extraño tiene que el cine y el teatro
prontamente hicieran sus propias versiones igualmente exitosas y que,
poco después, el teatro se arriesgara aún más, con libreto de Terrence
McNally, letra de canciones de Fred Ebb y música de John Kander, para
convertirla en comedia musical, misma que actualmente se presenta en el
teatro Hidalgo-Ignacio Retes.
Como corresponde a toda comedia musical, El beso de la mujer araña
ofrece una gran producción, con orquesta en vivo, lujoso y variado
vestuario; coro; escenografía; iluminación, así como parafernalia de
boato y gran despliegue de todos estos y demás elementos. Se trata,
pues, de un gran espectáculo y el público así lo disfruta.
Empero, como en el fondo sigue residiendo la novela, no puede
evadirse la problemática, y es así como de nuevo vuelve a recordarse el
periodo negro de la dictadura militar argentina, su represión bestial a
las luchas populares; los asesinatos y desapariciones forzadas, que se
dieron por miles, así como la tortura cruel que se aplicó a muchos más
todavía. Todo esto encarnado en Valentín, guerrillero urbano caído prisionero y colocado en una celda con Molina, homosexual apolítico, cinéfilo empedernido, preso por abuso de menores. El objetivo de las autoridades al unirlos es que Molina logre lo que no consiguió la tortura: descubrir secretos y contactos de Valentín.
Este último es un obsesionado por su causa, aunque poco preparado
políticamente y, desde luego, no marxista. Es también un homofóbico
furibundo que, literalmente, pinta su raya en la pequeña celda para
mantener fuera de su espacio a Molina.
Así, se entenderá fácilmente que un hombre tal para llegar a tener
una relación carnal con otro hombre y posteriormente, anímica, tiene que
sufrir un proceso de transformación muy, muy profundo; naturalmente,
este cambio debe verse y sentirse. Nada de esto ocurre con Jorge
Gallegos, a quien se encargó este personaje que, evidentemente, le quedó
inmenso. A esto debe agregarse que el señor Gallegos tampoco sabe
cantar, por lo que toda su actuación es mala.
No mejoran mucho las cosas con la señora Chantal Andere, la protagonista central, Aurora,
la mujer araña. Ella cumple bien su rutina, canta y baila como le
dijeron que lo hiciera, pero es de una frialdad escalofriante; no
trasmite nada, nada.
En contraposición, para alivio del público, el trabajo lleno de
verdad escénica, puntual y matizado como su personaje exige, Rogelio
Suárez, ofreciendo un Molina digno de todo elogio.
Con su profesionalismo de siempre y sólo lamentando lo limitado de su
papel, Olivia Bucio, sin duda, merece mejores oportunidades, e igual
reconocimiento al trabajo agotador del coro.
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