4/02/2019

Dilemas del #MeToo

Editorial La Jornada 


En semanas recientes han cobrado gran impulso en las redes sociales diversas cuentas dedicadas a sacar a la luz denuncias por hostigamiento, acoso, violación y demás expresiones de la violencia de género en los ámbitos literario, cinematográfico, teatral, académico, empresarial, del activismo social y otros. Tales cuentas se inscriben en el esfuerzo nacional e internacional por visibilizar el machismo, la misoginia estructural y las agresiones a las que se ven sometidas las mujeres en todos los terrenos, y su modo de operación ha sido la difusión de testimonios firmados o anónimos de toda suerte de abusos sexuales. Varias han elaborado, con base en esos testimonios, listas de hombres señalados como agresores.

En la madrugada de ayer el músico, escritor y fotógrafo Armando Vega-Gil, integrante de la banda Botellita de Jerez, quien horas antes fue mencionado como acosador de una menor, se quitó la vida. Previamente, Vega-Gil difundió en su cuenta de Twitter un texto en el que, sin desconocer su machismo, reclamaba su inocencia ante tal acusación y explicaba que ésta destruiría su carrera y sus opciones laborales. 

Lejos de atenuar el debate sobre la pertinencia del #MeToo, ese suceso trágico atizó la virulencia de defensores y detractores de ese sistema de denuncias. Es claro que esta oleada de señalamientos en redes y las consiguientes campañas de escrache en contra de quienes han sido mencionados como presuntos agresores sexuales tiene dos orígenes indiscutibles: por una parte, la exasperante –y creciente– violencia de género a la que está expuesta la gran mayoría de las mujeres, y que en México tiene su manifestación más aterradora en la epidemia de feminicidios que se presenta en buena parte del territorio nacional.

El pasado domingo, para no ir más lejos, fue encontrado el cuerpo de la menor Jenifer Sánchez Domínguez, estudiante del Colegio de Ciencias y Humanidades, desaparecida 10 días antes. Por otra parte, estas denuncias en redes sociales surgen de la rotunda inoperancia de las instituciones encargadas de procurar e impartir justicia a las víctimas de delitos sexuales y de la ineficacia –cuando no de la total ausencia– de sistemas institucionales para prestar auxilio, asesoría y acompañamiento a quienes han padecido tales delitos.

Con extremada frecuencia, las mujeres que han sufrido violencia de género en algún grado, lejos de encontrar justicia en las agencias del Ministerio Público y los tribunales, vuelven a ser victimizadas en tales instancias, deben enfrentar nuevas violencias y, para colmo, sus agresores consiguen en muchos casos una total impunidad. Sin desconocer estos hechos, debe reconocerse que el surgimiento espontáneo de formas de denuncia y exhibición de presuntos agresores como #MeToo se desplazan hacia terrenos inciertos en los que resulta imposible corroborar mínimamente la veracidad de los testimonios y donde se hacen señalamientos por hechos que ni siquiera pueden considerarse delitos. A ello debe agregarse que el acelerado cambio de criterios en las formas de la seducción y la sexualidad hace aparecer como nimio, a ojos de generaciones mayores, actos que las nuevas consideran ofensas graves.

En este entorno, en el que la verdad se confunde con el número de reproducciones o de adhesiones que un mensaje logre en las redes sociales, cualquier falso señalamiento puede resultar social, laboral, familiar y humanamente arrasador para cualquier individuo. En una situación tan grave y tóxica como la referida, la única solución razonable, tanto para abatir la galopante y devastadora violencia de género como para recuperar niveles mínimos de certeza social, es la instauración de sistemas de justicia expedita, dotados de credibilidad ante las víctimas y con capacidad real para protegerlas de sus agresores.

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