En semanas recientes
han cobrado gran impulso en las redes sociales diversas cuentas
dedicadas a sacar a la luz denuncias por hostigamiento, acoso, violación
y demás expresiones de la violencia de género en los ámbitos literario,
cinematográfico, teatral, académico, empresarial, del activismo social y
otros. Tales cuentas se inscriben en el esfuerzo nacional e
internacional por visibilizar el machismo, la misoginia estructural y
las agresiones a las que se ven sometidas las mujeres en todos los
terrenos, y su modo de operación ha sido la difusión de testimonios
firmados o anónimos de toda suerte de abusos sexuales. Varias han
elaborado, con base en esos testimonios, listas de hombres señalados
como agresores.
En la madrugada de ayer el músico, escritor y fotógrafo Armando
Vega-Gil, integrante de la banda Botellita de Jerez, quien horas antes
fue mencionado como acosador de una menor, se quitó la vida.
Previamente, Vega-Gil difundió en su cuenta de Twitter un texto en el
que, sin desconocer su machismo, reclamaba su inocencia ante tal
acusación y explicaba que ésta destruiría su carrera y sus opciones
laborales.
Lejos de atenuar el debate sobre la pertinencia del #MeToo,
ese suceso trágico atizó la virulencia de defensores y detractores de
ese sistema de denuncias. Es claro que esta oleada de señalamientos en
redes y las consiguientes campañas de escrache en contra de quienes han
sido mencionados como presuntos agresores sexuales tiene dos orígenes
indiscutibles: por una parte, la exasperante –y creciente– violencia de
género a la que está expuesta la gran mayoría de las mujeres, y que en
México tiene su manifestación más aterradora en la epidemia de
feminicidios que se presenta en buena parte del territorio nacional.
El pasado domingo, para no ir más lejos, fue encontrado el cuerpo de
la menor Jenifer Sánchez Domínguez, estudiante del Colegio de Ciencias y
Humanidades, desaparecida 10 días antes. Por otra parte, estas
denuncias en redes sociales surgen de la rotunda inoperancia de las
instituciones encargadas de procurar e impartir justicia a las víctimas
de delitos sexuales y de la ineficacia –cuando no de la total ausencia–
de sistemas institucionales para prestar auxilio, asesoría y
acompañamiento a quienes han padecido tales delitos.
Con extremada frecuencia, las mujeres que han sufrido violencia de
género en algún grado, lejos de encontrar justicia en las agencias del
Ministerio Público y los tribunales, vuelven a ser victimizadas en tales
instancias, deben enfrentar nuevas violencias y, para colmo, sus
agresores consiguen en muchos casos una total impunidad. Sin desconocer
estos hechos, debe reconocerse que el surgimiento espontáneo de formas
de denuncia y exhibición de presuntos agresores como #MeToo se
desplazan hacia terrenos inciertos en los que resulta imposible
corroborar mínimamente la veracidad de los testimonios y donde se hacen
señalamientos por hechos que ni siquiera pueden considerarse delitos. A
ello debe agregarse que el acelerado cambio de criterios en las formas
de la seducción y la sexualidad hace aparecer como nimio, a ojos de
generaciones mayores, actos que las nuevas consideran ofensas graves.
En este entorno, en el que la verdad se confunde con el número de
reproducciones o de adhesiones que un mensaje logre en las redes
sociales, cualquier falso señalamiento puede resultar social, laboral,
familiar y humanamente arrasador para cualquier individuo. En una
situación tan grave y tóxica como la referida, la única solución
razonable, tanto para abatir la galopante y devastadora violencia de
género como para recuperar niveles mínimos de certeza social, es la
instauración de sistemas de justicia expedita, dotados de credibilidad
ante las víctimas y con capacidad real para protegerlas de sus
agresores.
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