Claudio Lomnitz
Llevamos ya varias décadas
desde que se comenzaron a pedir y a otorgar perdones por hechos
pretéritos, en los que tanto los pecadores como ultrajados originales
han muerto. A veces esos rituales de absolución parecen algo
estrambótico. En 1998, por ejemplo, un grupo de 2 mil cristianos realizó
una caminata en la ruta de las cruzadas, pidiendo perdón a diestra y
siniestra por las salvajadas perpetuadas por sus ancestros hacía 900
años. Resulta difícil saber si los turcos y sirios a los que les pedían
tantos perdones se sentían o no herederos de las víctimas, pero el
ejercicio tuvo sentido para los peregrinos.
El papa Juan Pablo II pidió más de 100 diferentes perdones a nombre
de la Iglesia: con los protestantes por las Guerras de Religión del
siglo XVII; por haber justificado teológicamente la trata de esclavos
africanos; a los judíos por el papel pasivo o colaboracionista de
algunas jerarquías eclesiales durante el holocausto; por la iniquidad de
la Santa Inquisición; y por la quema de Galileo. Tanto el gobierno
australiano como el canadiense han hecho lo propio con los aborígenes de
sus territorios.
No siempre resulta fácil entender el sentido de estos actos. Se
trata, finalmente, de heridas históricas cuyos efectos en el presente
requieren de una interpretación, y cuyos herederos necesitan ser
definidos en un proceso de deliberación. El perdón extemporáneo resulta
valioso sólo cuando ayuda a cambiar alguna práctica que sigue vigente y
cuando no son distracción política. Los peregrinos, aquellos que
pidieron mil perdones por las cruzadas buscaban un acercamiento entre
cristianos y musulmanes en un momento en que había resurgido la guerra.
Los perdones pedidos por Juan Pablo II tuvieron sentido porque trazaban
la postura oficial de la Iglesia frente a males que seguían teniendo
actualidad entre sus feligreses: la sorna contra el protestantismo, por
ejemplo. Aquellos actos de arrepentimiento han servido para orientar a
los católicos respecto de prejuicios ancestrales, pero vigentes (el
antisemitismo, el racismo contra los negros, la hostilidad hacia la
ciencia, etcétera).
Dado todo esto, ¿cómo valorar el llamado de Andrés Manuel López
Obrador al rey de España y al Papa a que pidan perdón por la Conquista?
Ese proceso fue una hecatombe, aún cuando muchos de sus estragos
hayan sido involuntarios (la transmisión de enfermedades contagiosas,
por ejemplo). La violencia de la guerra (y de la paz que le siguió), los
trabajos forzados, la imposición de tributos... todo aquello ha tenido
efectos duraderos, transgeneracionales. De eso no cabe duda, y por esa
parte quizá AMLO haya hecho bien en hacer un llamado a la contrición por
los males de la Conquista.
Sin embargo, hay aspectos problemáticos en su llamado. El primero es
que, en lugar de pedir perdón, AMLO haya comenzado pidiendo una
disculpa. Ningún Presidente de México tiene autoridad moral para
erigirse en sujeto de los agravios de los indios, porque el Estado
nacional es heredero tanto de los conquistadores como de los
conquistados. José María Morelos emancipó a los esclavos y acabó con el
tributo indígena, cierto, pero la nación que quizo forjar también hizo
suya la misión "civilizatoria" del imperio, con todo y su ideología de
"salvación del indio". No es casualidad que Hidalgo y Morelos hayan sido
curas, y no marakames.
En su misiva al rey de España, AMLO reconoció algo de esto y dijo que
en algún momento él también pedirá sus perdones a los indios por el
papel que tuvo el Estado mexicano en las guerras de exterminio contra
los yaquis y los mayas. Pero al citar casos de genocidio como los hechos
que merecen su contrición, López Obrador separa implícitamente al
Estado mexicano de su nexo íntimo con el imperio del que nació. ¿Acaso
los proyectos de desarrollo como la termoeléctrica de Huexca no son
herederos de las reformas modernizadoras de los borbones en el siglo
XVIII? ¿Acaso esa clase de proyecto no merece también un acto de
contrición en el presente?
Resulta problemático imaginar "la Conquista" como un proceso externo a
la nación cuando es un hecho interno a ella. No es sólo cuestión de que
conquista y colonización hayan sido realizados con aliados indígenas
(que es, también, un hecho importante), sino que el liderazgo político,
económico, y cultural del país se construyó en una relación dialéctica
con el orden de dominación del régimen colonial, y es por eso también su
extensión. Imaginar al colonizador como un extraño no lleva a ninguna
parte, porque la colonización está en el cuerpo mismo del Estado y la
sociedad.
Los indios de México merecen reparaciones por las injusticias
seculares de las que son herederos. En eso tiene razón el jefe del
Ejecutivo. Pero hubiera sido más justo hacer un llamado al rey para que
los herederos de la Conquista juntos –el rey de España y el Presidente
de México– pidieran perdón a nombre de los Estados que representan, y se
entregaran desde ahí a un proceso genuino de sanación.
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