Ser
hombre y pensar, escribir o articular un discurso cualquiera en torno
del género, y sobre todo acerca del feminismo, suele ser difícil porque
siempre (o por lo menos la mayoría de las veces) conlleva intrínseco el
riesgo de apelar a cualquiera de las siguientes posiciones (todas ellas
políticas, en el más extenso sentido de la palabra):
- Juzgar
las formas y los contenidos de la lucha ajena partiendo de la total
incomprensión de lo que significa, por ejemplo, que la sexualidad y el
cuerpo de las mujeres se encuentren, en cada espacio de la cotidianidad,
a todas horas, en disputa y en cuestión por la propia masculinidad; es
decir, partiendo desde la invisibilización y el no-reconocimiento de la
identidad en resistencia.
- Recentrar los ejes y las
articulaciones de la resistencia femenina en rededor de los márgenes de
acción de la masculinidad, sin importar qué tan progresista ésta última
se autoafirme.
- Anular el ejercicio de la sujetidad femenina,
desplazándola como el centro de gravedad del movimiento mismo, para
vaciarla de sus contenidos concretos en simples abstracciones y tipos
ideales.
Por supuesto,
estos y otros tantos recursos se configuran y nutren, en principio, en
el seno mismo de una posición de enunciación y de intervención en la
vida pública y en los imaginarios colectivos compartidos que es a todas
luces privilegiada respecto de aquellas identidades que históricamente
han sido excluidas, dominadas y explotadas (cualquier otro adjetivo es
derivado de estos tres) por las estructuras y los procesos sociales que
históricamente surgieron —y se han mantenido vigentes hasta el presente—
atravesadas por una lógica de género jerárquica en las que múltiples
masculinidades subordinan a múltiples feminidades (y a otras
masculinidades) para asegurar la reproducción sistemática y ampliada de
sus condiciones de posibilidad y de su propia existencia en cuanto tal.
Hoy
día, inclusive, reconocer ese privilegio praxeológico y discursivo es
ya un espacio común, al que cada vez se recurre con mayor frecuencia por
una diversidad de masculinidades, para intentar abstraerse de la lógica
de operación del patriarcado y asumir una posición de exterioridad
respecto de los ejercicios de poder y de las prácticas de violencia de
las que aquel se vale para parasitar las relaciones intersubjetivas
entre los géneros, tanto los binarios como los no-binarios.
Ello,
en este sentido, da cuenta de que si bien los esfuerzos por pensar a la
propia masculinidad desde el ser-hombre es algo que en efecto se está
llevando a cabo (no solo para desmontar las lógicas patriarcales en
todas sus contingencias, respecto de la falsa oposición hombre/mujer,
sino también como una estrategia de supervivencia desde las coordenadas
de otras formas de experimentar la masculinidad); es cierto, asimismo,
que la tarea se encuentra aún muy lejos de ser capaz de fundar dinámicas
de acompañamiento horizontales que no reifiquen a las feminidades y que
no terminen, por lo demás, reproduciendo el sistema vigente bajo el
velo de la corrección política y la infantilización de las agraviadas
—con tal de no ser objeto de sus críticas y denuncias y exigencias.
Afirmarse,
pues, como una identidad (o mejor: como una masculinidad) exterior a la
tensión que la lucha feminista abre en su resistencia a las lógicas
patriarcales de la sociedad moderna capitalista contemporánea no es, por
ninguna razón, un acto menos atroz que el sojuzgar, el condenar y el
criminalizar eventos como los ocurridos el pasado fin de semana en la
Ciudad de México, con motivo de la
digna rabia que despertó entre las mujeres
el más reciente (y la expresión no es azarosa) caso de violación a una de ellas; esta vez, por una
manada de
Porkys adscrita a una de las instituciones
policiales capitalinas.
Y
es que, en efecto, lo primero significa cerrar el diálogo y el
cuestionamiento tan necesarios que las compañeras ponen en juego, para
el conjunto de la sociedad, cada vez que toman el espacio público y se
manifiestan. Implica, por lo tanto, fundar unilateralmente un monólogo
en el que se encapsula a la lucha feminista para mirarla (y no
reconocerla ni aceptarla) sólo a la distancia, como algo a lo que se es
ajeno y que, en consecuencia, no supone ninguna interpelación. Lo
segundo, por su parte, no tiene otra cara que la del más profundo y
reaccionario conservadurismo que, enquistado como está en su posición de
poder, no hace más que responder con grados cada vez mayores de
violencia, de dominación y de explotación ante aquello y aquellas que lo
desnudan en toda su falsedad.
Y así lo demostraron, de
hecho, las dos tendencias que dominaron la discusión (por lo menos en
redes y medios similares y derivados, pero no sólo) que se desprendieron
de las últimas protestas: la ampliación y la profundización del
machismo y el falocentrismo, por un lado; y las exigencias (veladas o
no) de una despolitización del feminismo, por el otro. Es decir,
simultáneamente: la radicalización discursiva del imaginario y los
sentidos comunes que en este país alimentan la desaparición, la
violación y el feminicidio en escalas cada día más grandes y por medios
crecientemente más sanguinarios; y la desarticulación del dolor, la
rabia, el temor y la angustia que nutren a la resistencia colectiva e
individual a través de la exigencia en pos de su institucionalización y
pacificación.
Los cristales rotos en edificios públicos,
las pintas en estaciones de transporte público (concesionado a privados
con el capital y las capacidades técnicas y logísticas suficientes para
echar a andar de nuevo esas estaciones seis horas después de su intervención política
por parte de las feministas), y las consignas escritas en monumentos
históricos, por supuesto coadyuvaron a que esas dos tendencias se
magnificasen (con la ayuda de la narrativa particular de las cadenas
televisivas y la prensa) en proporciones tales que, durante dos días, no
sólo fueron los eventos protagonistas de las discusiones en el debate
público nacional, sino que, además, llevaron al extremo de lo absurdo la
necesidad de visibilizar y concientizar a la sociedad sobre el valor
supremo de una vida humana frente a un mundo material superfluo, banal y
venial: construido, en estrictos términos benjaminianos, como un
vestigio de barbarie (y la barbarie también tiene género).
Las
agresiones a periodistas (hombres y mujeres, por igual) se sumaron a la
ecuación. Pero quizá habría que pensar, por lo menos como una
problematización seria y legítima, que la similitud de la narrativa
entre distintos medios que cubrieron los hechos ofrece mucho material
para pensar en términos de lo que supondría una estrategia de
comunicación que busca relegitimar el rol central de las corporaciones y
los capitales privados en la definición de la agenda política en este
país (luego de poco más de once meses de gobierno de una administración
que no se cansa de acicatear a la prensa y a las televisoras por sus
claras filias y fobias en las redes del poder político mexicano).
Pero
más allá de eso (que en los márgenes de lo absurdo podría parecer una
conspiración de los medios para victimizarse frente a la sociedad), un
tema de mayor trascendencia es que esta sociedad sigue sin comprender el
contenido profundamente ético que se encuentra en juego en la violencia
que se desdobla en cada nueva manifestación feminista. Violencia que,
para desgracia del conservadurismo nacional, no tiene punto de
comparación con la violencia sexual, de género y feminicida que se vive
como cotidianidad en el país. Porque, por más que se la quiera
emparentar o asimilar con estas formas que tienen al país sumido en un
abismo de desaparición y ahogado en cadáveres de mujeres mutiladas,
ésta, es decir, la violencia de la protesta, se distancia
cualitativamente de aquella en el reconocimiento que hace de la
necesidad de resistir y enfrentar estructuras, relaciones y dinámicas
sociales que se sostienen sobre la muerte y la desaparición: hechos que
ni en este espacio-tiempo ni en ninguno otro son desmontables por la vía
pacífica.
Por eso, quizá, la indignación colectiva frente a la intervención política
del Ángel de la Independencia causa tanto desconcierto a cualquier
criterio que tenga un respeto ético mínimo por la vida de hombres y
mujeres por igual, como condición de existencia colectiva e individual.
Porque no es sólo el absurdo de la incomprensión de que el espacio
público está ahí para ser tomado y apropiado por la sociedad, para ser
intervenido de manera que refleje, con la mayor fidelidad posible, los
problemas que la aquejan y recobrar, así, por cuanto monumento, su
función mnemotécnica. Es, también, la farsa que se halla de fondo en la
propia indignación de amplios sectores de la sociedad que no tuvieron
empacho en expresar su más hondo racismo, clasismo y sexismo; aunque
esos mismos sectores sean objeto, ellos también, de las dinámicas contra
las cuales se protestó el fin de semana.
Y es que, por
supuesto, no faltaron quienes buscaron obtener dividendos políticos
desde el momento en que se supo de la violación hasta que las
manifestaciones terminaron (lo cual, de ninguna manera, excusa a la Jefa
de Gobierno de la Ciudad de México por la serie de respuestas que
ofreció: desarticuladas, expresadas más como reacciones tardías,
descalificaciones y criminalizaciones que como proposiciones).
Lo
más probable es que el resto del sexenio esa dinámica domine el debate y
atraviese a toda protesta social que se genere porque en ello se juega
la legitimidad de agendas que, si se quiere, se perfilan reformistas,
pero que al final del día son alternativas a las dinámicas que han
venido dominando el desarrollo de la convivencia colectiva en este país,
los últimos años. Después de todo, a diferencia de lo que ocurre con la
derecha en el gobierno, cuando es la izquierda (o algo que se pretende a
sí mismo izquierda) la que gestiona la estructura estatal y el
andamiaje gubernamental, todo está por disputarse, pues nada está, por
principio de cuentas, definido de antemano —al menos no más allá de
ciertas concesiones al capital que le permitan administrar el gobierno.
Es la pugna por esos múltiples sentidos y direcciones políticas aún por
definir lo que se está colando en cada movilización y descontento, aún
si los eventos que atraviesa, en cuestión, en apariencia tienen poco o
nada que ver con el programa de gobierno en turno.
Por
eso, algunas lecciones que tendrían que quedar abiertas para trabajarlas
en lo que sigue, por lo menos desde la trinchera de este privilegio
genérico desde el cual se discurre, quizá tendrían que ver más con la
necesidad de no renunciar a ser interpelados, siempre partiendo del
imperativo de corresponder a esa interpelación con creatividad y desde
una perspectiva de horizontalidad para no profundizar la barbarie en la
que ya vive esta sociedad.
Lo primero, porque es claro que
no basta con desmontar el patriarcado sólo dentro de las prácticas de
convivencia entre mujeres: no es desde ahí desde donde se organiza la
desaparición, las violaciones y los asesinatos. Y lo cierto es que, para
hacer de esta lucha algo totalizante, no basta con invitar al universo de masculinidades a hacer conciencia de género, de raza y de clase por sí mismas, como un ejercicio autocrítico de su toxicidad.
La lógica de ordenamiento de la vida cotidiana del machismo requiere de
un tipo de cuestionamiento, de un tipo de violencia (ética)
sistemática, que se le enfrente y sea capaz de penetrar a las capas más
profundas de interiorización y normalización de la exclusión, la
dominación y la explotación de la mujer.
Y lo segundo, por
su parte, porque es un hecho que, ante el cuestionamiento femenino, la
respuesta primordial del varón ha sido sostenidamente la misma: la
negación de la sujetidad de las mujeres. Por eso no es casual que, ante
el reclamo en torno del ejercicio de su sexualidad, hoy las mujeres
estén experimentando un recrudecimiento, un incremento cualitativo y
cuantitativo de la violencia feminicida justo en el momento en que ellas
reclaman para sí la total soberanía de su cuerpo: la manera que tiene
el machismo de demostrar que su cuerpo no les pertenece es
desapareciéndolo, violándolo y asesinándolo. La respuesta de éste es
proporcional a la resistencia de aquellas.
Desarticular
dicha respuesta no es sencillo. Pero por ello es importante no
desconocer que, para conseguir dicho objetivo, la lucha debe tener como
su condición de posibilidad el ejercicio de la violencia feminista.
Después de todo, nada cambió nunca, en la historia de la humanidad, sin
que antes ciudades e imperios enteros fuesen llevados a las ruinas. Y
este imperio, en particular, avasalla y satura la experiencia de la vida
cotidiana.
- Ricardo Orozco, Consejero Ejecutivo del Centro Mexicano de Análisis de la Política Internacional, @r_zco
https://www.alainet.org/es/articulo/201750