La vestimenta del agresor
no es la única semejanza entre las tragedias de Torreón y Columbine.
Ambas ocurrieron en colegios de excelencia académica; las dos gozaron de
una cobertura mediática excepcional; comparten además ser el último
eslabón de la larga cadena de violencias que México y Estados Unidos
reproducen en sus sistemas educativos y por igual generaron como
respuesta políticas de seguridad en el espacio escolar.
Para poder encontrar soluciones a los problemas de violencia que vive
nuestro sistema educativo, es importante revisar las experiencias
previas de otros actos trágicos, más allá de la espectacularidad con la
cual ha sido tratado el tema por ciertos medios de comunicación y
autoridades. El asesinato de personas al interior de una escuela es de
hecho un síntoma, sumamente doloroso, de una desfavorable condición
sistémica que, constituida por varias expresiones de violencia
(sexo-genérica, étnica, clasista, etcétera) se ha desplegado a lo largo y
ancho de nuestro sistema educativo, en todos los niveles.
Tomar esto en consideración nos permite superar ciertas posiciones
idealistas que consideran a la escuela como un espacio impoluto,
autónomo de la vida social en la cual se encuentra inmersa. Un espacio
que, en todo caso, debe ser protegido de amenazas externas que puedan
generarle un daño determinado. Tal perspectiva es el punto de partida de
distintas políticas de carácter inmunitario que, en la búsqueda de
preservar la
armoníaen los espacios escolares, asientan el problema de violencia escolar, circunscribiéndola únicamente a agentes peligrosos, que representan una amenaza a la comunidad educativa. Es por ello que la primera aproximación a la tragedia de Torreón se realizó en función de la presunta inspiración de un videojuego hacia el asesinato, para después señalar un acto de 20 años atrás.
Tal lógica es, a todas luces, equivocada. La escuela no es un espacio
libre de violencia. La escuela vive y reproduce un amplio abanico de
violencias en el bullying, el ciberacoso, el
autoritarismo docente, el trato de las familias hacia los estudiantes,
el currículum oculto de los planteles, etcétera. En distintos sentidos,
es la escuela misma la que desarrolla y reproduce la violencia que ha
derivado en grandes tragedias como Columbine y Torreón. ¿Acaso no
recordamos los casos de acoso sexual en escuelas primarias? ¿O el
sistemático bullying del que son objeto miles y miles de estudiantes en las más distintas condiciones socioeconómicas?
Reconocer esta realidad no es culpar a la escuela de los males de
nuestra sociedad. Al contrario, nos invita a reconocer la gran
dificultad que tienen los planteles educativos en atender prácticas
plenamente institucionalizadas en el entorno en el cual se encuentran.
Esto nos permite impulsar un enfoque de prevención de la violencia que
ponga por delante el bienestar de los estudiantes y no únicamente su
seguridad. Después de Columbine, las políticas de seguridad tomaron un nuevo aire, ya que habían sido llevadas a cabo desde los años 80 bajo el lema de
tolerancia cero, el cual partía de la idea de que la mejor forma de disminuir el crimen en las escuelas era el señalamiento y la punitividad. En este contexto, se impulsaron políticas de control y disciplinamiento del espacio escolar enfocadas a incrementar la seguridad en los planteles, por ejemplo, con la contratación de servicios de seguridad privados, la revisión de mochila con rayos X y cámaras, entre otros. No obstante, la evidencia empírica nunca mostró resultado claro sobre su efectividad; de hecho, efectos negativos se hicieron patentes, tanto a escala de la integridad de los estudiantes, como en el rubro de su desempeño académico. Ello sin tomar en consideración el gasto incremental que dichas políticas representaron para algunas escuelas, con el fortalecimiento de un redituable mercado de seguridad privada escolar.
Ante la tragedia de Torreón, es comprensible que la respuesta inmediata del gobierno sea revivir el programa Mochila segura,
debido a que, pese a su costo e ineficiencia señaladas por la Auditoría
Superior de la Federación, permite generar una sensación de seguridad a
muchas angustiadas familias, bombardeadas por el espectáculo mediático.
Lo que no se entiende es cómo, a más de un año de inicio de su gestión,
la actual Secretaría de Educación Pública no haya desarrollado un
programa nacional de pacificación escolar, que consista en construir
paulatinamente y de manera transversal el bienestar necesario para
atender la diversidad de casos de violencia en las escuelas.
Impulsar un programa de esta naturaleza requerirá más que hacer de
las familias y el profesorado los policías de las escuelas; se necesita
formación docente, atención sicológica en los planteles educativos,
programas sólidos de educación para la no violencia, que tendrían como
antecedente el Proyecto de Educación para la Paz y Derechos Humanos
impulsado por Pablo Latapí a finales de la década de los 80. Estas
políticas podrían armonizarse con los trabajos del fantasmal Consejo
para la Construcción de la Paz, presente en el Plan Nacional de
Desarrollo, pero ausente en el trabajo cotidiano.
Construir paz desde las escuelas requiere de una auténtica política de Estado.
Por cierto, hace algunos meses la SEP invitó a empresarios cerveceros
de Constellation Brands a deliberar sobre el futuro educativo de
nuestra nación, y participaron en el Laboratorio Educativo de Aspen
Institute y Méxicos Posibles. En días recientes, contra las denuncias
ciudadanas y el riesgo ecológico, se ha anunciado que dicha cervecera,
en Mexicali, va, ya que no representa peligro alguno al abasto de agua.
Habrá que recordarle al gobierno que anteponer los intereses privados a
los del
pueblono es necesariamente procurar la paz
* Profesor FFL-UNAM
Twitter: @MaurroJarquin
No hay comentarios.:
Publicar un comentario