Con la apabullante elección de la primera Presidenta en México se
desató, del lado conservador, un ambiente de misoginia que expresa su
malestar por el resultado, por el ascenso de mujeres a cargos de
autoridad importantes, en un país que estaba acostumbrado a que las
mujeres fueran sólo directoras del DIF, Cultura o Medio Ambiente. Ahora,
es la Presidencia, la Secretaría de Gobernación, Bienestar, Relaciones
Exteriores, Energía, Secretaría de Ciencia, la dirigencia del partido en
el gobierno, Morena, y las principales legisladoras las expresan esta
derrota del sexismo. Pero el coletazo misógino tiene una respuesta de
las mujeres de la 4T: ponerle un alto a los discursos de superioridad
del patriarcado. De ahí la decisión de la senadora por mayoría del
estado de Chihuahua, Andrea Chávez Treviño, de demandar penalmente por
las leyes contra la violencia digital y por el derecho a la intimidad, a
su violentador, un cartonista de El Financiero, Antonio Garci Nieto.
Pero no nos adelantemos.
La misogina no es lo mismo que odio hacia las mujeres. Los acusados
de misoginia siempre dirán, en su descargo, que aman a sus mamás,
esposas e hijas. Todas ellas mujeres buenas, no malas como las que ellos
insultan y, con ello, creen castigar. No es pués un rechazo, encono, o
animadversión con el sexo o el género, sino con la posición desde la que
hablan. La misoginia no es un asunto individual, de psicología o de
manejo de emociones, que se resuelva con que el violentador tome sus
cursos de manjeo de ira o que entienda que las mujeres son sus iguales.
No.
La misoginia es sistémica: instituciones, prácticas,
comportamientos, lenguaje, imágenes, accciones, lo sustentan todos los
días. Tampoco es ide´ntico al sexismo, aunque se alimentan. Tampoco es
privativo de los varones. Hay, en efecto, mujeres misóginas que le
sirven al sistema patriarcal porque la sororidad no es una esencia que
se lleva por el sólo hecho de ser mujeres, sino que es una práctica
política que reconoce que el término “mujer” es el lugar de una opresión
desde la que se habla, cuenta y denuncia. El sexo no es el género ni,
mucho menos, el lugar desde donde se protesta contra las opresiones. El
sexo es genital y médico. El género es mental y de comportamiento. La
lucha feminista es una narración, un programa, y una serie de
comprtamientos alternativos sobre la inequidad y la dominación de los
varones.
Hechas estas diferencias, empecemos por el principio y, para ello,
usaré una definición de quien ha escrito mucho sobre el tema, Kate
Manne: “La ideología sexista discrimina entre hombres y mujeres,
normalmente alegando diferencias de sexo más allá de lo que se sabe o
podría saberse y, a veces, en contra de nuestra mejor evidencia
científica actual. Pero la misoginia hace una diferencia entre mujeres
buenas y malas para castigar a estas últimas. En general, el sexismo y
la misoginia comparten un propósito común: mantener o restaurar un orden
social patriarcal. Donde el sexismo pretende ser razonable, la
misoginia se vuelve desagradable e intenta forzar las conductas.
Por
tanto, el sexismo es para la mala ciencia lo que la misoginia lo es para
el moralismo. El sexismo viste bata de laboratorio, la misoginia se
lanza a la cacería de brujas”. El sexismo, entonces, es la parte que
racionaliza con la jerga charlatana de la anatomía genital la
inferioridad de las mujeres y la misoginia es la que vigila que las
mujeres —y también el resto de los géneros— cumplan con las expectativas
del patriarcado. Cuando no cumplen, la misógina enseña su cruz en
llamas para que se restaure el orden social. Porque, en vez de
preocuparnos si tal o cual fue acusado de misoginia, lo que deberíamos
es centrarnos en sus víctimas, en las mujeres y toda la hostilidad que
deben soportar cuando navegan por las aguas privativas de la
masculinidad, como la política.
Este es justo el punto en el que las
mujeres que llegan a un campo masculino deben enfrentar la agresión de
que se les recrimine, por ejemplo, que han sido colocadas ahí por un
hombre, que deben demostrar con creces, lo que no se le exige a éste, y
que deben responder el por qué están en ese cargo que no es para alguien
naturalmente inferior. La escenografía moral sobre la que tienen que
actuar es la que decide el patriarcado: las mujeres están obligadas a
dar, no a exigir, y esperar sentirse en deuda y agradecidas, en lugar de
tener derechos. Están obligadas a demostrar que no están usurpando un
territorio que no les corresponde.
Cuando no se amoldan, entonces se les
ataca sosteniendo que un hombre las manda, que ellas obedecen, que les
hereda problemas y posturas, que deben diferenciarse, poner “su sello
propio”, que debe ser el de la suavidad, la concordia, y no el de la
polarización y la agresividad. La mujer debe dar muestras de que respeta
su lugar, y si no, se le amenaza con retirarles la aprobación social si
no se cumplen estos deberes —como no aplicar la Reforma al Poder
Judicial—, y se les ofrece el incentivo del amor y la gratitud si los
realizan de buena gana y con entusiasmo. Así se lo han dicho mujeres y
varones comunicadores a la Presidenta de México, en un burda paradoja:
si no obedeces a lo que el patriarcado indica para una mujer, entonces,
estás supeditada a tu antecesor varón. En otras palabras, si no obedeces
al patriarcado, no eres feminista.
A ningún hombre se le pide que demuestre que no está subordinado a
una mujer. He ahí la desigualdad simbólica. A Felipe Calderón, al que sí
impuso Vicente Fox por la fuerza, jamás se le pidió que demostrara su
independencia de su antecesor, a pesar de que provenían del mismo
partido de derecha católica y empresarial. ¿Por qué, entonces, sí se le
pide a la Presidenta que se deslinde de un movimiento de izquierda del
que ella es fundadora? Es misoginia porque ha entrado en un terreno, la
Presidencia o la simple política, que no es para mujeres.
En fechas más recientes, algunos varones blancos, heteros, y de
derecha han divulgado en redes sociales imágenes sexuales de algunas de
las mujeres más poderosas en este momento de transformación: la
presidenta del partido Morena, Luisa Alcalde, la senadora de mayoría por
Chihuahua, Andrea Chávez, y la propia Presidenta, y hasta la esposa de
Andrés Manuel. Uno de ellos resultó ser un cartonista de un diario
financiero, pero eso sólo es un dato circunstancial. Lo que llama la
atención es el uso de la sexualidad que no se ajusta al patriarcado para
señalar y hostigar a quienes han “invadido” el campo político que no
les correspondía: lesbianas, púberes precoces, y prostitutas. Objetivar
es negarle al otro autonomía y las imágenes sexuales son sólo el
castigo, la reprimenda, por no amoldarse a la exigencia de lo que se
espera de una mujer en un puesto de autoridad. Pero Manne también ve en
ello una forma de difuminar la amenaza que le significan al misógino: su
declinante estatus en relación a la rota jerarquía de los géneros.
Como el violentador, Antonio Garci Nieto es un cartonista del diario
El Financiero, se trata de escudar en la libertad de expresión para no
responsabilizarse de sus agresiones. Dice que las imágenes montadas oara
hacer escenas sexuales, son humor. Esto, por supuesto, es sólo una
justificación que sólo revela su pobre entendimiento sobre el humor,
pero vayamos a ello. ¿De qué se rié la derecha? Traducionalmente el
humor es contra los grupos más impotentes, más vulnerables, que no se
pueden defender: las mujeres, los pobres, los indígenas, los
discapacitados, los homosexuales. Jamás se burlan de sí mismos, porque
eso los haría verse vulnerables y, por lo tanto, blancos de los chistes
de otros.
Los chistes sexistas ofrecen representaciones de misoginia que
cumplen muchas funciones, como la cosificación sexual de las mujeres,
la devaluación de la vida personal y profesional de las mujeres, sus
habilidades políticas, en este caso, y también sirven para agrupar a
quienes quieren reaccionar contra el feminismo, el lugar de las mujeres
en la esfera privada y, también en este caso, quienes salieron a
respaldar al cartonista del Financiero, a organizar una especie de grupo
que apoya la violencia contra las mujeres. “Es sólo una broma”, cuando
se trata de clasismo, racismo o misoginia, implica que estamos
dispuestos a una indiferencia, a una pasividad moral, a un
distanciamiento de la humillación y el dolor que el lenguaje o las
imágenes le están causando a una mujer, a un indígena, a un pobre o a un
gay.
Se le llama “injusticia pasiva” precisamente porque con la risa
convalida un estado de cosas abusivo. Usar el humor misógino puede
querer decir dos cosas: que los que lo aprueban están molestos con el
acceso al poder de las mujeres en México o que lo usan como una forma de
interacción social, para agruparse bajo un prejuicio ideológico.
Cualquiera de las dos, o las dos al mismo tiempo, es una mala noticia
para la derecha mexicana que ya no encuentra, ya no digamos un programa
de lucha para ser oposición democrática, sino algo que no sea el
insulto, la agresión, y la distorsión. Como no pueden contra un 90% que
cree que el gobierno de la primera Presidenta de México va a ser muy
benéfico, sobajan en una imagen sexual a las mujer con autoridad. No es,
como dijimos, un asunto contra el sexo o contra el género, sino contra
la posición política desde la que mandan en el país lo que les molesta a
los misóginos.
En su libro, Down Girl, Kate Manne escribe: “Incluso cuando la gente
se vuelve menos sexista –es decir, menos escéptica respecto de la
perspicacia intelectual o la capacidad de liderazgo de las mujeres, y
menos inclinada a aceptar perniciosos estereotipos de género acerca de
que las mujeres son demasiado emocionales o irracionales–, esto no
significa que el trabajo del feminismo esté terminado. Por el contrario,
la misoginia que estaba latente o dormida dentro de una cultura puede
manifestarse cuando las capacidades de las mujeres se vuelven más
destacadas y, por lo tanto, desmoralizadoras o amenazantes”. Eso es
quizás lo que nos sucedió como país: el sexismo es menor, pero el 7% que
piensa mal de Claudia Sheinbaum todavía tiene a la misoginia para
hacerse escuchar, para tratar de equilibrar el peso enorme de la mayoría
que decidió que sean mujeres las principales autoridades del país y que
sí, que lo van a hacer muy bien.
Fabrizio Mejía Madrid
Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui
Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las
novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de
confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que
recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.
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