Alegatos
Foto: Alan Ortega/ Cuartoscuro
Cuando Donald Trump
aún era esa cosa entre broma y delirio, conversé con varios
compatriotas que vivían en Estados Unidos. Profundamente conmovido por
varios de esos testimonios publiqué –el 31 de marzo–
este artículo. Lo edité mínimamente para publicarlo una vez más. Lo
hago porque esas conversaciones que tuve hace nueve meses me tienen
sitiado por su pertinencia. Miren.
Es fácil irritarse con los comentarios racistas, xenófobos y
misóginos de Donald Trump. No conozco a ninguna persona que no considere
desproporcionadas e injustas sus críticas hacia los mexicanos. Sus
palabras y sus hechos están llenos de un odio que lastima, de una supremacía que aterra y de una insensibilidad que enfurece.
Pero… ¿es sólo él?
“El racismo de Trump ni es nada comparado a lo que nos hacían allá en México. Nos discriminaban en el trabajo, en la calle y el gobierno. Te duele más porque viene de tu misma gente” me dijo Zenaida en una entrevista.
Con la intención de documentar cómo afecta el discurso antiinmigrante
a las y los mexicanos en Estados Unidos conversé con varios de ellos.
En esas platicas una y otra vez apareció una comparación: la
discriminación y el racismo en Estados Unidos frente al que se vive en
México.
Es sabido que las regiones indígenas del país son predominantes en
las llamadas zonas de expulsión. Migración es sinónimo de supervivencia
para muchas comunidades de Guerrero, Oaxaca, Puebla, Veracruz y Chiapas.
Hay que huir, ya sea a la ciudad o a Estados Unidos. Migrar o morir es
la ecuación.
Buscando entender la estructura racista del extranjero me encontré
inevitablemente con la nuestra. Algunas respuestas retratan un país y
una sociedad descompuesta. Una en la que no nos queremos reconocer. ¿Le
tienes miedo a que el gobierno te deporte? le pregunté a una mujer
oaxaqueña. “Sí, pero más miedo le tengo a lo que me hacían en México. Es
muy duro ser indígena allá?”
“Yo trabajaba desde bien chiquita con familias de Puebla” me dice Zenaida. “Tuve
de todo, patrones buenos y malos. Pero ahora sé que no tenía derechos.”
Continúa “no se trata nomás de dinero sino de cómo te ven. En México te
ven indígena y creen que sólo eres sirvienta. No te tienen respeto.”
Doña Malena me cuenta que llegó a Estados Unidos muy joven. Acá se ha
preparado, organizado, politizado. Sus palabras retratan lo que
vivimos. “A muchos les preocupa lo que dice Trump pero es porque se
sienten discriminados no porque estén contra la discriminación. Estoy
segura que los mismos que me maltrataban por ser pobre, indígena y no
hablar español deben andar bien encabronados con Trump.”
“¿Dices que les preocupa lo que nos pasa a nosotros acá?” me contesta
desafiando la sinceridad de mi planteamiento. “No es cierto. Cualquiera
se pelea con el racista que está lejos y del otro lado de la frontera,
pero mejor que se peleen contra el racista que está ahí cerquita, el que
llevan dentro. Por culpa de ese es que estamos acá”.
Entonces… ¿somos tan racistas?
En corto: sí. Permítame ir a un ejemplo concreto. El trabajo doméstico es la síntesis de nuestra sociedad clasista, misógina y racista.
La encuesta “Percepciones sobre el trabajo doméstico: Una visión desde las Trabajadoras y las Empleadoras”
refleja que la mayor fuente de conflicto laboral deriva del trato con
desprecio por ser indígena (33%), seguida por la prohibición de hablar
alguna lengua indígena (25%), 14% ha recibido maltrato, 12% ha sufrido
de acoso sexual y 11% ha sido tratada con desprecio.
Como si estuviéramos en el siglo XIX o en una sociedad sin leyes, el
7% ha sido golpeada y el 96% de las contrataciones de trabajadoras del
hogar son “de palabra”. Las empleadoras menores de 35 años y de nivel
socioeconómico medio alto son quienes más están en desacuerdo en
formalizar la relación laboral. Es un sistema de explotación socialmente
normalizado: 7 de cada 10 trabajadoras no tienen ninguna prestación
formal, 7 de cada 10 ganan menos de 2 salarios mínimos, 8 de cada 10 no
cuentan con una pensión para su retiro.
Encabezadas por admirables liderezas, entre ellas Marcelina Bautista y
acompañadas notablemente por el CONAPRED, muchas trabajadoras del hogar
se han organizado para pedir lo justo. Impulsan que México suscriba el
tratado 189 de la OIT sobre trabajo doméstico. Proponen tener relaciones
laborales formales, con contratos y con claridad en derechos y
responsabilidades.
Si usted va a iniciar con un conjunto de descalificaciones como: son
unas rateras, son unas flojas, son ignorantes y similares, le propongo
que revise sus prejuicios. No vaya a ser que como las de Trump, sus
palabras y sus hechos estén llenos de un odio que lastima, de una
supremacía que aterra y de una insensibilidad que enfurece.
Hay que pelear sin tregua contra el racismo… empecemos, como diría Malena, con el que tenemos ahí cerquita.
***
Si además de “encabronarse” con Trump quieren tener más información y
promover relaciones de trabajo doméstico justas, los invito a que
visiten y recomienden: Hogar justo Hogar (https://www.facebook.com/Hogar-Justo-Hogar-786094411429584/)
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