2/01/2010


Ojos voladores

Hermann Bellinghausen

En uno de esos puestos de periódicos y revistas del Centro (siempre Histórico, pero sólo ahora se llama así oficial y promocionalmente) que son eso y algo más. Aparte de la usual mercancía periodística ofrecen a lo largo de un buen tramo de acera números viejos de toda clase de revistas de corte y confección, divulgación histórica o científica sensacionalistas, ocultismo, pornografía suave, tatuajes y, en mucho menor cantidad, ejemplares atrasados, atrasadísimos, de publicaciones adornadas con deportistas, funcionarios y criminales que ya no existen o lo hacen de otro modo, parte de torneos, eras y sexenios pasados pero no remotos, buenas para el bóiler o tallar ventanas a falta de periódicos, inútiles lecturas sin futuro.

Atendía el puesto un hombre basto, cansino y ceniciento, entre los 60 y los 70 años, que tosía a cada rato y tenía un no sé qué de José Lezama Lima, con una bata descolorida de la Unión de Voceadores cubriéndole la ropa proletaria.

En la parte propiamente quiosco del expendio se exhibía lo habitual del día, la semana y el mes en curso: unos 15 diarios distintos (hoy que en el resto del mundo desaparecen como si fumigados) políticos o de futbol, un número impreciso de revistas gráficas mostrando caras bonitas y traseros notables en la portada, y semanarios con rostros y cuerpos ensangrentados. En fin, ninguna novedad.

Sin encontrar nada de interés, Belarmino deslizó lateralmente sus pasos a lo largo del tendido de publicaciones, que más allá ofertaba libros usados o al menos viejos, seminuevos o piratas. De contaduría, odontología, el Código Penal, incunables literarios de Ediciones Botas y Letras de México, restos de la Biblioteca Salvat, Populibros La Prensa, biografías de Hitler y Gandhi.

En el extremo del expendio, a ras del suelo de papeles encuadernados, Belarmino se encontró con una pila de ediciones de bolsillo en inglés y castellano, Corín Tellado; Bárbara Cartland; Zane Grey; pulp del peor; ciencia ficción; desviaciones sexuales y adicciones inconfesables, por tanto sensacionalistas hace 50 años; El hombre mediocre, de José Ingenieros; Tropa vieja, del general Urquizo; El inglés de los güesos. Casi un túnel del tiempo. El hombre invisible, de H. G. Wells; vestía traje y corbata, y en ausencia de manos y rostro llevaba mancuernillas Borsalino, lentes de intelectual. Su pipa parecía volar, lo mismo que el cerillo prendido.

Inclinándose, comenzó a manosear y alzar libros deteriorados, amarillos, quebradizos. Ese gesto de interés en la mercancía de segunda hizo saltar de un zaguán a un jovenzuelo en quien Belarmino no había reparado entre el gentío.

–A cinco uno, tres por 10.

Ya decía Belarmino que el indolente puestero parecido a Lezama Lima no iba a andar controlando todo el expendio desde su sedentaria posición bajo el quiosco en la esquina. El joven podía ser su hijo, o su nieto.

Los libros pulp eran casi de colección. Una sensual rubia desnuda entre plumas de pavorreal era La Budesa viviente. Una beldad vestida de rumbera, llevada hacia el espacio por un personaje de cuerpo morado y articulaciones y pies cubiertos de acero, era Raptada por un extraterrestre. Cosas así. Y entre todos esos tesoros trash, llamó la atención de Belarmino The Flying Eyes (Los ojos voladores, 1962), de J. Hunter Holly, aterradora historia de horror en los cielos, anunciaba la portada, y también la leyenda: Primera edición en cualquier parte.

Un hombre rapado y fornido, y una mujer de rostro exaltado y la boca gritando a la manera de un Edvard Munch, huían despavoridos bajo un enjambre de ojos. Los más lejanos parecían nubes de insectos, y en primer plano, platillos voladores consistentes en gigantescas pestañas, conjuntiva, iris y pupila sin cuerpo, ni siquiera los párpados estaban completos. Rojos estallidos rasgaban el cielo ominoso. El horizonte era amarillo canario. Un ojo amenazador ya casi alcanzaba al hombre rapado cuyos pies iban en polvorosa.

En esas, Belarmino levantó la vista. Como si cargara sobre su espalda la sombra de todos los edificios, miró, no al cielo (¿cuál?), sino a los postes de alumbrado, los travesaños de los semáforos, las entradas de tiendas y bancos que lo rodeaban. ¿Cuántas cámaras, cuántos ojos en circuito cerrado lo tenían en la mira en ese momento? Nuestra ciudad-Guinness debe tener un récord mundial también en eso.

Pagó rápido los hallazgos, inquieto y precipitado, y se alejó cavilando cómo las pesadillas del pasado se han ido cumpliendo en el presente y ya ni nos damos cuenta de que nos tienen rodeados.

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