4/11/2010

CINE....CINE,...LIBROS.....LIBROS....

El imaginario mundo del doctor Parnassus

Carlos Bonfil
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Fotograma de El imaginario mundo del doctor Parnassus

Ala manera de esas viejas mansiones habitadas por un fantasma, El imaginario mundo del doctor Parnassus semeja una película encantada. El fantasma es por supuesto el actor Heath Ledger, protagonista de la historia fantástica, quien fallece de modo trágico cuando la producción está avanzada, y cuya personificación es retomada con fortuna desigual por otros tres actores (Johnny Depp, Jude Law y Colin Farrell). El realizador, Terry Gilliam, opera un verdadero acto de magia fílmica para sacar adelante una empresa fílmica que, por estos contratiempos, parecía destinada al fracaso. El disparatado argumento de la cinta (una apuesta fáustica en la que el Diablo da marcha atrás en sus reclamos), y su propuesta de un espectáculo itinerante que recrea las fantasías de sus espectadores en una cámara secreta abierta al infinito, son una extravagancia en la que cabe cualquier improvisación o capricho.

El director del minúsculo circo ambulante, un milenario doctor Parnassus (Christopher Plummer), que conquistó la inmortalidad y un esporádico rejuvenecimiento gracias a las artes del maligno Nick (Tom Waits), transita por los barrios londinenses en compañía de su hija de 16 años, Valentina (Lily Cole) y de dos asistentes, el enano Percy (Verne Troyer) y Anton (Andrew Garfield), un joven galán transformable en mujer, monstruo o cualquier quimera, a los que se integra Tony Shepard (Heath Ledger), un hombre por ellos rescatado de la muerte, quien habrá de reanimar la propuesta de espectáculo con su talento e inventiva.

La clonación post-mortem de Ledger en Tony 1, 2 y 3 por los actores antes mencionados se opera con un meticuloso maquillaje y efectos por computadora que casi consiguen el prodigio de mantener vivo al actor, alterando las facciones de Depp, haciendo otro tanto con Law, sin lograr lo mismo con Colin Farrell, quien se resiste a la manipulación cosmética. El espectador, poco al tanto de estos trucos de la producción y del dudoso tributo póstumo, puede perderse en esta continua trasmutación de la materia, algo que parece no importar mucho a Gilliam, quien incorpora la desaparición de Ledger como un elemento fantástico más en su delirante circo de ilusiones. El azar quiso que esta historia donde un doctor Parnassus que atraviesa los siglos con sabiduría budista y barba y figura de un Merlín harapiento (entre el sabio Jodorowsky de La montaña sagrada y el desdentado Fagin en el Oliver Twist de Carol Reed), tuviera como compañero itinerante a Tony, un ser que deambula entre la vida y la muerte por obra del artificio fílmico. Lo espectral del asunto, más que sugerir un fantasioso y lúdico Doctor Parnassus parece remitir a El gabinete del Doctor Caligari (Robert Wiene, 1919).

Terry Gilliam recorre en su cinta los tópicos favoritos de muchas de sus cintas anteriores, desde su escritura en los 44 episodios de la serie El circo volador de Monty Python (1969-1974), hasta Bandidos del tiempo (1981) pasando por Las aventuras del barón Munchausen (1988). Imágenes fantásticas a lo Lewis Carroll, un mundo fantástico descubierto a través del espejo; una pasarela donde personajes grotescos cumplen por un momento sus anhelos más secretos, como en un parque de diversiones de Ken Russell (Tommy, 1975), todo en una sucesión abigarrada de imágenes que combinan la animación y los efectos por computadora, sin un sólido hilo narrativo y con el objetivo único de deslumbrar por el efecto combinado de la acumulación y la sorpresa. Desterrado de entrada cualquier intento de reconocerle coherencia al asunto, lo que queda es un espectáculo de prestidigitación fílmica, fastidioso o subyugante (según el humor de quien lo contempla), que hace del desdoblamiento, la clonación y la apariencia engañosa los ingredientes de un juego de ilusiones, tan antiguo y entrañable como una película de Meliès o un espectáculo de linterna mágica, y a la vez tan novedoso y prescindible como un paseo dominical por un parque temático.

La cinta se exhibe en salas comerciales y en la Cineteca Nacional.

Dublinesca

Enrique Vila-Matas
Apenas unas semanas después de su lanzamiento en España, llega a México Dublinesca, la nueva novela de Enrique Vila-Matas. En este libro, publicado por Seix Barral, el autor catalán tiene como personaje principal a Samuel Riba, editor que después de jubilarse emprende un viaje a Dublín para acudir al Bloomsday, la celebración anual en recuerdo de Leopold Bloom, personaje creado por James Joyce para su Ulises. Un viaje con una doble intención y muchos descubrimientos. Gracias al grupo editorial Planeta ofrecemos a los lectores de La Jornada las primeras líneas de la novela.

Pertenece a la cada vez ya más rara estirpe de los editores cultos, literarios. Y asiste todos los días conmovido al espectáculo de ver cómo la rama noble de su oficio –editores que todavía leen y a los que les ha atraído siempre la literatura– se va extinguiendo sigilosamente a comienzos de este siglo. Tuvo problemas hace dos años, pero supo cerrar a tiempo la editorial, que a fin de cuentas, aun habiendo alcanzado un notable prestigio, marchaba con asombrosa obstinación hacia la quiebra. En más de 30 años de trayectoria independiente hubo de todo, éxitos pero también grandes fracasos.

La deriva de la etapa final la atribuye a su resistencia a publicar libros con las historias góticas de moda y demás zarandajas, y así olvida parte de la verdad: que nunca se distinguió por sus buenas gestiones económicas y que, además, tal vez pudo perjudicarle su fanatismo desmesurado por la literatura.

Samuel Riba –Riba para todo el mundo– ha publicado a muchos de los grandes escritores de su época.

De algunos tan sólo un libro, pero lo suficiente para que éstos consten en su catálogo. A veces, aunque no ignora que en el sector honrado de su oficio quedan en activo algunos otros valerosos quijotes, le gusta verse como el último editor. Tiene una imagen algo romántica de sí mismo, y vive en una permanente sensación de fin de época y fin de mundo, sin duda influenciado por el parón de sus actividades. Tiene una notable tendencia a leer su vida como un texto literario, a interpretarla con las deformaciones propias del lector empedernido que ha sido durante tantos años. Está, por lo demás, a la espera de vender su patrimonio a una editorial extranjera, pero las conversaciones se encuentran encalladas desde hace tiempo. Vive en una potente y angustiosa psicosis de final de todo. Y aún nada ni nadie ha podido convencerle de que envejecer tiene su gracia. ¿La tiene?

Ahora está de visita en casa de sus ancianos padres y los está mirando de arriba abajo, con curiosidad nada contenida. Ha ido a contarles cómo le fue en su reciente estancia en Lyon. Aparte de los miércoles –cita obligada–, es una vieja costumbre que vaya a verlos cuando regresa de algún viaje. En los dos últimos años, no le llega ni una décima parte de las invitaciones a viajar que recibía antes, pero ese detalle lo ha ocultado a sus padres, a los que también ha escondido que ha cerrado su editorial, ya que considera que tienen una edad demasiado avanzada para darles según qué disgustos y, además, está seguro de que no lo asimilarían nada bien.

Se alegra cada vez que le invitan a alguna parte, porque, entre otras cosas, eso le permite seguir desarrollando ante sus padres la ficción de sus múltiples actividades.

A pesar de que pronto cumplirá 60 años, tiene con ellos, como puede apreciarse, una fuerte dependencia, quizá porque no tiene hijos, y ellos, por su parte, sólo le tienen a él: hijo único. Ha llegado a viajar a lugares que no le apetecían demasiado, sólo para contarles después el viaje a sus padres y así mantenerles en la creencia –no leen periódicos ni ven televisión– de que sigue editando y sigue siendo reclamado en muchos lugares y, por tanto, las cosas continúan marchando muy bien para él. Pero eso no es para nada así. Si cuando era editor estaba acostumbrado a una gran actividad social, ahora apenas tiene alguna, por no decir ninguna. A la pérdida de tantas amistades falsas, se ha unido la angustia que se ha apoderado de él desde que hace dos años prescindió del alcohol. Es una angustia que procede tanto de su conciencia de que, sin beber, habría sido menos atrevido publicando como de su certeza de que su afición a la vida social era forzada, nada natural en él y quizá tan sólo provenía de su enfermizo temor al desorden y la soledad.

Nada marcha muy bien para él desde que corteja a la soledad. A pesar de que trata de que no caiga al vacío, su matrimonio más bien se tambalea, aunque no siempre, porque su relación de pareja pasa por los más variados estados y va de la euforia y el amor al odio y el desastre.

Pero se siente cada día más inestable en todo y se ha vuelto gruñón y le disgusta la mayor parte de las cosas que ve a lo largo del día. Cosas de la edad, probablemente.

Pero lo cierto es que empieza a estar incómodo en el mundo y cumplir 60 años le produce la misma sensación que si tuviera una soga al cuello.

Sus ancianos padres escuchan siempre sus relatos de viajes con gran curiosidad y atención. A veces, hasta parecen dos réplicas exactas de Kublai Kan oyendo aquellas historias que contaba Marco Polo. Las visitas que siguen a algún viaje de su hijo parecen disfrutar de un rango especial, una categoría superior a las más monótonas y habituales de todos los miércoles. La de hoy tiene ese rango extraordinario. Sin embargo, algo raro está pasando, porque lleva un buen rato en la casa y todavía no ha sido capaz ni tan sólo de abordar el tema de Lyon. Y es que no les puede explicar nada de su paso por esa ciudad, porque allí estuvo tan desligado del mundo y su viaje fue tan salvajemente cerebral que no dispone de una sola anécdota mínimamente humana. Además, la realidad de lo que le sucedió allí es antipática.

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Ha sido un viaje frío, gélido, como esos trayectos hipnóticos que últimamente emprende tantas veces ante su ordenador.

–Así que has estado en Lyon –insiste su madre, ahora ya incluso algo inquieta.

Su padre ha comenzado lentamente a encender la pipa y le mira también con extrañeza, como preguntándose por qué no cuenta nada de Lyon. Pero ¿qué puede decirles de su estancia en esa ciudad? No va a ponerse a hablar de la teoría general de la novela que fue capaz de fabricar él solo, allí en el hotel lionés. No les interesaría nada la historia de cómo elaboró esa teoría y, además, no cree que sepan muy bien qué puede ser una teoría literaria. Y, suponiendo que lo supieran, está seguro de que les aburriría profundamente el tema. Y hasta podrían llegar a descubrir que, tal como asegura Celia, anda demasiado aislado en los últimos tiempos, demasiado desconectado del mundo real y abducido por el ordenador o, en ausencia de éste –como le ha ocurrido en Lyon–, por sus viajes mentales.

En Lyon se dedicó a no ponerse nunca en contacto con Villa Fondebrider, la organización que le había invitado a dar la conferencia sobre la grave situación de la edición literaria en Europa. Tal vez porque ni en el aeropuerto ni en el hotel apareció alguien para recibirle, Riba, a modo de venganza por el menosprecio que le habían mostrado los organizadores, se encerró en su dormitorio del hotel de Lyon y logró allí realizar uno de sus sueños cuando editaba y no tenía tiempo para nada: redactar una teoría general de la novela.

* * *

Una hora después, ha dejado ya de llover. Se dispone a escapar de la encerrona en el entresuelo paterno cuando su madre le pregunta, casi inocentemente:

–¿Y ahora qué planes tienes?

Se queda callado, no esperaba la pregunta. No tiene ningún plan en perspectiva, ni una maldita invitación a algún congreso de editores; ninguna presentación de un libro en la que caerse muerto; ninguna otra teoría literaria para escribir en un cuarto de Lyon; nada, pero es que nada de nada.

–Ya veo que no tienes planes –dice su madre.

Golpeado en su amor propio, permite que Dublín acuda en su auxilio. Se acuerda del extraño y asombroso sueño que tuvo en el hospital cuando cayó gravemente enfermo hace dos años: un largo paseo por las calles de la capital irlandesa, ciudad en la que no ha estado nunca, pero que en el sueño conocía perfectamente, como si hubiera vivido allí otra vida. Nada le asombró tanto como la extraordinaria precisión de los múltiples detalles.

¿Eran detalles del Dublín real, o simplemente parecían verdaderos a causa de la intensidad inigualable del sueño? Cuando despertó, seguía sin saber nada de Dublín, pero tenía la extraña certeza absoluta de haber estado paseando por las calles de esa ciudad durante largo rato y le resultaba imposible olvidar el único momento difícil del sueño, aquel en el que la realidad se volvía extraña y conmovedora: el instante en el que su mujer descubría que él había vuelto a beber, allí, en un bar de Dublín. Se trataba de un momento duro, intenso como ningún otro dentro de aquel sueño. A la salida del pub Coxwold, sorprendido por Celia en su indeseada nueva incursión alcohólica, se abrazaba conmovido a ella, y terminaban llorando los dos, sentados en el suelo de una acera de un callejón de Dublín. Lágrimas para la situación más desconsolada que hasta aquel día había vivido en un sueño.

–Dios mío, ¿por qué regresaste a la bebida? –decía Celia.

Momento duro, pero también raro, relacionado tal vez con el hecho de haberse recuperado del colapso físico y haber vuelto a nacer. Momento duro y extraño, como si hubiera un signo oculto y portador de algún mensaje detrás de aquel patético llanto de los dos. Momento singular por lo especialmente intensa que se volvía la intensidad misma del sueño en ese tramo –una intensidad que sólo había conocido anteriormente cuando en ciertas ocasiones, de un modo recurrente, había soñado que era feliz porque estaba en el centro del mundo, porque estaba en Nueva York– y porque de golpe, casi brutalmente, sentía que estaba ligado a Celia más allá de esta vida, un sentimiento intransmisible e indemostrable, pero tan fuerte y tan personal como verdadero.

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