5/03/2010

OAXACA NO ESTA SOLA !

El derecho a la solidaridad

Hermann Bellinghausen


Además de revelar a la opinión pública, así sea tantito y fuera de foco, la situación de violencia político-criminal prevaleciente en las tierras triquis de la Mixteca oaxaqueña, y la responsabilidad directa en ello del gobierno estatal, el ataque armado contra la caravana humanitaria que se dirigía a San Juan Copala el 27 de abril marca un hito preocupante, en particular en las tierras indígenas, a escala nacional. Entre el fragor de la guerra gubernamental contra el crimen organizado, los pueblos son ampliamente perseguidos. En pocos días tenemos nuevos presos mazahuas en el estado de México y las tierras mayas de Yucatán, representantes comunales levantados y desaparecidos en La Morena (Guerrero) y Ostula (Michoacán), y otro pueblo arrasado, ahora en Santiago Sochiapan (Veracruz).

Lo ocurrido en La Sabana, Oaxaca, ha sido visto como un mensaje. La Red por la Paz Chiapas, al condenar el ataque a la caravana humanitaria, declaró que esta agresión refrenda el riesgo que corren los defensores de derechos humanos, así como los periodistas en México. Conformada por una decena de organismos independientes en Chiapas, la Red expresa preocupación ante la situación de vulnerabilidad en que trabajan estos defensores frente a la cada vez más recurrente violencia política, la criminalización de su labor y la indiferencia estatal para la protección de su vida e integridad física. La citada caravana, compuesta por representantes de organizaciones de derechos humanos, periodistas y observadores internacionales, fue emboscada y agredida con armas de fuego presuntamente por un grupo de la Unidad para el Bienestar Social de la Región Triqui, vinculada al Partido Revolucionario Institucional y señalada como paramilitar.

La red deplora la pérdida de la activista mexicana Beatriz Cariño, y de igual modo nos parece de particular gravedad que, frente a la muerte de Jyri Antero Jaakkola, de nacionalidad finlandesa, el gobierno de Oaxaca esté cuestionando la observación internacional, mecanismo de intervención civil de paz que ha resultado clave para detener la violencia en varios lugares y contextos.

El gobierno de Oaxaca, señalan los organismos, se deslinda de toda responsabilidad en estos hechos de violencia, si bien la impunidad en los numerosos asesinatos y hechos de violencia que se han registrado en la zona triqui han contribuido, mínimamente por omisión, a crear la situación de violencia en la región. Finalmente, manifiestan la sospecha de que como se suele dar en Chiapas, la respuesta a este ataque se quede en una atención limitada a restablecer un mínimo de orden público, sin afrontar las causas de fondo detrás de la violencia que ha prevalecido en la zona triqui.

En este contexto, las candorosas y trogloditas declaraciones del gobernador Ulises Ruiz Ortiz contra los extranjeros y reconociendo que en la Triqui mandan sus aliados paramilitares, apuntan no sólo a la impunidad con que contará nuevamente, sino a una deslegitimación verbal, que podría volverse legal, contra los observadores de derechos humanos, tanto mexicanos como de otras naciones.

El asunto estaba ya en el aire. En días previos a la emboscada en Oaxaca, personas y organismos independientes que acompañan a las comunidades indígenas de Chiapas –entre ellos el Centro de Investigaciones Económicas y Políticas de Acción Comunitaria (CIEPAC) y el Comité de Soutien aux Peuples du Chiapas en Lutte, de París– emitieron el pronunciamiento La solidaridad es nuestro derecho (11 de abril), suscrito por más de 400 personas de 24 países: Denunciamos una campaña en México y en América Latina contra el derecho legítimo de cada persona a solidarizarse con los movimientos y procesos sociales que nos parecen pertinentes. Esta campaña busca estigmatizar, deslegitimar y finalmente criminalizar el hecho de ser solidarios con los movimientos sociales.

En respuesta a una serie de presuntas revelaciones difundidas en ciertos medios en línea e impresos a finales de marzo, sobre personas y grupos solidarios con los pueblos zapatistas, el pronunciamiento internacional señala allí la distorsión total de relaciones solidarias de la sociedad civil con los pueblos, ignorando que el movimiento zapatista, por su causa justa, por saber escuchar a la sociedad civil, por su ética y por la dignidad de sus pueblos, desde 1994 despertó la simpatía y la solidaridad de cientos de miles de personas en México y el mundo.

La emboscada en Copala y la renovada hostilidad de los gobiernos de Oaxaca, Chiapas y Guerrero a la solidaridad civil, marcan un retroceso para nuestras garantías ciudadanas. La solidaridad ha sido siempre, más que un derecho, un hermoso atributo de los mexicanos, y un espacio digno de entendimiento con la humanidad. Una tradición que nos honra. Una ventana con mucho aire. En tiempos como los actuales, México necesita abiertas las más ventanas posibles, no que se las cierren.

Estado de cosas
Gustavo Esteva


Lo ocurrido en Oaxaca es insoportable. Para reaccionar, empero, necesitamos tener clara conciencia del contexto. No es un hecho excepcional o anómalo, sino una condición que se extiende cada vez más. Refleja una nueva normalidad: la del estado de excepción no declarado en que vivimos.

El territorio triqui ha estado en disputa desde hace muchos años. Como se cuenta lúcidamente en el libro de Francisco López Bárcenas que se presentó el jueves pasado en la UAM-Xochimilco, nunca ha cesado la resistencia popular a la dominación que ha tratado por décadas de enterrar los sueños triquis. Esa resistencia, que ha ido tomando la forma de una lucha de liberación, condujo a la creación del municipio autónomo de San Juan Copala.

Desde que nació, el empeño autonómico fue continuamente asediado y recibió permanentemente atención y cierta solidaridad. Ese sentido tenía la presencia del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra, de San Salvador Atenco, que intentó celebrar en Copala la clausura de la campaña por la libertad de sus presos, el pasado 28 de noviembre.

No consiguió hacerlo. La Unión de Bienestar Social para la Región Triqui (Ubisort), que lo impidió entonces, que asaltó el palacio municipal el 10 de diciembre y tuvo que desalojarlo tres meses después, que sitió el municipio, mató a un niño y una anciana y acosó sin cesar a los autonomistas, es la misma organización cuyos grupos paramilitares asesinaron ahora a dos integrantes de la caravana de solidaridad que trataba de romper el cerco.

El marco de referencia para entender este proceso es claro. A principios de 1994 salió de la zona triqui la primera carta en que un grupo indígena decía a los zapatistas que no estaban solos. El zapatismo se extendía. Unos meses después, para domesticar las luchas triquis, nació esta organización paramilitar, calificada por algunos como terrorista, cuyos vínculos con el gobierno del estado son ampliamente conocidos.

Al anunciarse la caravana de solidaridad, hace ocho días, el dirigente de la Ubisort declaró que bajo ninguna circunstancia la dejarían pasar. Dio así contexto a las palabras de Ulises Ruiz y su secretario de Gobierno, que días después, culpando a las víctimas, atribuyeron los hechos a la imprudencia de los caravaneros desarmados, que habrían provocado el enfrentamiento con los paramilitares al tomar la decisión unilateral de ofrecer solidaridad a los autonomistas. Estas declaraciones serían sorprendentes, motivo de escándalo, denuncia y juicio político, si el país viviera aún en un estado de derecho, si en una proporción creciente del territorio y la población las funciones del estado no se hubieran transferido ya a militares, policías, paramilitares y otros grupos, como ocurre en Copala y las autoridades reconocen con inaudito cinismo.

En un libro notable sobre La ley Televisa y la lucha por el poder en México, que se acaba de presentar en Oaxaca y Puebla, sus editores señalan que “si el Estado-nación no invierte políticamente en el reconocimiento y ejercicio real de las garantías… fundamentales de la población, el gobierno tendrá que destinar mayor gasto público para financiar la represión social, pues será la única forma de detener la energía colectiva contenida”. Escrita apenas hace seis meses, la frase resulta obsoleta: no es una posibilidad sino un dato. El gobierno modificó ya su presupuesto, aumentando las partidas destinadas a la represión. En eso estamos.

No fue exageración de John Berger decir que si se viera obligado a usar una sola palabra para describir la situación actual en el mundo usaría la palabra prisión. Pero esta prisión no es sólo la que dejaron hace un par de días las dos indígenas ñañús acusadas sin base por el gobierno federal, una prisión en que aumenta cotidianamente el número de muertos: 10 en la última semana. Es también una prisión cuyos barrotes no siempre son evidentes o que parecen inocuos: retenes militares que no retienen, por ejemplo, y se contentan con intimidarnos gentilmente. Es una prisión que encarcela ideas y comportamientos y alimenta la ilusión de que aún se goza de libertad y las leyes siguen vigentes.

La insurrección en curso desgarra paso a paso esos barrotes y continúa sus preparativos. Su desafío principal, en estos tiempos difíciles, es lidiar con provocaciones como la que se montó en La Sabana, a las puertas de San Juan Copala. En vez de convertirse en el estallido de indignación que aparentemente se quiere inducir, para precipitar la guerra civil y aplastar la resistencia, el dolor y la rabia que causan muertes tan lamentables como las de Bety Cariño y Tyri Antero Jaakkola deben nutrir el coraje organizado y paciente que profundiza y consolida nuestra capacidad de respuesta.

Explicaciones oficiales inverosímiles

Editorial La Jornada.

El pasado fin de semana José Luis Chávez García, titular de la Procuraduría General de Justicia Militar (PGJM), aseguró que armas de un grupo delictivo mataron el pasado 3 de abril a los menores Bryan y Martín Almanza Salazar (cinco y nueve años), cuando el vehículo en que viajaban con sus padres fue tiroteado y atacado con granadas en Ciudad Mier, Tamaulipas.

Un día después, en un intento por exculpar a las fuerzas armadas de la muerte de los estudiantes Jorge Antonio Mercado Alonso y Javier Francisco Arredondo Verdugo, el pasado 19 de marzo, en el campus del Tec de Monterrey, el vocero de la Procuraduría General de la República (PGR), Ricardo Nájera, presentó a la opinión pública diagramas, animaciones y un fragmento del video que, por sí mismo, no exculpa a los efectivos castrenses de esas muertes, y aseguró que en el cuerpo de uno de los asesinados se encontró un proyectil calibre .223 que, según el portavoz de la PGR, corresponde al calibre utilizado por la delincuencia organizada.

Lejos de despejar la indignación ciudadana y las dudas en torno a esas muertes, que han pasado a ser emblemáticas de las numerosas pérdidas de vidas civiles causadas en el marco de la guerra contra la delincuencia decidida por la actual administración, las exposiciones de Chávez García y de Nájera han ahondado el escepticismo social y han abierto muchas más interrogantes de las que pretendían responder. En el caso de la tragedia ocurrida en Ciudad Mier, el procurador militar no aportó un elemento sólido para desvirtuar los testimonios sostenidos desde un principio por los padres de los menores asesinados y de un tío de las víctimas, los cuales refieren una agresión simple, brutal e injustificada, realizada únicamente por los uniformados, y la inexistencia de una confrontación armada entre éstos y un grupo de delincuentes.

Sobre los estudiantes muertos en el Tec, en la capital nuevoleonesa, lo dicho y lo mostrado por el vocero de la PGR no esclarecen lo ocurrido ese 19 de marzo, y hasta ofrecen a la opinión pública factores de confusión y desinformación, como es señalar que la delincuencia organizada usa el calibre .223, como si tuviera uno reglamentario, cuando según la propia información oficial los grupos criminales cuentan con varios tipos de fusiles de asalto y de armas cortas de distintos calibres.

Las presentaciones referidas son ejemplos de un irritante estilo de escamotear la verdad y de enturbiar los hechos hasta el punto que resulte imposible esclarecerla, en especial en los episodios de violencia en los que se han visto involucrados efectivos de las fuerzas armadas. Así ha ocurrido a lo largo de la actual administración, desde la muerte de la anciana indígena Ernestina Ascención Rosario, en febrero de 2007, de quien hasta la fecha no se sabe a ciencia cierta si murió a consecuencia de una gastritis crónica no atendida, como aseguró el titular del Ejecutivo federal, de una anemia aguda, como lo aseveró posteriormente la Comisión Nacional de Derechos Humanos, de parasitosis, como acabó concluyendo la procuraduría veracruzana, o bien a consecuencia de lesiones causadas en una violación tumultuaria por efectivos del Ejército, como señalaron los familiares de la fallecida, agresión que, perpetrada por soldados o no, fue corroborada en la primera autopsia al cadáver.

Las autoridades de todos los niveles piden a la sociedad que les crea pero, por otro lado, minan su propia credibilidad con alegatos autoexculpatorios tan insostenibles como los presentados el pasado fin de semana por la PGJM y la PGR. De esa forma se alienta la impunidad, se acrecienta la confusión y la zozobra sociales, se ahonda el desprestigio de las instituciones y se niega la justicia a los inocentes caídos en el contexto de una estrategia de seguridad pública a todas luces equivocada y fallida.

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