7/26/2010

¿Narcoterrorismo?

Carlos Fazio

Los hechos. El 15 de julio se produjo un atentado con explosivos en la intersección de la avenida 16 de Septiembre y Bolivia, en Ciudad Juárez, Chihuahua. Saldo: cuatro muertos. Una semana después, los peritos de la Procuraduría General de la República (PGR), auxiliados por expertos de la Oficina Federal de Investigación (FBI, por sus siglas en inglés), no habían podido determinar si se usó un coche bomba cargado con material plástico C-4 o Tovex (gel líquido de uso minero); granadas o un dispositivo explosivo improvisado, como sugirió la consultora estadunidense Stratfor. Sendos narcomensajes, que con fines de decepción (engaño) o propaganda negra pudieron ser colocados por cualquiera de las partes involucradas en la guerra de Calderón contra los malos, fueron validados por las autoridades para identificar a los autores del hecho criminal: La Línea, brazo armado del cártel de Juárez, que dirige Vicente Carrillo Fuentes.

El uso mediático. Pocas horas después, en una videograbación difundida por la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) federal, el presunto sicario Jesús Acosta Guerrero, El 35, reveló una supuesta estrategia de medios de La Línea, a través de narcopintas, para infundir temor a la población. Y cuando todavía los expertos de la PGR, la FBI y la Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego de Estados Unidos no llegaban al lugar de los hechos a tomar muestras de la sustancia utilizada, en los espacios noticiosos los especialistas ya habían concluido: carro bomba + narcoadvertencias = narcoterrorismo.

Durante varios días se pontificó sobre narcoterrorismo. Ciudad Juárez era peor que Kabul o Bagdad. El narco mexicano igual al talibán. El bombardeo mediático tuvo una inmediata consecuencia lógica: el Ejército volvió a las calles con brigadas de rastreo y peinado de viviendas, perros amaestrados y helicópteros. Más allá de las disquisiciones semánticas y sin menospreciar la capacidad en el manejo de explosivos de los cárteles mexicanos, nadie aventuró la posibilidad de un autoatentado para provocar el efecto deseado.

Pero, ¿quién fijó la agenda? ¿La SSP? ¿El comandante de la quinta Zona Militar, general Emilio Zárate, quien filtró información sobre el hallazgo de residuos de 10 kilos de C-4 en el lugar? ¿El centro de inteligencia binacional controlado por especialistas en guerra sicológica y operaciones clandestinas del Pentágono y la CIA, que funciona en el Distrito Federal y reporta directamente al embajador de Estados Unidos, Carlos Pascual, experto en Estados fallidos? Se pasó por alto, también, que desde que se puso en marcha el Operativo Conjunto Chihuahua, en marzo de 2008, Ciudad Juárez es la urbe más militarizada y paramilitarizada del país, y principal laboratorio de la guerra urbana en México. Y que como ha sido admitido por autoridades del Pentágono y el Departamento de Estado, 20 grupos de tarea integrados por fuerzas especiales estadunidenses, vienen actuando en Juárez y otras ciudades como parte de la interoperatividad militar entre los dos países, en el marco de la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte.

Serpientes y escaleras. Diecinueve días antes del atentado en Ciudad Juárez, un diario capitalino había señalado que instructores del Comando Norte venían entrenando a militares mexicanos en contrainsurgencia, con tácticas utilizadas en Afganistán e Irak. La información fue ratificada por el subsecretario del Pentágono, William Weschler, durante una audiencia en Washington, el 21 de julio: tropas mexicanas aprenden tácticas contra narcoterrorismo. Según un reporte del Comando Norte, el enemigo en México vive entre los civiles. La tácita equiparación de los cárteles de las drogas con la insurgencia iraquí y afgana, implica, como respuesta militar, la guerra irregular o asimétrica, con todo y sus daños colaterales, acciones genocidas incluidas. Ergo, más de lo mismo pero peor. Con un agregado: en la fase de afganización de México y según la nueva jerga del Pentágono recuperada por el experto Edgardo Buscaglia, se debe sustituir la denominación cárteles del narcotráfico por mafia insurgencia; una fórmula sencilla para justificar la contrainsurgencia en un asunto de seguridad pública.

Por pura casualidad, también, en momentos que el gobierno de Barack Obama anunciaba el envío de mil 200 efectivos de la Guardia Nacional a la frontera con México, junto con aeronaves de vigilancia a control remoto (drones), otro experto aventuró que ante la militarización de los sicarios mexicanos –devenidos en fuerzas especiales del crimen organizado (sic)– y el empleo de tácticas terroristas similares a las usadas en Irak y Afganistán, no sería extraño que el Ejército y la Armada comiencen a utilizar aviones de manera intensiva en Ciudad Juárez. Que el comisionado de Aduanas y Protección Fronteriza estadunidense, Alan Bersin, admitiera que se está negociando el empleo de drones del lado mexicano de la frontera, es un dato anecdótico. Igual que la noticia de que la Armada de México está fabricando vehículos aéreos no tripulados (VANT), en Veracruz.

Narcoestrategia. Desde el gobierno de Ronald Reagan el narcotráfico es un instrumento de Washington para rencauzar el sistema de control social en América Latina. Gregorio Selser la llamó narcopolítica. En 1983, el embajador de Estados Unidos en Colombia, Lewis Tambs, acuñó la expresión narcoguerrilla, asimilada a las FARC y el ELN. Otro halcón, Elliot Abrams, matrizó narcoterroristas en 1986. Vía el Plan Colombia (2000), a Washington le llevó 10 años convertir al Ejército colombiano en una fuerza cipaya y disponer de siete bases militares en el país. La reproducción intensiva del modelo de reingeniería militar lleva tres años en México; los de Calderón. Ah, por cierto, la quinta Zona Militar informó el viernes 23 que decomisó 26 kilos de explosivo Tovex en el simbólico municipio de Madera. ¡Vaya casualidad! ¿Qué sigue? ¿Narcoguerrilla?.


Extrema debilidad del estado

Editorial La Jornada
La Procuraduría General de la República (PGR) afirmó ayer que la masacre de 17 personas perpetrada el pasado 18 de julio en la quinta Italia Inn, en Torreón, en la que también fueron lesionadas otras 18, fue cometida por prisioneros del Cereso 2 de Gómez Palacio, Durango, quienes, a decir de la vocería de la dependencia, son responsables también de otros asesinatos colectivos cometidos en el curso de este año en la ciudad coahuilense: por las noches, “los reclusos cumplían venganzas por encargo utilizando vehículos oficiales y las armas de los custodios para las ejecuciones”.

Esta revelación es indicativa del abismo en el que se encuentran las instituciones públicas encargadas de procurar e impartir justicia y de garantizar la seguridad pública. En cualquier país, el control de las cárceles por el Estado es una condición básica y primaria para la vigencia de la legalidad, no sólo porque en ellas se castigan, conforme a derecho, las violaciones a las leyes, sino también porque en ellas se sitúa a los individuos peligrosos para la sociedad. Si las prisiones escapan al imperio de la ley, resulta imposible hacer efectivo el principio de readaptación social y se niega a la población la seguridad frente a quienes la amenazan.

Sin embargo, en el México actual el sistema penitenciario oscila entre una corrupción escandalosa, que garantiza libertad de acción a quienes no debieran tenerla, y prácticas y circunstancias violatorias de derechos humanos como cobro de servicios, venta de protección, desatención médica y tortura. Los motines que ocurren en las prisiones nacionales con frecuencia y violencia alarmantes son el síntoma inocultable del desastre en el que se encuentra el conjunto de establecimientos carcelarios en el país.

Por otra parte, la información proporcionada ayer por la PGR confirma la exasperante improvisación con la que se emprendió, hace tres años y medio, la guerra en curso contra la delincuencia organizada: con corporaciones policiales infiltradas por aquellos a quienes se pretende combatir, con aduanas incapaces de detener el abasto de armas a la criminalidad –desde pistolas hasta misiles y artillería ligera–, con un sistema financiero por el que pasa, con propósitos de lavado, el grueso de las ganancias de las actividades ilegales, con cárceles fuera de control oficial, sin una tarea previa de inteligencia y, por tanto, sin una idea clara de los desafíos a los que habría de enfrentarse el poder público.

Es claro que, en tales circunstancias, ganar una guerra como la emprendida por la administración calderonista es lisa y llanamente imposible: que la estrategia de correcciones sobre la marcha ha multiplicado el costo humano, social y material del empeño del gobierno y que la reprobación de la sociedad a una guerra que no va a ningún lado se incrementa en forma proporcional al crecimiento de su saldo negro: cerca de 25 mil muertos en tres años y medio, por citar sólo el dato más brutal.

La coordinación entre las instituciones de seguridad pública de los distintos niveles de gobierno debió haber sido, pues, un requisito previo y no una consecuencia de la cruzada en curso contra la criminalidad, y en ese contexto el control pleno sobre las prisiones habría debido ser una condición de arranque para la guerra contra la delincuencia organizada. El discurso oficial insiste en exigir a la ciudadanía que se comprometa en tal empresa, pero con hechos como el divulgado ayer por la PGR resulta poco probable, por decir lo menos, que la sociedad se involucre en un conflicto armado en el que los bandos se fusionan y confunden hasta el punto de que ciudadanos inocentes son masacrados por internos de una cárcel con el arsenal de los custodios y con vehículos oficiales.

En suma, el combate al crimen podrá ser una tarea muy cruenta, pero será, además, infructuosa en tanto no se emprenda antes el combate contra la corrupción en todas las dependencias gubernamentales, tanto en el ámbito nacional como en el de los estados y municipios. Porque, actualmente, ese fenómeno constituye la máxima debilidad del Estado ante la delincuencia.

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