8/01/2010

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El origen

Carlos Bonfil

Cazadores de la conciencia perdida. El talentoso realizador de origen británico Christopher Nolan (Memento, Insomnia, Batman, el caballero de la noche), tardó diez años en elaborar el guión de su cinta más reciente, El origen (Inception).

El resultado es a la vez asombroso y decepcionante: un thriller metafísico transformado paulatinamente en una película de aventuras con una sobrecarga de efectos especiales. Indiana Jones en los laberintos de la mente, lo que remite a una lectura de Freud hecha por un aventajado discípulo de Steven Spielberg.

Considérese la propuesta temática: Cobb (Leonardo di Caprio), un sofisticado ladrón que trabaja para empresas trasnacionales y que es capaz de extorsionar a las personas manipulando sus sueños, recibe de un empresario japonés (Ken Watanabe) el encargo de infiltrase en el subconsciente de un empresario rival (Cillian Murphy), no para robar sus sueños o alguna de sus ideas, sino para inocularle una totalmente nueva, que el soñador pensará que es propia.

Esta idea implantada beneficiará, naturalmente, a su adversario. Para llevar a cabo la misión, Cobb formará un equipo de paisajistas mentales (un químico responsable de administrar los sedantes apropiados, un imitador capaz de representar personajes familiares para el soñador, una manipuladora de sueños con el poder para alterar espacios reconocibles para ubicar o desorientar a la víctima, y un gerente de sueños que pueda rescatar al equipo en caso de un percance inesperado). Si el espectador ha logrado al cabo de media hora de proyección de la cinta entender la organización del proyecto y el perfil de los involucrados, podrá acceder a la segunda sección de este onírico parque de diversiones.

Aquí figura, como nueva atracción, el subconsciente del propio bandido, quien recuerda o sueña (usted decide) a la figura de su esposa fallecida (Marion Cotillard) con oscuros propósitos de reconciliación o venganza dirigidos hacia el hombre que por motivos inciertos la asesinó, dejando huérfanos a dos niños. Cobb anhela la redención y el regreso a la tranquilidad espiritual, y es justamente eso lo que le promete el empresario japonés en caso de tener éxito la empresa de inoculación delictiva. Esta sección encierra el aspecto humano de la cinta, un toque sentimental que Christopher Nolan atiende convenientemente, pero en el que no se detiene demasiado, a fin de no entorpecer la dinámica vertiginosa de la historia.

La tercera sección del parque onírico es un gran despliegue de efectos especiales, impresionante para un espectador quincuagenario, aunque banal y previsible para un aficionado juvenil al X-Box, al GameCube o al Play Station. Los efectos generados por computadora realizan aquí prodigios visuales: el más notorio, mostrar el desdoblamiento literal de un barrio parisino, con las calles y los edificios desprendiéndose de la tierra para acoplarse con calles y construcciones vecinas en un diseño urbano más compacto. Los objetos sobrevuelan este paisaje onírico y las personas adquieren figuras espectrales. Este es el trabajo de la joven manipuladora de sueños, y una muestra de su capacidad de controlar el subconsciente de la víctima y someter su voluntad y sus deseos. De los clásicos usurpadores de cuerpos en Muertos vivientes (Don Siegel, 1950) hemos transitado a una generación de inoculadores de mentes y a la piratería de neuronas. En el camino nos hemos topado con intervenciones más inquietantes aún, como las propuestas por David Cronenberg en Telépatas mentes destructoras (Scanners). Y del misterio y emoción de aquellas cintas hemos pasado hoy al aprovechamiento inocuo de un catálogo de novedades cibernéticas, de consumo inmediato y voraz, que flotan algunos minutos en la conciencia aturdida del espectador, como los objetos y personas en el mundo sin gravedad que presenta El origen, para luego dispersarse en la memoria sin dejar mayor huella.

La cinta de Nolan sugiere en la inoculación de ideas la metáfora de un mundo en el que la persuasión y la propaganda (moral, política, religiosa) han logrado enajenar muchas conciencias, haciéndoles aceptar como propias las ideas que inoculan a diario los medios de comunicación. No es otra la génesis del odio racial y de la intolerancia política. Pero El origen no se detiene demasiado en la exploración de esta metáfora. Su punto de partida y de llegada es el artificio que celebra el triunfo del cine de acción sobre el cine de ideas.

La película se disfruta mejor (¿es necesario señalarlo?) en una pantalla IMAX.

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