1/16/2011

Ánimas del purgatorio


Mar de Historias de Cristina Pacheco

Este barrio ha cambiado mucho. Sin piedad ni consideración, las autoridades demuelen las casas antiguas y aniquilan los jardines sin importarles el destino de la gente y de los pájaros.

Todo lo destruyen de noche, con sigilo. Cada mañana, al despertarme, lo primero que hago es mirar por la ventana. Varias veces me ha sucedido que en el sitio en donde hasta horas antes había una construcción maravillosa sólo queda un hueco cercado de escombros. En mis pesadillas sueño que la colonia amanece convertida en una hondonada inmensa donde las grúas y las excavadoras parecen dinosaurios listos para atacarnos.

En estas condiciones es un milagro que siga existiendo el edificio en donde está La Gruta. El estanquillo ocupa un entrepiso. Una parte está al nivel de la calle y la otra hundida en el sótano. Para entrar hay que descender dos escalones. El sitio es pequeño, oscuro, de apariencia miserable. Una reja verde protege el mostrador y los anaqueles repletos de mercancías que ya no se consiguen en ninguna otra parte. Genoveva, la dueña de La Gruta, sale los domingos para comprarlas en pueblos y rancherías. Se va temprano y regresa ya tarde, doblegada bajo el peso de bolsas y costales.

La edad de Genoveva es uno de los misterios que la envuelven. Hay otros: ¿cómo puede ser tan fuerte una mujer tan pequeña y frágil? ¿Y los pies? ¿A qué se debe que en el izquierdo tenga cuatro dedos y en el derecho siete? Juntos forman una aleta que no cabe en ningún calzado. En los baratillos, en donde abundan las mercancías desiguales, Genoveva compra sólo un zapato para el pie izquierdo. Apoya el derecho en un trozo de hule que se ata con cintas. Eso da a sus pisadas un tono extraño que despierta curiosidad y burlas. Me molesta, pero lo comprendo.

Cuando yo era niña, al salir de la escuela, mis compañeros y yo corríamos a La Gruta. Con el pretexto de comprar golosinas nos quedábamos mirando el pie deforme de Genoveva. Después aquella anomalía dejó de llamarnos la atención y la tomamos como una de las rarezas que singularizaban a otros vecinos: don Tulio, con media cara cubierta por un vello rojizo que le confería aspecto de malvado cuando en el fondo era un pan de Dios; Leonora, con su doble joroba que resultaba un talismán para los desempleados; Euclides y Marte, gemelos idénticos que se divertían ante nuestra incapacidad para diferenciarlos.

Todos esas personas han muerto, pero las mencionamos con frecuencia. Su recuerdo ocupa los lugares que habitaron y que, también de milagro, siguen en pie. No sé hasta cuándo

II

Lo más extraordinario de Genoveva es que, prácticamente sin salir de su establecimiento, está enterada de cuanto sucede en México, en la colonia y en el mundo. En cinco minutos da cuenta de atracos, violaciones, asesinatos, cumbres mundiales, bodas y divorcios entre los nobles.

Ayer por la mañana, antes de que pudiera hacerle mi pedido, me asaltó con una novedad: ¿A que no sabe? El purgatorio y el cielo no existen. No entendí de qué hablaba y ella me mostró el periódico: No estoy inventando. Acabo de leerlo. Véalo usted. Apenas terminé la lectura me preguntó qué me parecía la noticia.

No esperó mi respuesta. Tenía urgencia de transmitirme sus conclusiones: Para mí está muy mal que ahora nos digan esas cosas. Imaginé que Genoveva se consideraba ofendida en su profunda religiosidad, manifiesta en el altar al fondo del estanquillo, siempre iluminado con veladoras al pie de vírgenes, santos y una imagen de barro con tres ánimas del purgatorio.

Sentí que era mi deber tranquilizarla: “Los asuntos de la religión siempre son un misterio y como no estamos preparados para interpretarlos…” Genoveva me arrebató el periódico y señaló con su índice deforme unas líneas: “Ningún misterio. Aquí dice con todas sus letras que el purgatorio y el infierno no existen, que no son lugares… Y yo que me pasé toda la vida con miedo a achicharrarme en el fuego eterno a causa de mis pecados”.

Me reí. Siempre sola tras el mostrador, congelada en el aspecto de una anciana que le vi desde que yo era niña, ¿qué pecados podía haber cometido Genoveva? Adivinó mis pensamientos y desvió la conversación hacia el terreno de lo práctico: ¿Qué le doy?

Después de lo que habíamos hablado me sentí incómoda de pedirle dos trozos de alumbre, un litro de aceite y un cedazo. Como si no me hubiera escuchado, Genoveva me hizo una confesión: “De niña sufrí mucho por lo de mis pies. Me sentía como un monstruo y con ganas de morirme. Ir a la escuela era el peor de los martirios porque mis compañeros se burlaban de mí.

Se lo decía a mi abuela y ella, la pobrecita, en lugar de salir en mi defensa, me aconsejaba que soportara las humillaciones y se las ofreciera como sacrificio al Niño Dios. El que teníamos en la casa era antiguo, primoroso, pero lo odiaba porque sus pies eran muy bonitos y los míos no. Cuando nadie me veía me iba a pellizcarlo y a decirle cosas malas, de veras feas.

¿Cómo cuáles? Mejor ni se las digo. El caso es que después de una enfermedad me entraron los remordimientos y le confesé todo al padre Rosas. El dijo que mi rencor hacia el Niño era un pecado horrible y si no me arrepentía de corazón, después de muerta me esperaban por toda la eternidad primero el purgatorio y después el infierno.

Me dolió pensar cuánto habría asustado a una niña oír tal sentencia y le pregunté a Genoveva si había creído en ella. “Desde luego. Le juro que me desvelaba pensando de qué tamaño sería la eternidad y cuánto iba a lastimarme el fuego. Mi imaginación se despertaba más cuando mi abuela me llevaba a la iglesia.

En una pared había un cuadro enorme dedicado a las ánimas del purgatorio. Me daba mucha lástima verlas con el cabello suelto, desnudas de la cintura para arriba, gimiendo entre llamas. Ocultos por el fuego era imposible verles los pies pero me imaginaba que los tenían como yo, con cuatro dedos en el izquierdo y siete en el derecho. Pienso que por eso fui y sigo siendo tan devota de las ánimas. Me preocupan: ahora que ya no hay purgatorio y tampoco existe el infierno, ¿dónde estarán?

En su altar, le dije, mirando hacia el fondo del estanquillo. Genoveva se puso muy seria. Mientras yo viva seguirán allí. Se lo merecen porque me hicieron un milagro. Una vecina entró a pedir unos refrescos y tuve que esperarme a que se fuera para que Genoveva continuara su historia.

III

“Un candidato a la presidencia municipal quiso granjearse a la gente de mi pueblo. Durante su campaña regaló muchas cosas, organizó una feria y nos llevó un circo. Dio una primera función en la plaza de toros y después otra, gratuita, en mi escuela. Para nosotros, que nunca habíamos visto nada igual, aquello era una maravilla. Ahora me doy cuenta de que más bien se trataba de un circo pobrecito porque el dueño, don Cristóbal, la hizo de todo: maestro de ceremonias, domador de perros, payaso y mago.

“Terminó el espectáculo con un número de flores y espadas. Le aplaudimos mucho y él dijo que nos tenía otra sorpresa mejor: iba a rifarnos una muñeca y un carrito. Para el sorteo necesitaba que uno de nosotros lo ayudara a repartir los números. Nadie levantó la mano y don Cristóbal acabó por elegirme como ayudante.

“Al ver que no me acercaba preguntó si le tenía miedo. Una de mis compañeras respondió por mí: ‘A Genoveva no le gusta que la vean porque tiene los pies malos’. Todo el mundo soltó la carcajada menos don Cristóbal que, muy serio, se acercó a mirarme. Luego, hincado frente a mí, dijo: ‘No deberías avergonzarte de tus pies. Los tienes así porque en tu vida anterior fuiste una sirena muy bonita’. Me solté llorando y hui de la escuela.

Al día siguiente, cuando regresé a clases, noté que mis compañeros me miraban de una manera distinta, sin burla y con cierto temor. Desde luego jamás volví a ver a don Cristóbal, pero rezo por él para agradecerle que me haya librado de un auténtico infierno.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario