Cristina Pacheco
El
niño vio la luz a las ocho de la mañana del primero de mayo. Su peso
era bajo, su apetito nulo. A las cinco de la tarde el médico detectó
nuevos síntomas que lo hicieron temer por la vida de la criatura. La
madre primeriza aligeró su dolor recordando lo que le habían dicho en
una clase de religión:
Cuando están bautizados, los recién nacidos se van al cielo.
La abuela del bebé acudió a la iglesia de Santa Brígida en busca del
sacerdote Radilla. Era muy buen orador pero algo sordo. A la hora de
darle el sacramento al niño confundió el nombre elegido por sus padres,
Raymundo, con el de Segismundo. La equivocación no era tan
grave, dijo la abuela, sobre todo si tomaban en cuenta que el primero
de mayo es el día de San Segismundo.
I
Ninguno de los miembros de la familia había llevado
semejante nombre. Esa singularidad apartó a Segismundo de la cadena
tejida por los Pedros, Gonzalos, Juanes, Diegos que abundaban entre los
Olvera Crespo y sus ramificaciones. La distancia entre Segismundo y sus
parientes no se acortó ni siquiera porque él aprendió a caminar y
hablar –según lo documentaban fotos y conversaciones– a la misma edad
en que lo habían hecho sus primos y consanguíneos aún más remotos.
Apenas cumplidos los seis años Segismundo empezó a observar
conductas y actitudes que lo hacían parecer, más que lejano, raro en
comparación a sus primos, vecinitos y condiscípulos. En la casa era
silencioso y tranquilo. En el salón de clases se mostraba distraído.
Por las tardes, al concluir su tarea, permanecía indiferente a los
juegos electrónicos y al futbol callejero. Sus noches eran desveladas.
Esos comportamientos no inquietaban tanto a sus padres como el hecho
de que a Segismundo le diera por inventar cosas y ver lo que no había:
espuma de olas en el salitre, redes de pescadores en las telarañas,
danzantes en las flamas, copos de nieve en las plumas que los pájaros
dejaban caer sobre el pretil de su ventana. Raro. Muy raro.
II
Aconsejada por una vecina especialista en conducta
infantil al cabo de once partos, la madre de Segismundo dedicó sus
momentos libres a escribir en un cuaderno todas las ocurrencias de su
hijo silencioso, tranquilo, distraído, indiferente, insomne. Levantar
ese inventario le significaba una carga de trabajo adicional pero
consintió en hacerlo porque de ese modo su vecina-orientadora sabría
qué imaginaciones ocupaban la mente de Segismundo y cuál podía encender
luces de alarma. En tal caso, iba a ser necesaria la intervención de un
sicólogo. La madre de Segismundo estaba dispuesta a todo con tal de ver
a su hijo convertido en un niño normal, pero no disponía de dinero suficiente para consultar ese tipo de profesionistas ni el tiempo para acudir a las terapias.
Además, pensándolo bien, era responsabilidad suya y de su esposo
contribuir al mejoramiento de Segismundo. Supuso que lo conseguiría,
para empezar, cambiando de táctica. En vez de reprocharle al niño sus
ocurrencias hablaría con él en términos muy claros, hasta hacerlo
comprender que las cosas son lo que son ¡y ya! Además, ¿qué era eso de
quedarse viendo el salitre y las telarañas en vez de divertirse en la
computadora o salir a jugar futbol con sus vecinitos?
III
La madre de Segismundo respetó el plan que se había
fijado para convertir a su hijo en un niño como los otros: pasó más
tiempo con él, se mostró atenta, comprensiva; fingió celebrar sus
imaginaciones. Cuando el niño dejó de mencionarlas ella se sintió
dichosa y le dio gracias a Dios porque su hijo ya no veía olas en el
salitre, redes en las telarañas, danzantes en las flamas, copos en las
plumas de los pájaros.
Satisfecha
de su logro, cautelosa y paciente esperó el momento adecuado para ir a
la conquista de su segunda meta: interesar a su hijo en el deporte,
sobre todo en el futbol. Estaba de moda y le permitiría socializar con
otros niños. Con ese propósito le regaló a Segismundo un balón. Su
padre hizo lo suyo: lo entrenó y lo estimuló para que golpeara el esférico
con la fuerza que le imprimían los Pedros, Gonzalos, Juanes, Diegos de
la familia –para no hablar de vecinitos destructores de vidrios y
plantas.
Poco a poco, Segismundo se familiarizó con el balón. En sus ratos
libres lo empujaba con la punta del pie sólo por el gusto de verlo
estrellarse contra la pata de un mueble o rodar escaleras abajo.
Persiguiéndolo descubrió, en el centro del último escalón, una fisura.
Su madre lo descubrió observándolo y le preguntó qué tanto veía:
El Canal de Panamá. Tal respuesta la desmoralizó: era la prueba de que su táctica no había sido tan acertada como suponía.
Por no inquietar a su marido, acudió a su vecina y le contó la nueva ocurrencia de Segismundo.
Tal vez su maestro mencionó el Canal de Panamá, al niño se le quedó grabado ese nombre y luego se le ocurrió ponérselo a la grieta.El razonamiento tranquilizó a la madre de Segismundo y la hizo suponer que el niño al fin había puesto atención en la clase. Ese detalle era un avance, la evidencia de que su hijo estaba a punto de convertirse en un niño normal; sin embargo, no bajó la guardia. Siguió observando a Segismundo.
IV
Una tarde la madre de Segismundo lo encontró vertiendo
chorritos de agua en la grieta del último escalón y le preguntó para
qué hacía eso.
Voy a ponerle más agua al Canal de Panamá porque si no, mi barco no podrá salir.La madre no comentó nada pero a la hora de la merienda hizo que el niño repitiera aquellas palabras frente a su padre. Él las celebró con risotadas tan contagiosas que la madre de Segismundo terminó riendo hasta las lágrimas, de modo que ninguno de los dos percibió la expresión con que Segismundo los veía, ni el movimiento ladronesco con que se adueñó de dos panes y mucho menos el tono con que les dijo:
Es hora de que me vaya. Adiós.
Sus padres vieron con agrado el hecho de que su hijo se fuera tan
temprano a la cama. Eso quería decir que Segismundo aceptaba una de las
reglas que contribuyen a la buena salud de un niño: dormir lo
suficiente para levantarse dispuesto a correr a la escuela, ponerle
atención al maestro y regresar a la casa.
Nada de eso ocurrió. Por la mañana, cuando entró en la recámara de
Segismundo para despertarlo, su madre no lo encontró en su cama, ni
debajo. Tampoco en el clóset, ni tras los sillones de la sala, ni en el
baño, ni en la azotea. Inquieta, llamó a su esposo. Juntos ampliaron la
búsqueda hacia las calles, los edificios, los comercios; luego, con un
retrato del niño, acudieron a hospitales, delegaciones, radiodifusoras,
canales de televisión. Han corrido tres años y ¡nada!
V
Ante su esposo, la madre de Segismundo se muestra
fuerte, esperanzada, optimista; en soledad, recuerda las ocurrencias de
su hijo una y otra vez aunque hayan sido mentiras. Ella sabe que el
salitre no es espuma de olas, que las telarañas no son redes de
pescadores, que las plumas de los pájaros en nada se parecen a los
copos; en cambio cada día está más segura de que la grieta en el último
escalón es el Canal de Panamá. Malo. Muy malo.
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