12/14/2014

Mar de Historias Insectos


Cristina Pacheco

Rodolfo tiene muchas virtudes, pero sigue siendo un tipo raro. De qué otra manera puedo calificar a alguien que desde niño ama a los insectos más que a las personas. Como profesora, me he dado cuenta de que muchos de mis alumnos muestran esa misma inclinación –en especial los que son hijos únicos y tienen escaso contacto con sus padres– pero ninguno me ha dicho que habla con los insectos.

Ese era el mayor interés de Rodolfo. Para lograrlo inventó un idioma. Ahora comprendo que era una hábil mezcla de vesre y sifinofo, pero cuando era adolescente me parecía una lengua misteriosa y de seguro antiquísima que, por razones incomprensibles, privilegiaba a mi amigo permitiéndole dialogar con los moscos patones, las cucarachas voladoras, los cara de niño y en especial con las arañas que salían de entre las grietas, las fisuras y las duelas carcomidas de todas las viviendas.

Eran ocho sumamente pequeñas y asfixiantes. Cada una correspondía a la sala, el comedor, la cocina y las habitaciones de una casona vieja subdividida al extremo, desde la azotea hasta el sótano, y transformada en vecindad. Rodolfo y sus padres ocupaban lo que había sido un baño lujoso. Por esta razón era explicable que entre la estufa y las camas estuviera una tina de porcelana con garras de león en vez de patas y un bidet, también inservible, cuya utilidad desconocíamos.

II

Después de una muy larga búsqueda, mi familia y yo llegamos a vivir al último lugar disponible en el viejo caserón: la cocina. Abarcaba la pared principal un brasero de ocho hornillas. Mi padre lo clausuró con un tablón para convertirlo en mesa de trabajo. Allí confeccionaba los artículos de fieltro que empezó a vender desde que tuvo el accidente que anuló su interés por trabajar en otras fábricas.

De acuerdo con su plan, mi padre variaba sus artesanías según el calendario: enero, babuchas y gorros; febrero, cupidos; marzo, caminos de mesa; abril, flores y mariposas; mayo, corazones; junio, manteles... Así iba modificando su programa de actividades hasta noviembre. A esa altura del año se sujetaba a las exigencias de los pequeños comerciantes que le pedían adornos y accesorios para revenderlos en diciembre a precios muy superiores a los que le habían pagado.

Cubiertos los pedidos con la ayuda de mi madre, mi papá disponía de algún tiempo libre para llevarnos a pasear por el rumbo. Caminábamos durante horas, sin rumbo, pero al fin siempre llegábamos a la zona comercial y nos deteníamos ante los aparadores de las tiendas en donde estaban exhibidas las artesanías hechas por mi padre. Verlas envueltas en papel celofán y adornadas con moños o escuchar los comentarios de algún posible comprador –Mira qué preciosidad...– duplicaba la satisfacción de mi papá por su trabajo y nuestro orgullo de saberlo un artista del fieltro.


III

Entre la vivienda de Rodolfo y la nuestra mediaba una parcela de tierra endurecida que en tiempos remotos, o por lo menos mucho antes de que llegáramos a vivir a la casona, había sido jardín. Las únicas pruebas de su existencia eran una camelia apergaminada que nunca floreció y un arbusto que hacia fin de año adornábamos con guirnaldas raquíticas y unas cuantas esferas para convertirlo en nuestro árbol de Navidad.
En ese fantasma de jardín Rodolfo sepultaba a los insectos que, después de horas o días de vivir en su mochila o en bolsas escondidas debajo de su cama, se le iban muriendo. A sus pocos amigos Rodolfo nos invitaba al entierro, pero sólo asistíamos dos o tres guiados por la curiosidad y el extraño deseo de sentir espanto.

La ceremonia era minuciosa y complicada, empezando por la solemnidad con que Rodolfo envolvía a los bichos en trozos de papel o, en circunstancias especiales, depositaba en frasquitos de mermelada que su padre le traía como recuerdo del avión en que regresaba de Canadá, donde era albañil, a fin de pasarse una semana en familia o celebrar la Navidad.

En ambos casos Rodolfo despedía a las arañas, los cara de niño o cualquier otro bicho muerto, con una larga oración en su idioma incomprensible. (Por cierto, jamás le pregunté en dónde o cómo lo había aprendido.) Inmóviles, esforzándonos por disimular nuestra repugnancia, escuchábamos a Rodolfo esperando el momento en que, convertido en una especie de sacerdote, tomara entre el pulgar y el índice el cuerpo que aun inerte nos producía horror y lo envolviera o lo depositara en el frasquito.

Antes de sepultar a los animales en el hoyo que había hecho con sus manos en la tierra endurecida como piedra, Rodolfo los levantaba y los exhibía en sus mortajas: la de papel me recordaba los capullos de mariposa; la de vidrio me hacía pensar en los aparadores donde, al cabo de los meses, las artesanías hechas por mi padre iban perdiendo color y tersura


IV

Entre las rarezas de Rodolfo está la de esfumarse por largo tiempo o reaparecer mediante llamadas telefónicas y sin darme explicaciones de su silencio. Sólo porque le insisto me dice si tiene trabajo o en dónde está viviendo, pero nunca me indica su dirección ni me invita a visitarlo y mucho menos me promete que volverá a llamarme.

En nuestras largas conversaciones Rodolfo evita hablar del tiempo en que fuimos vecinos en la casona. Entonces me asombraban su apasionado interés por las sabandijas y su conocimiento del extraño idioma en que decía comunicarse con ellos. Por cariño, por amistad, quiero pensar que lo consiguió y que en verdad es el único y último hablante de una lengua tan antigua como los primeros insectos que poblaron la Tierra. ¿Y si fuese uno de ellos...?

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