5/31/2015

Mar de Historias: Vengan por mí



Cristina Pacheco
Dispongo sólo de diez minutos y aún me quedan muchas cosas por decir. No terminaré. Para sacarlas es posible que vuelva, pero no estoy seguro. La última vez que expuse me juré que no regresaría, y ya ven: aquí me tienen, un poco más delgado y tal vez más estúpido. Sé que no debí haber dicho esto. Cualquier error que cometa lo atribuirán a mi progresiva imbecilidad, en lugar de esforzarse por entender qué hay detrás de mi falla o qué pretendí comunicarles.
La idea no es mía. Repito lo que me aconsejaba el doctor Arroyo. Nos veíamos dos veces por semana, de 4:45 a 5:30. Los cientos de minutos hablando con él no hicieron de mí una persona más segura entonces, cuando era empleado, y mucho menos ahora que vivo de gritar en las puertas de las tiendas las ofertas del día. En eso consiste mi chamba, para eso sirve mi buena voz.
La califico de buena sin vanidad alguna. Me la heredó mi padre, pero él no lo supo. ¿Saben por qué? Porque era yo mudo. Eso lo impacientaba y lo volvía más grosero, más cruel. Es horrible decir que un padre pueda ser feroz con su hijo sólo porque el muchachito se queda callado cuando él le habla. ¿Qué iba a decirle que pudiera suavizar su mirada o la fuerza de su puño? Con su método salvaje quería hacer de mí un joven correcto y después un hombre como él. Si algo le reprocho al viejo –así lo llamo, pero murió de 57 años– es que nunca haya tenido interés por preguntarme si yo anhelaba convertirme en una persona como él –fuerte, implacable– o ser como soy.
II
Si me lo permiten voy a salir para hacerme un cafecito en la cocina. ¿Acaban de instalarla, verdad? La primera vez que entré no la vi. Cómo iba a hacerlo si llevaba 27 meses y cinco días sin trabajo. Dirán que 108 semanas no es demasiado tiempo, pero se vuelve una eternidad para alguien que pierde la chamba, el sueldo, el futuro y a sus viejos compañeros. Lo digo porque lo viví a lo largo de mi desempleo sin esperanzas, sin dinero y sin contacto con Toño, El Carlangas, Saúl, Hilario y El Peter.
Durante años los saludé todas las mañanas junto al reloj marcador. A veces lo hacía desganado, harto de que en ese momento fuera a comenzar la rutina que ya me aburría. Nunca imaginé que iba a añorarla a lo largo de 27 meses y cacho.

III
Me tardé un poquito en volver al auditorio porque no había agua caliente para el café. La señora que insistió en preparármelo me preguntó si iba a tomarlo con azúcar o con edulcorante. Como no supe qué responderle me sonrió y me dijo que a cierta edad tenemos que cuidarnos de las calorías, el colesterol, el azúcar, la grasa y, desde luego, el café. Enseguida me hizo una confesión: Si me tomo un cafecito después de las cinco de la tarde no pego el ojo. Si hubiera tenido menos prisa, la habría corregido: los ojos. No lo hice porque ustedes me estaban esperando.
La miseria nos vuelve duros, egoístas, a veces malos. Hoy lo fui. De camino acá me topé con un hombre vestido con pantalón de drill y camisa. Pensé que es la ropa con la que duerme y después sale a la calle para mendigar un pesito. Lo traía en la bolsa pero no quise regalárselo; en cambio, una señora se lo dio, pero sin mirarlo. No se lo reprocho: comprendo que nadie quiera ver el rostro de la desgracia. ¿Debería decir la cara de la desgracia? Es el tipo de cosas que me pregunto en mis noches de insomnio; pero también pienso en lo que sería de mí si no hubiera heredado la potente y bella voz de mi padre.
Nunca pensé que ese don iba a salvarme del tendedero. No se rían. Cuando estaba a punto de cumplir 27 meses y pico inactivo pensé en una solución drástica para terminar con la pesadilla de saber que cada hora iba haciéndome más viejo y menos apto para que alguien me diera trabajo. En las horas amargas –o sea, en todas– imaginaba mi cuerpo colgando del tendedero como los pantalones o las camisas que lavan las mujeres. Lo hacen también los hombres en la cárcel –ya tuve el disgusto de pasarme una temporadita allí– o en las casas de medio camino.
Caí en una cerca de la Plaza del Estudiante. Llegaba antes de la merienda, me iba a mi cuarto de azotea y volvía en la mañana para alcanzar desayuno: café, huevos revueltos y un pan. Ese me lo guardaba en la bolsa de la chamarra para comerlo a la hora en que otros estarían comiendo sopa, guisado, frijolitos.
Es lo que se sirve en las casas cuando la familia se encuentra en una situación apretada, pero soportable y sin lujos. Para mí llegó a ser lujo fumarme un cigarro regalado en vez de una colilla. Por el momento, mientras conserve mi voz y me ocupen en las tiendas del centro, estaré a salvo de esa experiencia.
IV
Siempre he dormido mal. Un tipo que conocí en la casa de medio camino que tenía el mismo problema me contó que, en sus buenos tiempos, al acostarse encendía la tele en cualquier canal y se quedaba dormido. No pienso seguir su consejo. Si hay algo que me entristezca es despertarme cuando en la pantalla aparecen rayones y se escucha un ruido como de papel celofán bajo las patas de los caballos.
Esa visión loca me recuerda las noches en que mi padre me mandaba a la azotea dizque por mientras... Según la forma en que se ríen veo que entienden a qué se refería el viejo con el dichoso por mientras... Pero luego él y la ñora en turno se quedaban dormidos, sin acordarse de que habían dejado a un niño a la intemperie, tiritando, muerto de miedo y sin atreverse a gritar: Vengan por mí.
A veces pienso en aquellas noches mientras canto a todo pulmón las ofertas del día. Siento que en vez de decir Llévese seis faldas al precio de cuatro, Cubeta resistente, a siete varos, Aquí los mejores taquitos estoy gritando como no pude hacerlo cuando niño: Vengan por mí.

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