7/19/2015

Mar de Historias No hallarás ángeles


Cristina Pacheco
Es su primer día de trabajo en la Residencia. Patricia ignora todo acerca de su funcionamiento y aún no logra orientarse en el edificio. Si en este momento alguien le preguntara dónde están la cocina o el almacén de ropa blanca no sabría decirlo. La conduce Daniela, una mujer de melena espesa teñida de rojo y peinada en amplias ondas rígidas. Patricia se pregunta cuánto tiempo le llevará a su instructora arreglarse el pelo con tanto esmero y si hay alguien allí que será capaz de apreciarlo.
Mientras suben las escaleras, Daniela habla acerca de horarios y rutinas; también le advierte que no les dirá a los huéspedes que ella será su nueva terapeuta. El licenciado Alcorta, director de la institución, quiere notificárselos personalmente. Por el acento de Daniela, Patricia sospecha que su jefe podría ser el destinatario de su hermoso peinado.
Cuando llegan al primer piso Daniela asume una actitud menos formal, se asoma a las habitaciones y saluda a los residentes por su nombre. Los aludidos dejan de sonreír en cuanto ven a Patricia. Su presencia, como la de cualquier extraño, los inquieta; temen que sea portadora de malas noticias: el cierre de la Residencia, aumento de las mensualidades o la clausura del pabellón en donde se reúnen para festejar los cumpleaños, la llegada de un nuevo huésped y también su partida.
Patricia conoce esos detalles porque esa mañana, cuando vio en un ángulo del jardín la construcción hexagonal de vidrios opacos, preguntó que usos tenía.
–Allí los residentes se reúnen para hacer lecturas en voz alta, celebrar los cumpleaños, darles la bienvenida a los de nuevo ingreso o despedir, después de sepultados, a los que mueren.
–Eso debe ser algo muy triste –afirmó Patricia.
–No. Antes pensaba lo mismo. Después comprendí que es todo lo contrario. La ceremonia les permite sacar a relucir las cualidades del ausente y disculparse por algún pleito que hayan tenido con él. Entre nuestros viejitos se dan, y con más frecuencia de lo que te imaginas.
–Pensé que en un sitio como este todo sería amistoso, calmado, suave.
–Te advierto que aquí no hallarás ángeles. El hecho de que los residentes sean ancianos de ninguna manera significa que sean mejores o peores que el resto de las personas. Cuando los conozcas verás que tienen ilusiones, celos, rencores, caprichos, sueños, miedos y que son muy hábiles para engañarnos o engañarse cuando no quieren ver la realidad.
–Como hacemos todos.

II
Terminado el recorrido, ya en la oficina, Daniela sigue explicando el funcionamiento de la Residencia en sus aspectos más concretos. Se interrumpe cuando Patricia alza la mano y pide la palabra:
–Sabes que esta es mi primera experiencia de trabajo.
Para hacerlo mejor me gustaría saber algo más de las personas con quienes voy a tratar: ¿de dónde vienen, por qué están aquí, cómo llegaron, a qué se dedicaban? –Patricia hace una pausa: –¿Quién es la anciana de ojos grises que parece muñeca de seda?
–Se llama Lily. Fue cantante de ópera. Tiene un hijo, creo que el padre era italiano: Leonardo. Lo he visto sólo tres veces: el día en que vino a conocer nuestras instalaciones, cuando trajo a su madre en calidad de huésped temporal y el único domingo que ha venido de visita. Aquella tarde acompañé a Lily y a su hijo hasta la puerta. Oí a Leonardo decirle a su madre que volvería a recogerla en un mes, cuando de seguro estaría en condiciones de alojarla en un departamento. Desde entonces han pasado tres años sin que tengamos más noticias de él que los pagos mensuales que deposita en el banco.
–Un gesto muy generoso en un hombre que abandona a su madre.
–Lily no quiere aceptarlo. Se enoja cuando se lo digo. Insiste en que Leonardo volverá en cualquier momento y por eso tiene todas sus cosas en maletas. Las abre sólo para sacar la ropa del día y alguna de sus partituras. Las lee como si fueran libros. Dice que oye la música en su cabeza. Para demostrármelo, tararea. Me afecta mucho cuando lo hace, no sé por qué.
Con un gesto, Daniela marca el punto final de su relato y Patricia se apresura a formularle otra pregunta:
III
–¿Quién es el hombre al que encontramos en bata, de espaldas a la puerta, viendo un partido de futbol en una pantalla gigante?
–Don Bruno. Un maniático de primera: sólo ve el canal de deportes, no se pone dos veces la misma camisa, limpia los cubiertos antes de usarlos y mira los vasos a trasluz para cerciorarse de que no tengan huellas. Además, casi no sale de su cuarto y habla poco, pero cuando lo hace... ¡Olvídate! Una vez, hace tiempo, lo encontré discutiendo con su nieta Paulina y la pobre salió llorando.
–Pensé que ese hombre no tenía familia.
–Pues tiene hijos, nietos, esposa. Se llama Francisca y vive en otro asilo porque ni ella ni él quieren estar juntos: se odian. Me lo dijo Paulina la noche en que salió de aquí llorando y tristísima porque sus abuelos llevaban años sin hablarse.
–Pero ¿por qué?
–Paulina es la única en saberlo y eso porque le suplicó a su abuela que se lo dijera. El caso es que una tarde doña Francisca encontró un portafolios en donde su marido tenía escondidas unas fotos horribles. En ese mismo momento las quemó pero no pudo perdonar la ofensa y esa noche habló por última vez con su marido. Él estuvo de acuerdo en la separación y en que vendieran la casa. Cuando al fin lo consiguieron, citaron a la familia para informarla de que habían decidido vivir cada quien por su lado. Gracias al dinero que obtuvieron por la venta, ella pudo alojarse en un asilo de Cuernavaca y él en esta residencia.
–¿Qué habría en aquellas fotos que los dañaron tanto?
–Nada angelical, te lo aseguro.

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