7/20/2015

Tlatlaya y el paradigma militar de la seguridad



Carlos Fazio /II
Atres semanas de la divulgación del impecable y contundente informe Tlatlaya a un año: la orden fue abatir, del Centro Pro de Derechos Humanos, donde se exhibe la ordenanza de un comandante a un teniente −integrada al expediente del caso en el fuero militar−, con instrucciones inequívocas según el propio vocabulario castrense para abatir delincuentes en horario nocturno. Cabe mencionar que las reacciones públicas de la Secretaría de la Defensa Nacional y su titular, general Salvador Cienfuegos, carecen de toda seriedad.
El oficio con la orden militar fue considerado auténtico por el subsecretario de Gobernación, Roberto Campa. Tampoco negó su existencia el propio Cienfuegos, quien atribuyó la frase las tropas deberán operar en la noche en forma masiva y en el día reducir la actividad a fin de abatir delincuentes en horas de oscuridad, ya que el mayor número de delitos se comete en ese horario a un… muy lamentable error de transcripción.
En su para nada inocente ni casual entrevista con el diario Excélsior, de tan periodístico y elocuente título: El general tiene la palabra, el divisionario no aclaró a su perspicaz interlocutor −quien ya había advertido que no se trataba de una orden específica para una misión, sino una suerte de machote− cuántos presuntos delincuentes más fueron abatidos de manera arbitraria, sumaria o extralegal en distintas partes del país, a raíz de ese error de transcripción que, en el marco de la Operación Dragón y en función de la disciplina militar, posiblemente ejecutaron sin chistar otras tropas del Ejército ante la voz de mando de un superior.
Otro aspecto central del informe tiene que ver, precisamente, con la solicitud que, como representante legal de Clara Gómez −una de las tres víctimas-testigos sobrevivientes de la matanza−, hizo el Centro Prodh en la averiguación previa en el ámbito federal, en el sentido de que se citara a comparecer en el fuero civil a los comandantes de la Sedena, la primera región militar, la 22 Zona Militar y del 102 batallón de infantería, así como al mando de personal de tropa que intervino en el operativo y otros nueve oficiales, a efecto de que declaren sobre la orden de relevo de la base de San Antonio del Rosario y las instrucciones dadas en ella; el contenido de las órdenes que conforman la Operación Dragón, y la manera en que se decidió el ocultamiento de los hechos donde murieron 22 civiles, de los cuales entre 12 y 15, según la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), fueron fusilados.
Como señalábamos en nuestra entrega anterior ( La Jornada, 6/7/15), con base en la teoría de responsabilidad por cadena de mando −que asume hasta sus últimas consecuencias los principios de jerarquía y obediencia militar−, para el Prodh es indispensable precisar el grado de participación de los mandos superiores en el hecho, a fin de determinar la posible responsabilidad institucional del Ejército Mexicano. Ello, como un ejercicio mínimo de rendición de cuentas y control civil sobre las fuerzas armadas, cuyos miembros son servidores públicos.
Con independencia de la tan mentada honorabilidad de la institución castrense −que más allá de lo que diga su comandante supremo, Enrique Peña Nieto, nunca debe estar por encima de toda duda o sospecha, máxime cuando se aparta de los protocolos y los estándares internacionales vigentes, como en el suceso de marras−, es evidente que, al igual que en el caso Ayotzinapa/Iguala, cuando se pide indagar en la cadena de mando no es para desprestigiar o atacar al Ejército, como arguyó el general Cienfuegos en la ceremonia conmemorativa del día del arma.
Análisis académicos, como el Índice de letalidad 2008-2014 (UNAM/CIDE), exhiben que en el marco de una guerra asimétrica e irregular, el patrón de comportamiento de las fuerzas armadas y la Policía Federal (paramilitarizada) se aleja de los estándares del uso correcto de la fuerza, y a diferencia de conflictos bélicos como los de Vietnam o Irak, los choques entre fuerzas oficiales mexicanas y civiles armados (identificados por la autoridad como presuntos delincuentes) dejan más muertos que sobrevivientes y heridos; es obvio que un uso excesivo y desproporcionado de la fuerza letal, como parece ser el patrón de comportamiento del Ejército, sólo puede obedecer a instrucciones que bajan por la cadena de mando.
Con el argumento de que el Ejército es la institución más sólida del país, el secretario de Defensa se ha negado a responder los requerimientos de información sobre los casos Tlatlaya y Ayotzinapa/Iguala solicitados por una comisión de la Cámara de Diputados (uno de los tres poderes del Estado); el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (Inai) e incluso la Procuraduría General de la República. Colaboradores del ex procurador Jesús Murillo Karam revelaron que Cienfuegos advirtió que con el único que tenía que hablar era con su jefe, el Presidente de la República.
Eso explica su desdén hacia el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), coadyuvante en el caso Ayotzinapa por invitación del Poder Ejecutivo y bajo mandato de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que lleva semanas esperando acceder al 27 batallón de infantería de Iguala para entrevistar a los militares que estuvieron en alguno de los escenarios de los crímenes los días 26 y 27 de septiembre de 2014.
Tampoco se ha dignado responder a la solicitud formulada por la CNDH a la Sedena para que explique el uso del término abatir delincuentes; le remita copia certificada de la documentación con las órdenes e instrucciones militares del caso Tlatlaya y le detalle si son de aplicación obligatoria para los mandos y tropas militares y si se encuentran vigentes, así como el alcance y términos de las mismas.
Es hora de que el Ejército deje de actuar como un poder fáctico incontrolable y asuma con seriedad su papel de institución de un eventual estado de derecho.

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