3/06/2016

Mar de Historias; Una gota de lluvia



Cristina Pacheco
La Jornada
El autobús iba atestado, no había posibilidad de movimiento alguno; sin embargo, la mujer junto al conductor se esforzaba por desplazarse unos centímetros para no perderme de vista. Al darse cuenta de que su insistencia me cohibía, sonrió. Me pasé la mano por las mejillas, temerosa de llevar la cara sucia. La impertinente adivinó mi intención y agitó la cabeza en sentido negativo para tranquilizarme.
Decidí ignorarla y me puse a mirar por la ventanilla procurando fingir interés en un paisaje de sobra conocido: cerros tapizados de obras negras, cables, basureros, chatarra, anuncios que envilecen el horizonte y, por encima de todo, lejano, el cielo gris, de plomo.
Cuando llegamos a la megaplaza en construcción pedí la parada. Al acercarme a la puerta, la impertinente se dirigió a mí: Los mismos ojos, la barbilla, ¡es increíble! Iba a preguntarle qué quería decirme con eso, pero el hombre detrás de mí me precisó a bajar. Lo hice de un salto y corrí hacia la base de las micros como si tuviera los minutos contados. En realidad sólo quería alejarme, confundirme con la gente, huir de esa mirada. Imaginé que jamás volvería a encontrarme con la desconocida y me sentí feliz.

II
Los jueves, al regresar de mi trabajo en la sastrería, me doy una vuelta por el tianguis de la San Felipe. Llevo años de frecuentarlo, conozco a muchos de los comerciantes, por eso me sorprendió descubrir, entre un tenderete de loza y otro de compactos, a la impertinente del autobús. Ella se alegró de verme y, como si adivinara mis pensamientos, justificó su presencia en el puesto de collares para mascotas: Mi cuñada Emma se alivió el martes. Gracias a Dios su niño está bien, pero ella no, por la cesárea. Con todo y eso quería venir a trabajar. Le dije que no: me ofrecí a atender su puesto mientras se repone, pero no dudo que en una semana ya esté aquí.
En espera de mi comentario volvió a verme con la misma expresión que semanas antes me había incomodado tanto. Esta vez no iba a pasarla por alto: Perdone: ¿tengo algo en la cara? Una mujer frondosa con un puddle en brazos se acercó: ¿Emma ya no va a venir? La suplente repitió la explicación que me había dado, más algunos datos acerca del bebé. Por el momento ella –Rosario para servirle– estaba a sus órdenes, lista para mostrarle las novedades. La mujer no ocultó su desinterés y se encaminó a otro puesto.
En cuanto quedamos solas retomé el asunto de su curiosidad hacia mí. Rosario enrojeció: Discúlpeme, señito, pero es que usted se parece muchísimo, pero muchísimo, a Jenifer. El día que nos encontramos en el autobús hasta pensé que era su hermana gemela. Los ojos, la barbilla, ¡todo!..
Ya la había oído decir eso. Evité que abundara en el tema preguntándole quién era Jenifer. Bajó la mirada: ¿Qué le puedo decir? Digamos que es una muchacha con mala suerte. La historia de siempre: padrastro abusivo, madre sin carácter, hermanos baquetones, por no decir mantenidos. ¿Qué iba a hacer la pobre más que echarse a la calle? Allí sigue, desperdiciando su vida.
Rosario se estremeció como si recordara algo importante que no me había dicho: Espero que no le haya molestado lo de su parecido con Jenifer, aunque, como dice el refrán, hasta en la leña hay diferencias: una es para hacer carbón y otra para tallar santos. Era evidente que Rosario me colocaba en la segunda categoría.
Me despedí, pese a la curiosidad por saber algo más acerca de mi doble y hasta por conocerla. Traté de imaginar cuál sería mi actitud al encontrarme con una persona físicamente idéntica a mí o cómo reaccionaría Jenifer cuando descubriera en mis rasgos los suyos.
A Pablo no le había mencionado el incidente en el autobús, pero cuando regresé del tianguis le conté mi encuentro y mi conversación con Rosario. Mi esposo me aconsejó no darle importancia y me aseguró que no había en el mundo otra mujer como yo. Me sentí halagada, feliz (aunque también un poco culpable) de que mi vida fuera tan diferente a la de Jenifer.
Traté de seguir el consejo de Pablo, pero cada mañana, al mirarme en el espejo, pensaba en Jenifer, en si Rosario le habría dicho que en alguna parte de la ciudad andaba su doble; y si Jenifer, al saberlo, alentaría el mismo interés que yo por conocerla.

III
Al siguiente jueves, cuando regresé al tianguis de la San Felipe y vi a Rosario en el puesto de collares para mascota sentí alivio. ¿Todavía aquí?, le pregunté en el tono más desinteresado posible. Con la naturalidad habitual me puso al tanto de la situación: su cuñada había tenido complicaciones y en tanto no recobrara la salud, ella seguiría a cargo del negocio. Le gustaba, pero no tanto como vender golosinas a la entrada de las escuelas.
Empezó a decirme algo acerca de los niños, pero la interrumpí: ¿Y dónde vive? ¿Yo? Aquí abajito, en la colonia. No: Jenifer. Ella era mi vecina en La Pastora, pero su zona de trabajo siempre ha sido Pantitlán, por allí por el Metro y todo eso. No sé si todavía frecuente ese rumbo porque hace tiempo que no la veo. Oiga, ¿qué se me hace que ya le entraron ganas de conocerla? Lo negué. Por su sonrisa comprendí que Rosario no me había creído.

IV
Ignoro si hice mal, pero ya no hay remedio. Un viernes por la tarde, con pretexto de buscar unas refacciones, tomé un taxi y me fui a Pantitlán. Estaba lloviendo y había mucha gente. En esas condiciones iba a ser difícil encontrar a Jenifer, pero aun así estuve dando vueltas un rato, procurando no llamar la atención. Iba a desistir de mi búsqueda cuando Jenifer apareció a unos metros de mí. (La barbilla, los ojos...) Ella también me miró. La vi tocarse la cara y abrir la boca horrorizada. Creí que iba a gritar. No lo hizo. Dio media vuelta y se echó a correr entre el gentío. La seguí pero fue inútil: Jenifer se perdió –¿nos perdió?– como se pierde una gota de lluvia en el mar.

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