5/29/2016

El invisible cine mexicano y la Secretaría de Cultura



Paul Leduc
La Jornada
Hoy, cuando se está construyendo una Secretaría de Cultura, de la que depende el cine, convendría que fuera para todos claro cuál es el proyecto de cinematografía que se pretende impulsar. Hoy me parece que la Academia debería participar de esa discusión.
El año pasado, se nos dice, se filmaron en México 145 películas. Un puñado de ellas recibirán –en esta misma ceremonia– un puñado de premios. Ojalá esos premios contribuyan a hacerlas visibles, porque la mayoría, según cifras y estadísticas oficiales, podrían permanecer prácticamente invisibles. Aunque se estrenen, si lo logran. Hay excepciones, pocas, que por lo mismo no son parte de esto. Con excepciones no se construye una cinematografía. El asunto es complejo y no es éste el lugar ni el momento para discutirlo. Pero tampoco es el momento y lugar para ignorarlo.
Algunos datos: se declara que el año pasado fue superado el récord de películas producidas desde la Época de Oro del cine nacional. Pero se omiten dos datos: primero, aquel cine se veía. El actual no. Segundo: de lo producido el año pasado, según el anuario de Imcine, se apoyaron 78 cortometrajes, 21 documentales, y largometrajes de ficción fueron entonces 46, no comparables con los 80 producidos en 1945. Qué bien que se apoyen cortos y documentales. Esto no pasaba hace 70 años. Pero de los 30 realizados en 2014, sólo cuatro se vieron en pantalla grande. La televisión pública tampoco los exhibe, mucho menos la privada. No están prohibidos. No hay censura, se dice. Pero no se ven. Dos años después, a pesar del excelente nivel de calidad logrado y de sus menores costos de producción, Imcine ha reducido a 17, casi la mitad, su apoyo al documental.
El cine en México sigue siendo negocio, pero no para los cineastas mexicanos.
Canana, una empresa independiente mexicana fundada por cineastas, lanza Ambulante, que realiza una estupenda labor por el cine documental y consigue un ingreso de 15 millones de pesos, mientras la 20th Century Fox y Universal Pictures superan, cada una, mil 500 millones de pesos en la distribución local.
Mantarraya, quizá la compañía más premiada de la historia del cine mexicano, anda en 20 millones de ingresos, cuando Warner y Disney superan 2 mil millones cada una y Videocine, de Televisa, supera mil millones.
Ya sólo 25 por ciento de los mexicanos puede pagarse ir al cine, aunque la exhibición en salas sigue siendo un gran negocio que deja más de 11 mil millones de pesos al año.
En los últimos tres años, la asistencia a cines aumentó, pero en ese mismo lapso la asistencia al cine mexicano cayó casi a la mitad: de 30 a 18 millones. Y en video, una llamada Plataforma México de Imcine, que opera en 10 estados proyectando 350 títulos nacionales, registró el año pasado 174 mil espectadores. O sea: 497 espectadores por película.
Hace 70 años, el cine mexicano se veía. Aún se ve. El actual, no.
Carlos Slim, el hombre más rico de México, lo sabe: los papeles de Panamá nos revelan que adquirió recientemente un lote de 253 películas de esa época, con Pedro Infante, María Félix, Tin Tan y El Santo, por más de 35 millones de dólares… en una operación que se hizo pasar por Nueva Zelanda, Ámsterdam y las Islas Vírgenes, para no pagar impuestos en México.
El segundo hombre más rico del país, Germán Larrea, dueño de la empresa responsable de los 65 mineros muertos en Pasta de Conchos y del derrame tóxico que contaminó el río Sonora, también se interesa por el cine.
Es ahora también dueño de Cinemex, la segunda cadena de salas del país y se opone a cualquier legislación que pretenda proteger el tiempo de pantalla dedicado al cine nacional. Cabe suponer que considera al cine como otra forma de industria extractiva.
En este marco se encuentra hoy el cine mexicano. Por otro lado, el Estado cedió hace años ante la presión de la Motion Picture Association y derogó el reglamento del peso en taquilla, y más recientemente tolera las trampas del tope de taquilla del primer fin de semana, los cambios extemporáneos de salas y horarios, el boicot a la publicidad y todo tipo de sabotajes a las condiciones mínimamente dignas de exhibición del cine mexicano en su propio territorio.
Si se tomara un solo peso de cada uno de los 296 millones de boletos de cine vendidos el año pasado y se cobrara el impuesto referido en los papeles de Panamá, se cubriría el monto de la inversión máxima permitida a Imcine para apoyar 50 largometrajes. Si se llegara a hablar de recortes presupuestales, ahí hay un camino explorable.
Una actividad tan distorsionada como lo que esta catarata de cifras dibuja ¿qué sentido tiene?, ¿a quién conviene…? ¿Cuál es la escala del problema?
Con lo que el gobierno federal gastó en publicidad en 2015, Imcine hubiera podido apoyar 401 largometrajes, aportando la cantidad máxima que tiene autorizada. Algo que podría pensarse es que si el cine nacional logró un centenar de premios internacionales, la marca México, como simple anuncio, resulta así muy económicamente promovida por el mundo… aunque las películas aquí no se vean…
Ese centenar de premios algo deben significar. Acaso, que ahora se filma para los festivales. Acaso, que los cineastas actuales ignoran el público al que se dirigen porque nunca le han permitido conocerlo realmente, relacionarse con él. La culpa es del público, que no quiere ver cine mexicano, se dice. Quizá en este caso así sea. El público de hoy no es el de antes, el de la Época de Oro, el del cine de estreno a cuatro pesos. Hoy no prefiere lo mexicano; hoy no le gusta lo mexicano. Hoy quizá ya no quiere ser mexicano. Cabe preguntar quién, cómo y por qué se formó así ese público.
Hoy Imcine se ha convertido en una ventanilla de trámites, de preselección de proyectos para ser finalmente aprobados o no por esa iniciativa privada a título de invertir un dinero que ni siquiera es suyo, ya que es el dinero correspondiente al pago de sus impuestos. Hoy Imcine no decide qué cine se hace ni decide cómo ni dónde se distribuye. En sus convocatorias no respeta ni sus propias fechas; hace caravanas en festivales con el sombrero ajeno del talento de los muchos excelentes cineastas que abundan en la región y se protege en criterios pretendidamente democráticos para enjuiciar los trabajos del gremio, generando así bancadas y mayoriteos, plurinominales y “maiceos , como en nuestras desprestigiadas cámaras legislativas, posibilitando condicionar decisiones, reglamentadas siempre, además, como no vinculantes.
Hoy, en ese sentido, el cine mexicano, aunque pasa por uno de sus mejores y más diversos momentos creativos, paradójicamente parece guiarse, en demasiados casos, por aquella frase célebre inscrita en letras de oro en esas mismas cámaras legislativas y dicha por uno de nuestros más respetados políticos. Aquella que dice: “Pos entonces va pa’tras, ’apá... esa chingadera no pasa...
Cine mexicano va pa’tras…no pasa... Ni te preocupes, apá...”
Por eso, decíamos, sería importante que la Secretaría de Cultura definiera qué proyecto de cinematografía se propone desarrollar. Y sería fundamental también, me parece, que la Academia participara de esa discusión.
En estos tiempos en que aparentemente se premia lo invisible, en que se premia para que no se vea, la Academia no participa de eso. No es su culpa. Por eso acepto con gusto (y hasta con cierto optimismo) el privilegio de recibir este Ariel.
Tienen ustedes la palabra. Muchas gracias.
Quisiera solamente agregar un saludo, que ojalá no fuera sólo personal, a los amigos del cinema novo brasileño (Nelson, Rui, Diegues, Silvio, Lúcia) y sus muchos relevos más jóvenes, quienes en estos días, precisamente, han logrado revertir la desaparición del Ministerio de Cultura brasileño y quienes junto con una larguísima lista de músicos, teatreros, literatos, arquitectos buscan ahora detener y revertir al gobierno golpista de hampones que lo hizo.

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