Carlos Bonfil
Días de vino y rosas. En Saint Amour, de los realizadores Benoît Delépine y Gustave Kervern (Aaltra, 2004; Mamut, 2010),
el robusto granjero Jean asiste, como cada año, a una exposición
agrícola donde, entre otras atracciones, figura la competencia para
premiar al mejor semental vacuno, y donde él espera colocar como gran
ganador a su toro predilecto, el enorme Nabucodonosor. A Jean
(un Gérard Dépardieu tan masivo como su preciada bestia) lo acompaña
Bruno (Benoît Poelvoorde), su hijo dipsómano y ocurrente.
Fotograma de la cinta protagonizada por Gérard Dépardieu y Benoît Poelvoorde |
El periplo comienza desde la misma exposición agrícola donde padre e hijo recorren los puestos de cada región vinícola para asestarle a todo mundo las perlas verbales de un humor picaresco y rudo, cargado de tintas negras, que en trabajos anteriores de los cineastas Delépine y Kervern había sido siempre cínico y absurdo, pero que aquí adquiere algunas notas de lirismo y de ternura. Hay en la enorme paciencia de Jean por las extravagancias y excesos de ese hijo suyo, adolescente prolongado, un deseo de recobrar tardíamente una relación afectiva por largo tiempo desatendida, mientras en Bruno, sumido en su mundo fantasioso, brota también, al contacto con su padre, la leve conciencia de que los rituales de ingreso a la madurez no pueden aplazarse indefinidamente.
Ese descubrimiento paralelo no se produce en medio de dramas y recriminaciones, como podría suceder en cualquier otra cinta. Los cineastas parecen apostar aquí por un rencuentro afectivo marcado por una empecinada embriaguez de los sentidos, como si el acto de romper por un momento con las rutinas de la exposición agrícola y los apremios del concurso, y alejarse también de la muchedumbre afanosa que asiste a ellos, colocara de golpe a los dos protagonistas y al propio Mike (Vincent Lacoste), el joven chofer que los acompaña, en una insólita Arcadia de la sensualidad donde todos los excesos y placeres son permitidos, desde la ebriedad y la gula, hasta la posibilidad de algún desbordamiento libidinoso. Pareciera que Saint Amour marcara también las distancias entre un presente mortecino y deprimente, cargado más que nunca de amenazas locales y globales, y aquel pasado idílico que en los años 70 del siglo pasado propusiera películas tan lúdicas y libres como Les valseuses (Bertrand Blier, 1974) o tan excesivas en su celebración de los goces terrenales como La gran comilona (Marco Ferreri, 1973). ¿Sorprenderá entonces ver entre los personajes secundarios a figuras como la Andrea Férreol de la cinta de Ferreri, o al propio escritor y actor Michel Houellebecq, gran fustigador del pensamiento quieto y de la corrección política?
Saint Amour no es una historia más de simples
reacomodos familiares. Ofrece, por un lado, un conflicto generacional
que luego de transitar por la ebriedad y la bonhomía arriba a un franco
entendimiento, y por el otro, una reivindicación del placer físico y la
generosidad moral en una nueva época de intolerancia política y
mezquindad moral empeñada en cancelarlos perdurablemente. Una comedia
eficaz con diálogos incisivos y situaciones delirantes, y un toque de
melancolía bucólica que remite a un antecedente memorable, la cinta del
estadunidense Alexander Payne Entre copas (Sideways, 2004), ese otro recorrido por las zonas más luminosas del afecto humano.
Se exhibe en la sala 2 de la Cineteca Nacional a las 15 horas.
Twitter: @Carlos.Bonfil1
Se exhibe en la sala 2 de la Cineteca Nacional a las 15 horas.
Twitter: @Carlos.Bonfil1
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