Raúl Díaz
Aunque los científicos no se
han puesto totalmente de acuerdo, se supone que los humanos no nacen ni
buenos ni malos, sino que son su entorno y circunstancias los que los
van inclinando, en mayor o menor grado, hacia el bien o el mal. La
conducta personal en el contexto social finalmente mostrará si una
persona cualquiera es más o menos buena o mala, y por extensión, se
podrá valorar el conjunto social en que se desenvuelve.
Este conflicto de valores es el que, sin explicitarlo, está presente en la obra Dogville,
de Lars von Trier, originalmente película, que produjo escozor en más
de un sitio, pero que estaba tan bien realizada que compitió en Cannes
en 2003, año de su estreno, con un elenco realmente estelar en el que
figuraban, entre otros, Nicole Kidman, Lauren Bacall, Ben Gazzara y
James Caan.
A 15 años de ese estreno, Miguel Cane en la dramaturgia y Fernando
Canek en la dirección, al contrario de lo que comúnmente sucede, pasar
el teatro al cine, acometen la aventura inversa y presentan una versión
que en nada desmerece a la original.
La historia es singular. A un pueblito perdido en las montañas
rocosas de Estados Unidos, a finales de los años 30 del siglo pasado
(aunque podría ser en cualquiera otra parte del mundo y cualesquiera
otros años), llega una joven, guapa y misteriosa mujer, aparentemente
perseguida por la policía. Los habitantes de Dogville –apenas
una veintena entre adultos, viejos y niños– la esconden a cambio de que
les ayude en pequeñas tareas que gradualmente van aumentando.
Su condición de perseguida, refugiada, la hace sumamente vulnerable, y
los habitantes de este pueblo de perros, aprovechándose de eso abusan
de ella cada día más, hasta convertirla en un mero objeto de
satisfacción sexual para los hombres, de esclava para las mujeres y en
general para todos. La condición humana en su faz más negativa aparece
aquí en toda su nefasta dimensión.
¿Qué lleva a hombres y mujeres comunes y corrientes, laboriosos,
honrados y solidarios a convertirse en una auténtica jauría dispuesta a
despedazar a su presa?
¿Es ese pueblito y, por extensión, todo Estados Unidos, realmente un
país de oportunidades como, de nuevo sin explicitarlo, sugiere la obra
y, en principio, la película? ¿El tratamiento dado a la refugiada, dada
su conducta, es justo? ¿La conclusión de Dogville es justa?,
¿todos sus habitantes serían merecedores de lo mismo o habría matices?
Von Trier y los adaptadores al teatro no contestan estas interrogantes, y
hacen bien porque, en una sociedad enferma, cada uno será responsable
de sus actos. Esto es válido hoy y aquí, para usted y para mí.
Con un elenco tan estelar como el de la película, pero integrado sólo
por actores mexicanos, que por lo extenso no puedo nombrar
completamente, ofrezco excusas a los otros. Cito a Ximena Romo y Luis
Miguel Lombana; subrayo la muy buena adaptación de Miguel Cane; la
escenografía e iluminación de Félix Arroyo; el vestuario de Gisselle
Sandiel, y la dirección de Fernando Canek.
Dogville cierra temporada en el teatro Helénico.
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