5/23/2010

La columna de Cristina Pacheco...


Mar de Historias

Fecha de vencimiento

Cristina Pacheco

La plaza comercial es el edificio más alto en el cruce de las dos avenidas. Lo cercan puestos improvisados, una base de taxis y un paradero de microbuses. En las escaleras que dan acceso a la entrada principal hay grupos de muchachos que conversan a gritos, parejas silenciosas, familias, personas que exhiben su discapacidad con la esperanza de recibir una moneda, vendedores de billetes de lotería que pregonan la fortuna oculta en el número de la suerte.

Magda observa la escena desde lejos. Mientras espera la luz verde en el semáforo lamenta no haber convencido a Paulina de que se reunieran en otra parte. Cuando su amiga le preguntó por qué se resistía a que se encontraran en el café del centro comercial al que antes iban, Magda no se atrevió a explicarle que su marido le tiene prohibido acercarse allí, ya no digamos entrar.

Luz verde. Magda atraviesa la avenida. Una mujer la alcanza para advertirle que lleva abierta la bolsa. Ella se detiene a cerrarla aunque sólo guarda sus llaves y la cartera con 100 pesos. Si alguien se la robara no sufriría una pérdida importante.

En otro tiempo, saber que llevaba la bolsa abierta le habría causado gran inquietud y no por el dinero sino por las tarjetas de crédito. Llegó a tener siete. Ahora no posee ninguna y sin embargo carga la enorme deuda que contrajo usándolas en los almacenes adonde entraba para sentirse menos insatisfecha, menos deprimida, menos indiferente para su esposo.

Hubo un tiempo en que, cuando sentía lejano a Ezequiel, iba al centro comercial para distraerse mirando los aparadores hasta que al fin cedía a la tentación de comprar con su tarjeta algo para sus hijos, para la casa o para ella. La ilusión de verse rejuvenecida gracias a un cosmético milagroso o un vestido nuevo regeneraba su energía para vivir con optimismo, sin pensar en problemas y obligaciones. Ante una nueva adquisición lo olvidaba todo, inclusive que existen fechas de vencimiento.

II

En cuanto los enormes cristales de la puerta ceden, Magda aspira el aire tibio y relajante característico del centro comercial. Enseguida se pone en guardia: cumplirá la promesa que se hizo de no detenerse ante los escaparates y mucho menos de entrar en alguna tienda, aunque sólo sea para echar una miradita. Lo hizo muchas veces y las consecuencias han sido terribles: disgustos con Ezequiel, zozobra, pánico cuando suena el teléfono y teme que sea el agente de algún despacho de cobranzas para amenazarla con represalias terribles si ella no cubre el resto de sus adeudos.

Cuando empezó el infierno de las llamadas pudo justificarlas sin despertar las sospechas de Ezequiel con un simple: No sé quién era. Se oía mucha estática. Para evadir las reclamaciones interrumpía la comunicación en cuanto escuchaba una voz masculina preguntando por ella. Si era demasiado tarde para recurrir a ese mecanismo se limitaba a comentar: lo siento. Esa persona no vive aquí.

Magda aún no logra comprender cómo tuvo valor para fingir conversaciones con Paulina o con alguna otra amiga mientras un cobrador la amenazaba con embargarla o llevarla ante los tribunales.

Cuando el agente en turno le exigía una respuesta ella se la daba en clave: comprendo tu intranquilidad pero cálmate: ya verás cómo muy pronto se resuelve todo. Por supuesto que no lo he olvidado. Te prometo que en cuanto tenga un tiempecito voy a verte o por lo menos te llamo. Pero dame tu teléfono otra vez porque perdí la libreta en donde lo tenía anotado.

Magda considera esa época paradisiaca en comparación a la que empezó aquel sábado. Un agente la llamó a las 12 de la noche para decirle que sabía en dónde trabajaba su esposo. El lunes iba a presentarse ante él para obligarlo a que se hiciera responsable de la deuda contraída por ella.

Llorando, con voz ahogada, Magda le pidió clemencia y que al menos no la llamara tan tarde porque su marido podría sospechar algo malo. El hombre se mostró implacable, le dijo que eso no le importaba y que su único fin era proteger los intereses de sus clientes a como diera lugar. Magda pasó por alto la brutalidad: “lo comprendo, pero le suplico que no moleste a mi…”

Antes de que pudiera terminar la frase Ezequiel le arrebató el teléfono: ¿Quién habla? ¿Qué quiere? ¿Por qué llama a mi mujer a estas horas? Durante unos minutos se concretó a escuchar hasta que al fin gritó: “¿Cuánto debe mi esposa? ¡Imposible! Está bien, ya oí que tiene pruebas. Comprenda: yo no estaba enterado… Acepto, pero ¿cómo voy a pagárselo? Necesito un plazo… ¿72 horas? Es muy poco tiempo para reunir esa cantidad… Ya sé que es mi problema, pero no necesita decírmelo de esa manera… Ah, ¡qué bien! O sea que como usted trabaja en un despacho de cobranzas estoy obligado a aguantar sus insultos… Pues fíjese que no estoy dispuesto… ¿Me está amenazando? Sí, ya me lo dijo: 72 horas”.

Los gritos de su padre habían despertado a Eduardo y a Jorge. Magda les ordenó que volvieran a la cama, pero ellos se quedaron interrogándola con la mirada. A partir de ese momento ella se sometió al martirio de dar explicaciones, pedir disculpas y comprensión, hacer promesas. La respuesta de sus hijos fue el azoro; la de su esposo, un silencio lleno de acusaciones.

Ella hubiera preferido que él la insultara, pero al fin sólo le hizo una pregunta: ¿a quién más le debes? En vez de responder, ella juró que le pediría ayuda a su familia, a sus amigos, a sus ex compañeros de trabajo. A la mañana siguiente acudió a ellos, pero todos se declararon incapaces de facilitarle dinero. Ezequiel solicitó un préstamo en su trabajo y empeñó la factura de su coche. Los niños renunciaron a sus clases de computación y karate.

El plazo se agotó. El teléfono sigue sonando. Hasta la fecha arroja amenazas. Resta mucho de las deudas por cubrir, pero en la casa de Magda ya sólo quedan tres camas, algunos otros muebles sin valor, ropa colgando de las paredes, periódicos y compactos apilados en el suelo. Las demás pertenencias están en las casas de empeño o en las de algunos vecinos que, enterados de la situación, mostraron su solidaridad comprando a precio de remate muchos de los objetos que Magda adquirió en las plazas comerciales con su tarjeta y aún está pagando.

III

Por las mañanas, cuando su marido y sus hijos se van al trabajo y a la escuela, Magda queda aislada en medio de la desolación y el vacío. No tiene escapatoria, ni siquiera la posibilidad de distraerse mirando los aparadores del centro comercial. Ezequiel le tiene prohibido acercarse allí. Por eso se resistía a encontrarse con Paulina en el café que antes frecuentaban. Sus argumentos fueron débiles y al fin cedió ante la sugerencia de su amiga.

Desde que la llamó, Magda no ha dejado de preguntarse a qué se deberá la urgencia de Paulina por verla. De seguro hablarle de otro galán en puerta o una nueva falsa promesa de matrimonio. Sea lo que fuere ella la dejará hablar y luego tomará unos minutos para desahogarse y pedirle consejo. No sabe cómo seguir viviendo con un hombre que le recrimina sus derroches a base de silencio y que además la evita como mujer.

Magda entra en el café. Desde el fondo Paulina le hace señas para que se acerque. Después de un año sin verse las dos se abrazan y se mienten: Te queda muy bien ese pelo rojo. Dime cómo le hiciste para bajar de peso, porque te ves preciosa. Pronto la espuma de los capuchinos adorna la mesa.

Zanjan la distancia que las separa de su última reunión haciéndose preguntas obligadas: ¿cómo están tus hijos? ¿Qué novedades hay en la oficina? Las respuestas son automáticas hasta que al fin Magda pone el dedo en la llaga: A ver, ¿quién es el afortunado? Cuéntamelo rápido porque tengo mucha curiosidad y además quiero que me aconsejes? ¿Acerca de qué? Luego te digo. Primero habla tú.

Paulina sonríe nerviosa y juega con la cuchara, pero no dice nada. Esa actitud hace que Magda caiga en sospechas: ¿Estás en problemas? ¿Quedaste embarazada? Poco a poco los ojos de Paulina se van inundando de lágrimas: “Es que debo, debo…” ¿Decidir si tener o no el bebé? ¿Es lo que me estás preguntando? Paulina agita la cabeza y se cubre la cara con las manos: “Debo lo de mis tarjetas. No te imaginas lo horrible que es recibir todo el tiempo llamadas en la oficina y en mi casa, amenazándome con que si no pago les van a embargar su condominio a mis papás. Hasta la fecha ellos no saben nada gracias a que cuando suena el teléfono me apuro a contestarlo, pero si un día no estoy, ¿te imaginas? A veces, mientras el cobrador me presiona o me insulta, yo le digo cualquier cosa, fingiendo que estoy hablando contigo. ¿Por qué me miras así? ¡Estás llorando! Perdóname por favor, yo sé que con eso he cometido un abuso de confianza pero lo hago para que mis papás no se den cuenta de que debo tanto dinero y de que si no lo pago los van a dejar sin nada.

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